Suspiré.

– Supongo que sí.

Rick se terminó el vino y dejó la copa, que hizo un ruido como de resquebrajarse contra la mesa.

– Escucha, Ella, hay algo que tienes que explicarme. No me has dicho por qué te fuiste a Suiza. ¿Es que he hecho algo mal? ¿Por qué te portas así conmigo? Pareces dar a entender que hay algo entre nosotros que no funciona. Eso es una novedad para mí. Si alguien debería estar disgustado soy yo. Tú eres la que te tomas libertades.

No sabía cómo decirlo amablemente. Rick pareció darse cuenta.

– Limítate a decírmelo -sugirió-. Sé sincera conmigo.

– Sucedió cuando nos mudamos aquí. Me siento distinta.

– Cómo?

– Es difícil de explicar -pensé unos instantes-. Sabes perfectamente que se puede comprar un disco, obsesionarte con él durante un tiempo, ponerlo sin parar, saberte todas las canciones. Y te parece que te lo sabes de memoria y que tiene una relación especial contigo. Como, por ejemplo, el primer disco que compraste cuando eras un crío.

– Los Beach Boys. Surf’s Up.

– Exacto. Y luego un día dejas de oírlo; no por ninguna razón especial, no es una decisión consciente. De repente ya no necesitas oírlo más. Ya no tiene la misma fuerza. Lo oyes y sabes que las canciones siguen siendo buenas, pero han perdido la magia que tenían para ti. Una cosa parecida.

– Eso no me ha pasado nunca con los Beach Boys. Todavía siento lo mismo cuando los escucho.

Di un golpe fuerte en la mesa con la mano.

– ¡Maldita sea! ¿Por qué lo haces?

La poca gente que había en el restaurante nos miró.

– ¿Qué? -susurró Rick-. ¿Qué es lo que he hecho?

– No me escuchas. Coges la metáfora y la destrozas. Sencillamente no escuchas lo que trato de decirte.

– ¿Y qué es lo que tratas de decirme?

– ¡Que ya no te quiero! ¡Eso es lo que estoy tratando de decirte, pero no escuchas!

– Ah -se recostó en el asiento-. ¿Por qué no lo has dicho, entonces? ¿Por qué tienes que meter a los Beach Boys en esto?

– Estaba tratando de explicarlo con una metáfora, hacerlo más fácil. Pero insistes en verlo desde tu perspectiva.

– ¿De qué otro modo se supone que tengo que verlo?

– ¡Desde mi punto de vista! ¡El mío! -me golpeé el pecho con los nudillos-. ¿Es que no puedes mirar nunca las cosas desde mi punto de vista? Siempre te muestras amable y complaciente con todo el mundo, pero acabas saliéndote con la tuya, siempre consigues que la gente vea las cosas desde tu punto de vista.

– Ella, ¿quieres saber lo que veo desde tu punto de vista? Veo a una mujer que está perdida, sin dirección, que no sabe lo que quiere, de manera que se agarra a la idea de tener un hijo como algo que le permita estar ocupada. Y que se aburre con su marido de manera que folla con el primero que se lo propone.

Se detuvo y miró en otra dirección, avergonzado ya, dándose cuenta de que había ido demasiado lejos. Nunca lo había oído sincerarse tanto.

– Rick-dije amablemente-. Ése no es mi punto de vista, ¿te das cuenta? Es, clarísimamente, el tuyo -empecé a llorar, tanto de alivio como por todo lo demás.

El camarero se acercó y, sin mediar palabra, se llevó las pizzas intactas y luego, sin que nadie se la hubiera pedido, dejó la cuenta sobre la mesa. Ninguno de los dos la miramos.

– Este cambio de tus sentimientos, ¿es temporal o permanente? -preguntó Rick cuando dejé de llorar.

– No lo sé.

Lo intentó de nuevo.

– Esa experiencia con los discos de la que hablabas, ¿cambia alguna vez? Ya entiendes, ¿vuelven alguna vez a obsesionarte?

Estuve pensándolo.

– A veces.

Pero no por mucho tiempo, añadí para mis adentros. El sentimiento nunca vuelve.

– Así que quizá la situación cambie.

– Rick, todo lo que sé es que ahora mismo no puedo volver contigo -sentía que de nuevo se me agolpaban las lágrimas en los ojos.

– ¿Sabes? -añadí-, ni siquiera te he contado lo que me ha pasado en Suiza. Y también en Francia. Lo que he descubierto sobre los Tournier. Toda una historia. Podría contar una historia completa…, llenando algunos huecos aquí y allá. Es como si llevara otra vida completamente distinta; una vida de la que no sabes nada en absoluto.

Rick se apretó la nariz, a la altura de las cejas, entre pulgar e índice.

– Ponlo por escrito -dijo. Me miró una vez más la psoriasis-. Ahora mismo tengo que marcharme de aquí. Hace demasiado calor.


Cuando regresé, Mathilde estaba aún levantada, leyendo una revista en el cuarto de estar, las piernas, muy largas, apoyadas sobre el cristal de la mesa de centro. Alzó la vista para mirarme inquisitivamente. Me dejé caer en el sofá y contemplé el techo.

– Rick quiere irse a vivir a Alemania -anuncié.

– Vraiment? Bastante repentino.

– Sí. No me voy a ir con él.

– ¿A Alemania? -hizo una mueca-. ¡Por supuesto que no!

Resoplé.

– Dime, ¿te gusta algún otro país, además de Francia?

– Estados Unidos.

– ¡Pero si no has estado nunca!

– No, pero estoy segura de que me gustaría.

– Es difícil imaginarme volviendo allí. California me parecería muy ajeno.

– ¿Es eso lo que vas a hacer?

– No lo sé. Pero no me voy a ir a Alemania.

– ¿Le has dicho a Rick que estás embarazada?

Me incorporé.

– ¿Cómo lo has sabido?

– ¡Es evidente! Estás cansada, la comida te molesta, aunque comes mucho si de verdad te pones a ello. Y cuando no hablas parece que estás escuchando algo dentro de ti. Lo recuerdo muy bien por Sylvie. Así que, ¿quién es el padre?

– Rick.

– ¿Estás segura?

– Sí. Habíamos estado intentándolo durante algún tiempo y lo dejamos, pero está claro que no antes de quedarme embarazada. Ahora que lo pienso, llevo unas cuantas semanas con los mismos síntomas.

– ¿Y Jean-Paul?

Me tumbé boca abajo y apreté la cara contra uno de los cojines del sofá.

– ¿Qué pasa con él?

– ¿Vas a ir a verlo? ¿Hablar con él?

– ¿Qué puedo decirle que quiera oír?


– Mais… por supuesto que querrá saber de ti, incluso malas noticias. No has sido muy amable con él.

– De eso no estoy nada segura. Creía que me mostraba amable dejándolo tranquilo.

Para alivio mío, Mathilde cambió de tema.

– He pedido permiso el miércoles en el trabajo -dijo- para ir a Le Pont de Montvert, como sugeriste. Nos llevaremos también a Sylvie. Le encanta ir allí. Y por supuesto, puedes volver a ver a monsieur Jourdain.

– Vaya, no sé si podré esperar.

Mathilde lanzó un chillido y las dos empezamos a reír.


El miércoles por la mañana Sylvie insistió en ayudarme a vestir. Entró en el cuarto de baño, donde me estaba poniendo unos pantalones cortos blancos y una camisa de color copos de avena, y se apoyó en el lavabo, examinándome.

– ¿Por qué vas de blanco todo el tiempo? -preguntó.

Vaya, volvemos a las andadas, pensé.

– La camisa no es blanca -afirmé-. Es… como el color de los cereales -no sabía cómo decir copos de avena.

– No, no lo es. ¡Mis copos de maíz son de color naranja!

Me había comido tres cuencos poco antes y aún tenía hambre.

– Alors, ¿qué te gustaría que me pusiera?

Sylvie aplaudió y corrió al cuarto de estar, donde empezó a registrar mi bolso de viaje.

– ¡Toda tu ropa es blanca o marrón! -exclamó, decepcionada. Sacó la camisa azul de Jean-Paul-. Excepto esto. Póntela -me ordenó-. ¿Cómo es que no te la he visto nunca?

Jacob se ocupó de hacerla lavar en Moutier. La sangre había desaparecido en su mayor parte, pero quedaba un contorno como de óxido en la espalda. Pensé que nadie se fijaría si no lo buscaba a propósito, pero Mathilde lo descubrió nada más ponérmela. Capté sus cejas levantadas y torcí el cuello para mirarme la espalda.

– No quieres saberlo -dije.

Se echó a reír.

– Una vida llena de dramatismo, ¿eh?

– ¡Te aseguro que antes no era así!

Mathilde consultó su reloj.

– Vámonos; monsieur Jourdain nos estará esperando -dijo.

Abrió el armario del vestíbulo, sacó el bolso de gimnasia y me lo entregó.

– ¿De verdad le has telefoneado?

– Créeme cuando te digo que es una buena persona. Tiene buenas intenciones. Ahora que sabe que tu familia era de verdad de esta zona, te tratará como a su sobrina largo tiempo perdida.

– ¿Monsieur Jourdain es la persona que me llamó mademoiselle? ¿Con el pelo negro? -quiso saber Sylvie.

– No; ése era Jean-Paul. Monsieur Jourdain es el señor mayor que se cayó del taburete. ¿Te acuerdas?

– Jean-Paul me gustó. ¿Vamos a verlo?

Mathilde me sonrió.

– Mira, esta camisa es suya -dijo, tirando de uno de los faldones.

Sylvie me miró.

– Entonces, ¿por qué la llevas tú?

Me ruboricé y Mathilde se echó a reír.

Era un hermoso día, caluroso en Mende pero despejado y fresco a medida que nos internábamos por las montañas. Cantamos durante todo el camino, Sylvie me enseñaba las letras que había aprendido durante el verano. Me pareció extraño cantar de camino a un entierro, pero no inadecuado. Estábamos devolviendo a Marie a su hogar.

Cuando nos detuvimos en la mairie de Le Pont de Montvert, monsieur Jourdain apareció de inmediato en el umbral. Nos estrechó la mano a todas, Sylvie incluida, y retuvo la mía unos instantes.

– Madame -dijo, antes de obsequiarme con una sonrisa. Seguía poniéndome nerviosa y quizá lo sabía, porque su sonrisa tuvo un algo de desesperación, como un niño que quiere caerle bien a un adulto.

– Tomemos café -dijo precipitadamente, haciéndonos entrar en el bar. Pedimos café y un refresco de naranja para Sylvie, que no se quedó mucho tiempo en la mesa una vez que descubrió al gato del establecimiento. Los adultos mantuvimos un silencio incómodo durante un minuto, hasta que Mathilde dio un golpe en la mesa y exclamó:

– ¡El mapa! Voy a buscarlo al coche. Queremos mostrarle dónde vamos.

Se puso en pie de un salto y nos dejó solos.

Monsieur Jourdain se aclaró la garganta; por un segundo temí que fuera a escupir.

– Escuche, La Rousse -empezó-. Como sabe, dije que trataría de hacer averiguaciones sobre algunos miembros de la familia propietaria de su Biblia.

– Sí.

– Alors, he encontrado a alguien.

– ¿Un Tournier?

– No es un Tournier. Se llama Elisabeth Moulinier. Es nieta de un individuo que vivía en l'Hôpital, un pueblo no lejos de aquí. La Biblia era suya. Esa señora la trajo aquí cuando su abuelo murió.

– ¿Lo conoció usted?

Monsieur Jourdain frunció los labios.

– No -respondió con tono cortante.

– Pero…, pensé que conocía usted a toda la gente de los alrededores. Lo dijo Mathilde.

Frunció el ceño.

– Era católico -murmuró.

– ¡Por el amor de Dios! -estallé. Pareció avergonzado pero inconmovible. -Da igual -murmuré, moviendo la cabeza. -De todos modos, le dije a esta Elisabeth que hoy estaría usted aquí. Y va a venir a verla.

– Ha… -¿qué te pasa, Ella?, pensé. ¿Estupendo? ¿Quieres relacionarte con esa familia?-. Ha sido usted muy amable molestándose -dije-. Gracias.

Mathilde regresó con el mapa y lo extendimos sobre la mesa.

– La Baume du Monsieur es una colina -explicó monsieur Jourdain-. Se conservan las ruinas de una granja, aquí ¿ven? -señaló un símbolo diminuto-. Vayan delante y les llevaré a madame Moulinier allí, dentro de una hora o dos.


Cuando vi el automóvil -polvoriento y baqueteado- aparcado en la cuneta, se me encogió el corazón. Mathilde, pensé. Le encanta hacer llamadas telefónicas. La miré. Aparcó su coche detrás, tratando de poner aire inocente, pero capté la sombra de una sonrisa de satisfacción. Cuando nuestras miradas se cruzaron se encogió de hombros.

– ¿Por qué no te adelantas? -dijo-. Sylvie y yo vamos a ver el río, ¿verdad que sí, Sylvie? Venimos luego a buscarte. Adelante.

Vacilé, luego recogí el bolso de gimnasia, una pala y el mapa y empecé a subir por el sendero. Enseguida me detuve y me volví.

– Gracias -dije.

Mathilde sonrió y agitó una mano en mi dirección.

– Vas-y, chérie.

Jean-Paul estaba sentado en los restos derruidos de una chimenea, de espaldas a mí, fumando un cigarrillo. Llevaba la camisa de color salmón; el sol le iluminaba el pelo. Parecía tan real, tan en armonía consigo mismo y con lo que le rodeaba que casi no pude mirarlo, tanto era el dolor que me provocaba. Sentí una oleada de nostalgia, el deseo de olerlo y de tocar su piel tibia.

Cuando me vio tiró el cigarrillo, pero siguió sentado. Dejé en el suelo el bolso y la pala. Quería abrazarlo, aplastar la nariz contra su cuello y echarme a llorar, pero no podía. Al menos hasta que se lo hubiera dicho. El esfuerzo que tenía que hacer para no tocarlo era casi insoportable y me trastornó tanto que no me enteré de sus primeras palabras y tuve que pedirle que las repitiera.