No las repitió. Se limitó a mirarme durante un rato muy largo, estudiando mi cara. Trataba de mantenerse inexpresivo, pero me daba cuenta de que no le resultaba nada fácil.
– Jean-Paul, lo siento mucho -murmuré en francés.
– ¿Por qué? ¿Por qué lo sientes?
– Oh junté las manos detrás del cuello-. Tengo tanto que contarte, ni siquiera sé por dónde empezar -comenzó a temblarme la barbilla y apreté los codos contra el pecho para evitar que me temblara todo el cuerpo. Jean-Paul extendió el brazo y me tocó el cardenal de la frente.
– ¿Dónde te has hecho eso?
Sonreí tristemente.
– Me lo ha hecho la vida.
– Cuéntamelo entonces -dijo-. Y por qué estás aquí con eso -hizo un gesto hacia el bolso-. En inglés. Habla en inglés cuando necesites hacerlo y yo hablaré en francés cuando me haga falta.
Nunca se me había ocurrido aquella solución. Jean-Paul tenía razón: sería demasiado esfuerzo contar en francés todo lo que tenía que decirle.
– El bolso está lleno de huesos -expliqué, cruzándome de brazos y apoyando todo el peso en una cadera-. Huesos de una niña. Lo sé por el tamaño y la forma; están además los restos de lo que parece ser un vestido y de su pelo. Lo encontré todo debajo del hogar de una granja que, según dicen, fue la granja de los Tournier durante mucho tiempo. En Suiza. Y creo que son los huesos de Marie Tournier.
Interrumpí mi entrecortada explicación y esperé a que me contradijera. Al no hacerlo, me encontré tratando de responder a las preguntas que Jean-Paul no me había hecho.
– En nuestra familia los nombres se han transmitido incluso hasta el momento actual. Sigue habiendo Jacobs y Jeans, Hannahs y Susannes. Es como una conmemoración. Todos los nombres originales subsisten aún, si se exceptúan Marie e Isabelle. Ya sé que crees que construyo algo de nada, sin prueba alguna, pero pienso que eso significa que hicieron algo que estaba mal, y murieron o las rechazaron o algo parecido. Y la familia dejó de utilizar sus nombres.
Jean-Paul encendió un cigarrillo y aspiró hasta llenarse los pulmones.
– Hay otras cosas, la clase de pruebas que despiertan tu desconfianza. Como el pelo, el que está en el bolso, y que es del mismo color que el mío. El color del que se volvió el mío cuando llegué aquí. Y cuando estábamos levantando la piedra del hogar y cayó de nuevo, hizo el mismo ruido que había oído en mi pesadilla. Un gran ruido sordo. Exactamente el mismo. Pero sobre todo se trata del azul. Los trozos de vestido son exactamente del azul con el que soñaba. El azul de la Virgen.
– El azul Tournier -dijo Jean-Paul.
– Sí. No es más que una coincidencia, dirás. Ya sé lo que piensas de las coincidencias. Pero son demasiadas, no sé si te das cuenta. Demasiadas para mí.
Jean-Paul se levantó y estiró las piernas; luego empezó a caminar en torno a las ruinas. Acabó por dar toda la vuelta.
– Esto es el Mas de la Baume du Monsieur, ¿no es cierto? -preguntó cuando estuvo de nuevo a mi lado-. ¿La granja que figuraba en la Biblia?
Asentí con la cabeza.
– Vamos a enterrar aquí los huesos.
– ¿Puedo mirar? -hizo un gesto en dirección al bolso.
– Sí -Jean-Paul tenía una idea. Lo conocía lo suficiente para reconocer las señales. Resultaba extrañamente consolador. Mi estómago, soliviantado desde la aparición del Dos Caballos, se serenó y pidió alimentos. Me senté en las rocas y me dediqué a mirarlo. Se arrodilló y abrió el bolso lo más que pudo. Estuvo contemplando el contenido mucho tiempo, tocó el pelo unos instantes, y también la tela azul. Alzó la vista, mirándome de arriba abajo; recordé que llevaba puesta su camisa. El azul y el rojo.
– No me la he puesto aposta, de verdad -dije-. No sabía que ibas a estar aquí. Fue idea de Sylvie. Dijo que no llevaba suficiente color.
Jean-Paul sonrió.
– Escucha, hablando de colores, resulta que Goethe pasó una noche en Moutier.
Jean-Paul resopló.
– No es como para presumir mucho. Estuvo en todas partes una noche.
– Imagino que habrás leído todo lo que escribió Goethe.
– ¿Qué es lo que dijiste en una ocasión? Sólo a ti se te ocurre sacar a relucir a alguien como Goethe en un momento así.
Sonreí.
– Touché. De todos modos me llevé tu camisa. Y se… Tuve algo así como un accidente con ella…
La examinó.
– A mí me parece normal.
– No has visto la espalda. No, no te la voy a enseñar. Ésa es otra historia.
Jean-Paul cerró la cremallera del bolso.
– Tengo una idea -dijo-. Pero quizá te disguste.
– Nada me puede disgustar más de lo que ya ha sucedido.
– Quiero cavar aquí. Junto a la chimenea.
– ¿Por qué?
– No es más que una teoría -se acuclilló junto a los restos del hogar. No era mucho lo que quedaba. Había sido un gran bloque de granito, como el de Moutier, pero estaba rajado por el centro y se deshacía.
– Escucha, no quiero enterrarla exactamente ahí, si es eso lo que estás pensando -dije-. Ése es el último sitio donde querría ponerla.
– No, claro que no. Sólo quiero buscar algo.
Lo miré remover trozos de piedra durante un rato, luego me arrodillé y le ayudé, evitando los trozos más grandes, cuidadosa de mi vientre. En una ocasión Jean-Paul me miró la espalda, luego extendió el brazo y, con un dedo, trazó el contorno de la mancha de sangre en la camisa. Seguí encorvada, sintiendo que en los brazos y en las piernas se me ponía la carne de gallina. Jean-Paul movió el dedo hasta llegarme al cuello y a la cabeza, dónde extendió todos los dedos y me los pasó por el peló como un peine.
Su manó se detuvo.
– No quieres que te toque -dijo; era una afirmación más que una pregunta.
– No querrás tocarme cuando lo hayas oído todo. Todavía no te he contado todo.
Jean-Paul retiró la manó y tomó la pala.
– Cuéntamelo después -dijo; y empezó a cavar.
No me sorprendió demasiado que encontrara los dientes. Después de desenterrarlos me los mostró en silencio. Los cogí, abrí el bolso de gimnasia y saqué la otra dentadura. Eran del mismo tamaño: dientes de niño. Los sentí cortantes en la manó.
– ¿Por qué? -dije.
– En algunas culturas la gente entierra cosas en los cimientos de las casas cuando se construyen. Cuerpos de animales, a veces herraduras. Otras, no es frecuente, seres humanos. La idea era que su alma permanecería en la casa y ahuyentaría a los malos espíritus.
Se produjo un largó silenció.
– Quieres decir que los sacrificaron. Que esas criaturas fueron sacrificadas.
– Quizá. Probablemente. Es demasiada coincidencia encontrar huesos bajo el hogar de las dos casas.
– Pero…, eran cristianos. ¡Lo lógico es que fueran temerosos de Dios, no supersticiosos!
– La religión nunca ha destruido por completó la superstición. El cristianismo era como un estrato sobre las viejas creencias: las cubría sin que por ello desaparecieran.
Contemplé las dos dentaduras y me estremecí.
– Dios santo. ¡Qué familia! Y soy uno de ellos. Una Tournier también yo -me había echado a temblar.
– Estás muy lejos de ellos, Ella -dijo Jean-Paul amablemente-. Perteneces al siglo XX. Nadie te va a hacer responsable de sus acciones. Y recuerda que eres mucho más un producto de la familia de tu madre que de la de tu padre.
– Pero no dejó de ser una Tournier.
– Sí, pero no tienes que pagar por sus pecados.
Lo miré fijamente.
– Nunca te había oído utilizar antes esa palabra.
Se encogió de hombros.
– Me educaron como católico, después de todo. Algunas cosas es imposible dejarlas atrás por completo.
Sylvie apareció a lo lejos, corriendo en zigzag, distraída por las flores o los conejos, de manera que parecía una mariposa amarilla revoloteando de aquí para allá. Al vernos se dirigió hacia nosotros en línea recta.
– ¡Jean-Paul! -exclamó, y fue corriendo a ponerse a su lado.
Él se acuclilló.
– Bonjour, mademoiselle-dijo.
Sylvie lanzó una risita y le dio palmaditas en el hombro.
– ¿Ya habéis cavado vosotros dos? -Mathilde se abría caminó entre las rocas con sus zapatos sin talón de color rosa, balanceando un panier amarillo-. Salut, Jean-Paul -dijo, sonriéndole. Él le devolvió la sonrisa. Se me ocurrió que si tenía un mínimo de sentido común haría una reverencia y los dejaría solos, para que Mathilde pudiera divertirse un poco y Sylvie tuviera un padre. Sería mi sacrificio personal, una expiación por los pecados de mi familia.
Di un paso atrás.
– Voy a buscar un sitio donde enterrar los huesos de Marie -anuncié, al tiempo que tendía una mano-. Sylvie, ¿quieres venir conmigo?
– No -dijo Sylvie-. Me voy a quedar aquí con Jean-Paul.
– Pero…, quizá tu madre quiera quedarse a solas con Jean-Paul.
Me di cuenta al instante de que había cometido una equivocación. Mathilde lanzó una de sus carcajadas más estentóreas.
– De verdad, Ella, ¡a veces eres muy estúpida!
Jean-Paul no dijo nada, pero sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa y lo encendió con una sonrisita.
– Si, soy estúpida -murmuré en inglés-. Pero que muy estúpida.
Los cuatro estuvimos de acuerdo en el sitio, una pequeña extensión de hierba junto a una roca con forma de seta, no lejos de las ruinas. Siempre sería fácil de encontrar gracias a aquella silueta inconfundible.
Jean-Paul empezó a cavar mientras nosotras almorzábamos a poca distancia. Luego me tocó utilizar la pala y después a Mathilde, hasta que conseguimos un hoyo de algo más de medio metro de profundidad. A continuación coloqué los huesos. Habíamos preparado espacio suficiente para dos esqueletos y, aunque Jean-Paul sólo había encontrado unos dientes entre las ruinas, los coloqué en su sitio como si también estuviera allí el resto del cuerpo. Los demás miraban y Sylvie le susurró algo a Mathilde. Cuando hube terminado retiré un hilo azul de los restos del vestido y me lo guardé en el bolsillo.
Sylvie se me acercó cuando aún estaba junto a la fosa.
– Mamá dice que te lo pregunte -empezó-. ¿Puedo enterrar algo con Marie?
– ¿Qué?
Se sacó del bolsillo la pastilla de jabón de lavanda.
– Si -respondí-. Sácala primero del envoltorio. ¿Quieres que la ponga yo por ti?
– No, quiero hacerlo yo -se tumbó junto a la sepultura y dejó caer la pastilla. Luego se levantó y se sacudió la tierra del vestido.
No supe qué hacer a continuación: me pareció que tenía que decir algo pero no encontré las palabras. Miré a Jean-Paul; para sorpresa mía había inclinado la cabeza, tenía los ojos cerrados y musitaba algo. Mathilde estaba haciendo lo mismo y Sylvie los imitaba a los dos.
Alcé los ojos y, muy por encima de nosotros, vi un pájaro que, batiendo las alas, se mantenía inmóvil en el cielo.
Jean-Paul y Mathilde se santiguaron y abrieron los ojos al mismo tiempo.
– Mirad -dije, señalando hacia lo alto. El pájaro había desaparecido.
– Lo he visto -afirmó Sylvie-. No te preocupes, Ella, he visto el pájaro rojo.
Después de rellenar el hoyo con tierra, y para evitar que algún animal se llevara los huesos, amontonamos encima piedras de buen tamaño, hasta levantar una tosca pirámide de casi medio metro de altura.
Nada más terminar oímos un silbido y miramos a nuestro alrededor. Vimos junto a las ruinas a monsieur Jourdain, con una joven a su lado. Incluso desde aquella distancia era evidente que estaba embarazada de ocho meses. Mathilde me miró y sonreímos. Jean-Paul se dio cuenta y nos miró desconcertado.
Cielos, pensé. Todavía se lo tengo que contar. Se me encogió el corazón.
Cuando los recién llegados estuvieron cerca, la mujer dio un traspiés y yo me quedé petrificada.
– Mon Dieu!-susurró Mathilde.
Sylvie aplaudió.
– Ella, ¡no nos habías dicho que venía tu hermana!
Elisabeth Moulinier llegó a donde yo estaba y se detuvo. Nos estudiamos mutuamente: el pelo, la forma de la cara, los ojos castaños. Luego dimos un paso al mismo tiempo y nos besamos en las mejillas una, dos, tres veces. Se echó a reír.
– ¡Vosotros los Tournier siempre besáis tres veces, como si dos no fuera suficiente!
Más tarde, durante el día, decidimos bajar de la montaña. Tomaríamos algo en el bar antes de que nuestros caminos se separasen: Mathilde y Sylvie a Mende, Elisabeth a su hogar, cerca de Alés, monsieur Jourdain a su casa, a la vuelta de la esquina desde la mairie, y Jean-Paul a Lisle-sur-Tarn. Todo el mundo sabía dónde ir excepto yo.
Acompañé a Elisabeth hasta los coches.
– ¿Vendrás a pasar una temporada conmigo? -preguntó-. Ahora mismo, si quieres.
– Pronto. Tengo algunas… cosas que resolver. Pero iré dentro de unos días.
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