Ya junto a los automóviles, Mathilde y ella me miraron expectantes. Jean-Paul contemplaba el horizonte.
– Hum, id por delante -les dije-. Jean-Paul me llevará en su coche. Nos reuniremos en el bar.
– Ella, tú te vienes con nosotras, ¿verdad? -preguntó Sylvie llena de ansiedad, dándome palmaditas en el brazo.
– No te preocupes por mí, chérie.
Cuando los coches desaparecieron carretera adelante, Jean-Paul y yo nos encontramos a ambos lados de su automóvil.
– ¿Podemos plegar la capota? -pregunté.
– Bien sûr.
Desenganchamos la lona por los dos lados, la enrollamos y la sujetamos atrás. Al terminar, me apoyé contra el costado del coche y coloqué los dos brazos sobre el borde superior de las ventanillas. Jean-Paul se apoyó en el otro lado.
– Tengo algo que contarte -dije. Intenté tragarme el nudo que tenía en la garganta.
– En inglés, Ella.
– Sí. De acuerdo. En inglés -enmudecí de nuevo.
– ¿Sabes? -dijo-, no tenía ni idea de que pudiera pasarlo tan mal a causa de una mujer. Hace casi dos semanas que te fuiste. Desde entonces ni duermo, ni toco el piano, ni trabajo. Las señoras mayores me toman el pelo en la biblioteca. Mis amigos piensan que me he vuelto loco. Claude y yo nos peleamos por cosas absurdas.
– Jean-Paul, estoy embarazada -dije.
Me miró, la cara entera una pregunta.
– Pero nosotros… -se detuvo.
Pensé una vez más en mentir, en lo fácil y cómodo que sería mentir. Pero Jean-Paul se daría cuenta.
– Es de Rick -dije en voz baja-. Lo siento.
Jean-Paul respiró hondo.
– No lo sientas -dijo en francés-. Querías tener un hijo, ¿no es eso?
– Oui, mais…
– Entonces no lo sientas -repitió en inglés.
– Si es con la persona inadecuada puede ser un desastre.
– ¿Lo sabe Rick?
– Sí. Se lo dije la otra noche. Quiere que nos vayamos a vivir a Alemania.
Jean-Paul alzó las cejas.
– ¿Qué quieres hacer tú?
– No lo sé. Tengo que decidir qué es lo mejor para mi hijo.
Jean-Paul se apartó del coche y caminó hasta el otro lado de la carretera; luego se detuvo y miró a lo lejos por encima de los campos de retama y granito. Se agachó, cortó un tallo y aplastó las flores amarillas entre los dedos.
– Me hago cargo -susurré para que no me oyera-. Lo siento. Es demasiado, ¿verdad?
Cuando volvió junto al coche parecía decidido, incluso estoico. Éste es su mejor momento, pensé. Inesperadamente, sonreí.
Jean-Paul me devolvió la sonrisa.
– Lo mejor para la madre suele ser lo mejor para el hijo -comentó-. Si eres desgraciada, tu bebé lo será también.
– Es cierto. Pero he perdido la noción de lo que es mejor para mí. Me gustaría saber por lo menos cuál es mi hogar. California, no, desde luego. En cuanto a Lisle…, tampoco creo que pueda volver allí. No ahora. Ni Suiza. Tampoco Alemania, de eso estoy segura.
– ¿Dónde te sientes más cómoda?
Miré a mi alrededor.
– Aquí -dije-. Exactamente aquí. Jean-Paul abrió los brazos lo más que pudo.
– Alors, tu es chez toi. Bienvenue.
Epílogo
Miré al cielo, un azul pálido desteñido por el sol de finales de septiembre. El Tarn estaba todavía tibio; yo flotaba de espaldas, brazos separados del cuerpo, pechos aplastados, cabellos flotando en el río como hojas alrededor de la cara. Miré más abajo: mi vientre empezaba a levantarse por encima del agua. Cubrí aquel bulto con las manos. En la orilla se oyó un crujir de papeles.
– ¿Qué pasó con Isabelle?
– No lo sé. A veces pienso que se marchó de Moutier y regresó aquí, a las Cevenas. Encontró a su pastor, tuvo a su hijo y vivieron felices para siempre. Incluso se hizo católica para seguir siendo devota de la Virgen.
– Final feliz.
– Sí. Pero, ¿sabes?, creo que no fue eso lo que sucedió de verdad. Pienso con más frecuencia que murió de hambre en una cuneta en algún sitio, huida de los Tournier, el hijo muerto en el vientre, olvidada, y que ocupa una tumba sin nombre.
Hubo un silencio.
– ¿Sabes el peor destino, peor incluso que ese otro, y sin embargo el más probable?
– Soportó ese peso terrible. Se quedó en Moutier y vivió el resto de sus días con el cuerpo de su hija bajo el hogar.
Isabelle se arrodilla en el cruce de caminos. Tiene tres posibilidades: seguir adelante, volver, o quedarse donde está.
– Ayúdame, Madre de Dios -reza-. Ayúdame a elegir.
Una luz azul la rodea, consolándola por un brevísimo instante.
Me incorporé bruscamente, acuclillada sobre la larga roca lisa del fondo del río, mis pechos recuperando su redondez. El bebé se había despertado y empezaba a gemir como un gatito. Elisabeth lo alzó de su manta en la orilla del río y le llevó la boca hasta el pecho.
– ¿Lo ha leído Jean-Paul? -indicó con la mano el manuscrito a su lado.
– Todavía no. Lo hará este fin de semana. Es su opinión lo que más me preocupa.
– ¿Por qué?
– Es lo más importante para mí. Tiene ideas muy claras sobre historia. Se mostrará muy crítico con mi enfoque.
Elisabeth se encogió de hombros.
– ¿Y? Es tu historia, después de todo. Nuestra historia.
– Sí.
– Veamos, ¿qué hay del pintor del que me estabas hablando? Nicolas Tournier.
– La huella falsa, quieres decir.
– ¿Qué?
– Nada. Tiene su sitio, diga Jean-Paul lo que quiera.
Jacob llega al cruce de caminos y encuentra a su madre de rodillas, bañada en azul. Isabelle no lo ve y el niño la contempla un momento, el azul reflejado en sus ojos. Luego mira alrededor y toma el camino que lleva hacia el oeste.
Nota histórica
La Reforma protestante del siglo XVI fue iniciada por Martín Lutero en Alemania. Uno de sus simpatizantes, el teólogo francés Juan Calvino, desarrolló su magisterio en Ginebra, donde formó predicadores de acuerdo con sus creencias, basadas en una vida piadosa y disciplinada, así como en el culto a Dios sin necesidad de sacerdotes como intermediarios. Aquellos predicadores se repartieron por Francia, divulgando la «Verdad», nombre con el que se conocían las enseñanzas calvinistas. Rápidamente convirtieron a muchos habitantes de las ciudades y a miembros de la nobleza francesa.
Necesitaron más tiempo para penetrar en remotas regiones rurales como las Cevenas, una zona montañosa del sur de Francia. Una vez que los predicadores llegaron allí, muchos campesinos se convirtieron a la Verdad y empezaron a practicar el calvinismo en secreto, en los graneros y en el bosque, hasta que estuvieron en condiciones de expulsar a los sacerdotes católicos y ocupar sus iglesias. En diferentes pueblos de las Cevenas los calvinistas se apoderaron de las iglesias en 1560 y 1561, y los hugonotes (como se llegó a conocer a los protestantes franceses) alcanzaron primacía en la región.
En 1572 se asesinó a miles de hugonotes reunidos para una boda regia. La Noche de San Bartolomé provocó sucesivas persecuciones que se extendieron a toda Francia, y obligaron a emigrar a muchos hugonotes. La paz se restableció en parte gracias al Edicto de Nantes, que protegía los derechos de los protestantes, si bien surgieron de nuevo problemas a raíz de que Luis XIV lo revocara en 1685, dispersando a los hugonotes por Europa. A comienzos del siglo XVIII, grupos de hugonotes de las Cevenas se alzaron contra el gobierno francés en lo que se conoce como la rebelión de los Camisards, pero el fracaso de aquel movimiento les obligó, una vez más, a practicar clandestinamente su religión.
Nota de agradecimiento
Me gustaría dar las gracias, por su ayuda, a las siguientes personas (utilizando el orden alfabético, gran igualador): Juliette Dickstein; Jonathan Drori; Susan Elderkin; Jonny Geller; James Greene; Kate Jones; mi primo Jean Kleiber, la primera persona que me habló de granjas sin chimeneas y otras peculiaridades suizas; Lesley Levene; madame Christine Martínez de Florac, quien, sin saberlo, me dio un curso intensivo sobre la vida en un pueblo francés; y Vicky Singer.
Me han sido utilísimos los siguientes libros: Montaillou y Les Paysans de Languedoc, de Emmanuel Le Roy Ladurie, El regreso de Martín Guerre y Sociedad y cultura en la Francia moderna, de Natalie Zemon Davis, Protestants du Midi, 1559-1598, de Janine Garrisson, y Moutier á travers les ages, de Ph. Pierrehumbert.
Es muy posible que existan la mayoría de los lugares mencionados en el libro, pero no así las personas.
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