– Es una lástima que las quiches sean tan buenas -le comenté a Rick al salir otra vez a la calle-. De lo contrario nunca volvería a poner los pies en esta panadería.

– Vamos, cariño, ya estás otra vez tomándote las cosas demasiado a pecho. No te me conviertas ahora en una típica paranoica de la Costa Este.

– Hace que me sienta fuera de lugar.

– Malas relaciones con el cliente. ¡Vaya! Será mejor conseguir un consultor de personal para que le dé un repaso.

Le obsequié con una sonrisa.

– Sí, me gustaría ver su expediente.

– Sin duda abarrotado de quejas. Está en su última etapa, eso es obvio. Compadécete un poco de esa pobrecilla.

Era tentador vivir en una de las casas antiguas de la plaza, o cercanas a ella, pero cuando descubrimos que ninguna se alquilaba me sentí secretamente aliviada: eran casas serias, para personas del pueblo ya establecidas. Encontramos, en cambio, un lugar no muy lejos del centro, tan sólo unos minutos a pie, una casa también antigua, pero sin el lujoso enladrillado, de paredes gruesas, tejado tradicional y un patinillo trasero protegido por un emparrado. No había patio delantero: la puerta principal daba directamente a la calle, bastante estrecha. La casa era oscura, aunque Rick me recordó que sería fresca en verano. Todas las demás viviendas que habíamos visto eran así. Una vez instalados, combatí la oscuridad dejando siempre abiertos los postigos, y sorprendí a mis vecinos mirando por las ventanas varias veces, hasta que aprendieron a refrenar su curiosidad.

Un día decidí sorprender a Rick: cuando volvió a casa del trabajo ya había sustituido el marrón apagado de los postigos por un cálido burdeos, y había colocado en las ventanas jardineras con geranios. Rick se detuvo delante de la casa sonriéndome mientras me asomaba por encima del alféizar, enmarcada por flores de color rosa, blanco y rojo.

– Bienvenido a Francia -le dije-. Bienvenido a casa.

Cuando mi padre supo que Rick y yo nos trasladábamos a Francia me animó a que escribiera a un primo lejano que vivía en Moutier, un pueblecito del noroeste de Suiza. Papá había visitado Moutier en una ocasión, mucho tiempo atrás.

– Te encantará, ten la seguridad -dijo una y otra vez cuando me llamó para darme la dirección.

– Papá, Francia y Suiza son dos países distintos. Es probable que no vaya nunca a Suiza.

– Claro, hija mía, pero siempre es bueno tener familia cerca.

– ¿Cerca? Moutier debe de estar a seiscientos o setecientos kilómetros de nuestro lugar de residencia.

– ¿Ves? Nada más que un día de viaje. Y eso es mucho más cerca de lo que estaré yo.

– Papá…

Apunta la dirección, Ella. Dame ese gusto.

¿Cómo podía decir que no? Tomé nota de lo que me decía y me eché a reír.

– ¡Qué cosa tan tonta! ¿Qué le escribo: «Hola, soy una prima lejana de la que nunca has oído hablar y estoy en Europa, por qué no nos vemos»?

– ¡Claro! Escucha, para empezar podrías preguntarle por la historia familiar, de dónde procedemos, qué hizo nuestra familia. Saca algún provecho de todo ese tiempo del que vas a disponer.

A papá lo movía la ética protestante del trabajo, y la perspectiva de que yo careciera de empleo le ponía nervioso. No se cansaba de sugerirme cosas útiles que podría hacer. Su preocupación alimentaba la mía: tampoco estaba habituada a disponer de tiempo libre; siempre había tenido que estudiar o que trabajar largas horas. No me resultó fácil acostumbrarme; durante una temporada dormí hasta tarde y anduve deprimida por la casa hasta que se me ocurrieron tres proyectos para mantenerme ocupada.

Empecé por trabajar con mi francés apolillado, e iba a Toulouse dos veces por semana para que me diese clases madame Sentier, una mujer mayor de ojos brillantes y cara estrecha de pájaro. Su acento era maravilloso y lo primero que hizo fue emprenderla con el mío. Detestaba que se descuidara la pronunciación y se ponía a gritarme si empezaba a decir oui de la manera indiferente que tienen muchos franceses y que consiste en mover apenas los labios y dejar que salga el sonido como un pato graznando Me hacía pronunciar con precisión, dar su valor a todas las letras y, al final, hacer silbar el aire a través de los dientes. Afirmaba categóricamente que la manera de decir las cosas era más importante que lo que se decía. Traté de razonar en contra de semejantes prioridades, pero no estaba a su altura.

– Si no pronuncia bien las palabras, nadie entenderá lo que diga -afirmaba-. Por añadidura, se darán cuenta de que es extranjera y no la escucharán. Los franceses son así.

Me abstuve de señalarle que también ella era francesa. De todos modos me caía bien, me gustaban sus opiniones y su mano firme, así que hacía sus ejercicios para la boca, moviendo los labios como si estuvieran hechos de goma de mascar.

Me animaba a hablar lo más posible, estuviera donde estuviese.

– Si se le ocurre algo, ¡dígalo! -exclamaba-. Da lo mismo lo que sea, aunque no tenga la menor importancia, dígalo. Converse con todo el mundo.

En ocasiones me hacía hablar sin parar durante un periodo determinado de tiempo, empezando por un minuto y ampliándolo hasta llegar a cinco. Me resultaba agotador e imposible.

– Piensa usted algo en inglés y luego lo traduce al francés palabra por palabra -señalaba madame Sentier-. Las lenguas no funcionan así. Tienen una forma más amplia. Lo que necesita es pensar en francés. Tiene que vaciar la cabeza del inglés. Piense todo lo que pueda en francés. Si no es capaz de pensar párrafos, confórmese con frases, o al menos con palabras. ¡Súmelas hasta conseguir grandes ideas! -y con un gesto englobaba la habitación entera y toda la inteligencia humana.

Le encantó descubrir que tenía familiares en Suiza; fue ella quien hizo que me sentara y les escribiera.

– Puede que fuesen originariamente de Francia, dese cuenta -me explicó-. Le vendrá muy bien informarse sobre sus antepasados franceses. Se sentirá más relacionada con este país y sus habitantes. Y entonces no le resultará tan difícil pensar en francés.

Me encogí de hombros interiormente. La genealogía era una de esas manías de las personas de mediana edad que yo identificaba enseguida con tertulias radiofónicas, con hacer punto y con quedarse en casa los sábados por la noche: algo que sin duda acabaría por probar, pero que no me corría ninguna prisa. Mis antepasados no tenían nada que ver con mi vida presente. Pero como estaba dispuesta a llevarle la corriente a mi profesora, organicé, como parte de mis tareas para casa, unas cuantas frases preguntándole a mi primo por la historia de nuestra familia. Madame Sentier revisó la gramática y la ortografía, y mandé la carta a Suiza.

Las lecciones de francés contribuyeron por otra parte a mi segundo proyecto.

– ¡Qué profesión tan maravillosa para una mujer! -cacareó madame Sentier al enterarse de que estaba estudiando para conseguir en Francia el título de comadrona-. ¡Qué trabajo tan noble!

La buena señora me caía demasiado bien para que me molestaran sus ideas románticas, de manera que no mencioné la desconfianza con que a mis colegas y a mí nos trataban médicos, hospitales, compañías de seguros e incluso mujeres embarazadas. Tampoco saqué a relucir las noches sin sueño, la sangre, la angustia cuando algo salía mal. Porque era un buen trabajo y tenía la esperanza de ejercer mi profesión en Francia una vez que hubiera asistido a los cursos y aprobado los exámenes correspondientes.

El tercer plan tenía un futuro incierto, pero sin duda me mantendría ocupada cuando llegara el momento.

A nadie le sorprendería: había cumplido veintiocho años, Rick y yo llevábamos dos casados y la presión por parte de todo el mundo, también por la nuestra, iba en aumento.

Una noche, cuando aún llevábamos pocas semanas viviendo en Lisle-sur-Tarn, salimos a cenar a uno de los buenos restaurantes locales. Hablamos despreocupadamente -sobre el trabajo de Rick, sobre lo que yo había hecho aquel día- mientras saboreábamos las crudités, el paté, la trucha del Tarn y el solomillo. Al traer el camarero la créme brûlée de Rick y mi tarte au citron, decidí que era el momento de hablar. Mordí la raja de limón que adornaba mi postre y noté su acidez en los labios.

– Rick -empecé, dejando el tenedor sobre el plato.

– Muy bueno el postre -dijo mi marido-. Sobre todo la parte brûlée. Ten, prueba un poco.

– No, gracias. Escucha, he estado pensando sobre unas cuantas cosas.

– Ah, ¿vamos a tener una conversación seria?

En aquel momento entró una pareja en el restaurante y se sentó en una mesa próxima a la nuestra. El vientre de la mujer marcaba una curva incipiente bajo el elegante vestido negro. Embarazo de cinco meses, pensé de manera maquinal, y muy bien llevado.

Bajé la voz.

– ¿Recuerdas que de vez en cuando hablamos de tener un hijo?

– ¿Quieres tenerlo ahora?

– Bueno, estaba pensándolo.

– De acuerdo.

– ¿De acuerdo con qué?

– Pongámonos a ello.

– ¿Así de sencillo? ¿Pongámonos a ello?

– ¿Por qué no? Queremos tener hijos. ¿Por qué darle más vueltas?

Me sentí defraudada, aunque conocía a Rick demasiado bien para que me sorprendiera su actitud. Siempre tomaba decisiones deprisa, incluso las más importantes; yo, en cambio, quería que fuesen más meditadas.

– En mi opinión… -busqué la manera de explicarlo-. Es algo parecido a saltar con paracaídas. ¿Te acuerdas de cuando lo hicimos el año pasado? Estaba en aquel avión diminuto y pensaba todo el tiempo: «Dos minutos y ya no podré decir no, un minuto aún para dar marcha atrás». Y luego: «Ya estoy balanceándome junto a la puerta abierta, pero todavía puedo decir que no». Después saltas y ya no puedes dar marcha atrás, independientemente de cómo reacciones ante la experiencia. Así me siento. Estoy junto a la puerta del avión.

– Yo sólo recuerdo la sensación fantástica de caer. Y la vista maravillosa mientras descendía flotando. ¡Estaba todo tan tranquilo allí arriba!

Me sorbí el interior de la mejilla y luego me metí en la boca un pedazo muy grande de tarta.

– Es una decisión importante -dije con la boca llena.

– Una decisión importante que ya está tomada -Rick se inclinó y me besó-. Hum, qué limón tan rico.

Más tarde, aquella noche, salí de casa a escondidas y fui hasta el puente. Mucho más abajo oía el río, pero estaba demasiado oscuro para ver el agua. Miré a mi alrededor; como no vi a nadie, saqué una caja de anticonceptivos y empecé a separar las píldoras, una a una, del revestimiento metálico. Desaparecieron camino del agua, diminutos destellos blancos que surcaban la oscuridad durante un segundo. Después de tirarlas todas estuve mucho tiempo apoyada en la barandilla, deseosa de sentirme distinta.

Aunque algo sí que cambió aquella noche. Fue la primera vez que tuve el sueño. Empezaba por un parpadeo un movimiento entre la oscuridad y la luz. No era negro, ni tampoco blanco; era azul. Soñaba en azul.

Se movía como si lo zarandease el viento, ondulaba hacia mí y luego se alejaba. Empezó a presionarme, más parecido a la presión del agua que de la piedra. Oía una voz que salmodiaba. Luego también recitaba yo, las palabras brotaban de mí. La otra voz empezó a llorar; luego era yo quien sollozaba. Lloré hasta que me fue imposible respirar. La presión del azul me rodeó por completo. Hubo un gran ruido sordo, como el estrépito de una puerta muy pesada cerrándose, y el azul fue reemplazado por un negro tan intenso que era como si nunca hubiera conocido la luz.


Las amigas me habían dicho que, cuando tratas de quedarte embarazada, hay que tener relaciones sexuales con mucha frecuencia o no tenerlas casi nunca. Se puede intentar todo el tiempo -a la manera en que un arma de fuego lo rocía todo de proyectiles con la esperanza de acertar alguna vez-, o se puede golpear de manera estratégica, ahorrando munición para el momento adecuado.

Al principio elegimos el primer procedimiento. Cuando Rick volvía a casa del trabajo hacíamos el amor antes de cenar. Nos íbamos pronto a la cama, nos despertábamos a primera hora e insistíamos, y procurábamos incluirlo en nuestro programa siempre que nos era posible. A Rick le encantaba aquella táctica, pero para mí era distinto. En primer lugar, nunca había hecho el amor porque pensara que debía hacerlo; siempre había sido porque me apetecía. Ahora, sin embargo, aquella actividad tenía una meta de la que no hablábamos pero que la convertía en calculada y reglamentada. Dejar de usar anticonceptivos también me produjo una sensación ambivalente: toda la energía dedicada a la prevención a lo largo de los años, todas las lecciones y precauciones inculcadas…,, ¿debía tirarlas por la borda en un momento? Había oído que la nueva situación podía ser un gran estímulo, pero en lugar de júbilo lo que sentía era miedo.