Sobre todo estaba agotada. Dormía mal, y noche tras noche me sentía arrastrada a una habitación llena de azul. No le dije nada a Rick, no lo desperté nunca ni le ex pliqué al día siguiente por qué estaba tan cansada. De ordinario se lo contaba todo; pero ahora tenía un obstáculo en la garganta y un cerrojo en los labios.

Una noche, tumbada en la cama, mientras contemplaba el azul que danzaba por encima de mí, me di cuenta por fin de que durante los diez últimos días las únicas noches sin pesadilla habían sido las dos sin relaciones sexuales. Una parte de mí sintió alivio ante aquel descubrimiento, me satisfizo hallar una explicación: estaba ansiosa por concebir, y eso era lo que provocaba la pesadilla. Saberlo hacía que todo fuera mucho menos aterrador.

Necesitaba dormir, de todos modos; tuve que pedir a Rick que redujéramos nuestra actividad sexual sin explicarle el motivo. No me atrevía a decirle que tenía pesadillas cada vez que hacíamos el amor.

Sí se me ocurrió, en cambio, cuando me llegó el periodo y quedó claro que no habíamos logrado nuestro propósito, sugerirle que intentáramos el sistema estratégico. Utilicé todos los argumentos de manual que conocía, sazonados con algunas palabras técnicas y traté de darle un tono alegre. Pareció decepcionado, pero cedió sin poner mala cara.

– Sabes de esto más que -yo dijo-. Sólo soy un sicario a sueldo. Dime lo que tengo que hacer.

Desgraciadamente, aunque la pesadilla se repitió con menos frecuencia, el daño estaba hecho: me resultaba mucho más difícil conciliar el sueño, y a menudo seguía despierta largo tiempo, en un estado de ansiedad sin motivo preciso, a la espera del azul, convencida de que, de todos modos, volvería en cualquier momento sin necesidad de que hiciéramos el amor.

Una noche -una noche estratégica- Rick empezó a besarme un hombro, descendió después por el brazo y de pronto hizo una pausa. Sentía sus labios detenidos por encima del pliegue del codo. Esperé, pero no continuó.

– Hum, Ella -dijo por fin. Abrí los ojos. Miraba fijamente el pliegue; al seguir con la vista su mirada, aparté el brazo bruscamente.

– Ah -me limité a exclamar. Examiné el círculo de piel escamosa, enrojecida.

– ¿Qué es?

– Psoriasis. La tuve una vez, a los trece años. Cuando mis padres se divorciaron.

Rick contempló la mancha, luego se inclinó hacia mí y me cerró los párpados con sendos besos.

Al abrirlos de nuevo capté el gesto de desagrado que le cruzó la cara antes de controlarse y de volver a sonreírme. A lo largo de la semana que siguió, comprobé, impotente, cómo se ensanchaba la zona afectada, para saltar luego al otro brazo y a los dos codos. Pronto me llegaría a los tobillos y a las pantorrillas.

Rick insistió en que fuese al médico. Acudí a la consulta de uno, joven y brusco, sin la típica palabrería que utilizan los médicos norteamericanos para tranquilizar a sus pacientes. Tuve que esforzarme mucho para entender su francés velocísimo.

– ¿Ha padecido esto antes? -preguntó mientras me examinaba los brazos.

– Sí, cuando era joven.

– ¿Pero no desde entonces?

– No.

– Cuánto tiempo lleva en Francia?

– Seis semanas.

– ¿Y va a quedarse?

– Sí, unos años. Mi marido trabaja para un estudio de arquitectos en Toulouse.

– Tiene hijos?

– No. Todavía no -me puse colorada. Cálmate, Ella, pensé. Tienes veintiocho años, no necesitas avergonzarte de nada relacionado con la vida sexual.

– ¿Y ahora trabaja usted?

– No. Es decir, trabajaba en Estados Unidos. Era comadrona.

Alzó las cejas.

– Une sage-femme? ¿Quiere practicar en Francia?

– Me gustaría trabajar, pero todavía no he conseguido permiso de trabajo. Por otra parte, el sistema sanitario es diferente aquí, de manera que tengo que pasar un examen para ejercer mi profesión. Así que estudio francés y en otoño empezaré un curso para comadronas en Toulouse y me prepararé para el examen.

– Parece cansada -cambió de conversación bruscamente, como para darme a entender que le hacía perder el tiempo al hablarle de mi carrera.

– He tenido pesadillas, pero… -me callé. No quería tratar de aquello con él.

– ¿Es usted desgraciada, madame Turner? -me preguntó más amablemente.

– No; desgraciada, no -respondí sin mucha convicción. A veces es difícil saberlo cuando estoy tan cansada, añadí para mis adentros.

– Ya sabe que la psoriasis se presenta a veces cuando no se duerme lo suficiente.

Asentí con la cabeza. Aquello era todo lo que había dado de sí el análisis psicológico.

Me receto una crema con cortisona, supositorios para reducir la inflamación y somníferos si los picores no me dejaban dormir, y me dijo que volviera al cabo de un mes. Cuando me marchaba ya, añadió:

– Y venga a verme si se queda embarazada. También soy obstétricien.

Me sonrojé de nuevo.


Mi fascinación con Lisle-sur-Tarn concluyó poco después de que dejara de dormir.

Era un pueblo hermoso y tranquilo, y se movía a un ritmo que yo sabía más sano que el mío habitual en Estados Unidos, además de que la calidad de vida fuese a todas luces mejor. Los productos agrícolas del mercado de los sábados en la plaza, la carne de la boucherie, el pan de la boulangerie. todo sabía más auténtico a cualquier persona criada, como yo, con insípidos alimentos de supermercado. En Lisle el almuerzo era aún la comida más importante del día, los niños corrían en libertad sin temor a desconocidos motorizados, y había tiempo para conversaciones intrascendentes. La gente nunca tenía tanta prisa como para renunciar a detenerse y charlar un momento con cualquiera.

Con cualquiera menos conmigo, he de confesarlo. Por lo que sabía, Rick y yo éramos los únicos extranjeros del pueblo y se nos trataba en consonancia. Las conversaciones se interrumpían cuando entraba en las tiendas, y al reanudarse tenía la seguridad de que el tema había pasado a ser algo inocuo. La gente era cortés conmigo, pero al cabo de varias semanas me seguía pareciendo que no había tenido una verdadera conversación con nadie. Me propuse saludar siempre a las personas a las que reconocía, y ellas me respondían, pero nadie me saludaba primero ni se paraba a hablar. Traté de seguir el consejo de madame Sentier y hablé en francés todo lo que pude, pero recibí tan pocos estímulos que se me secaron las ideas. Sólo cuando se producía una transacción, cuando estaba comprando cosas o pedía instrucciones para llegar a algún sitio, la gente del pueblo me obsequiaba con unas pocas palabras.

Recuerdo una mañana en la que tomaba café y leía la prensa en el bar de la plaza. Varias personas más estaban repartidas por las otras mesas. El dueño pasó entre todos, charlando y gastando bromas, al tiempo que daba caramelos a los niños. Yo ya había estado allí unas cuantas veces; nos hacíamos inclinaciones de cabeza, pero sin llegar a conversar. Sólo harán falta otros diez años, pensé con amargura.

Pocas mesas más allá, una mujer más joven que yo cuidaba de un bebé de cinco meses que, atado a un asiento de coche y colocado sobre una silla, agitaba un sonajero. La mujer llevaba unos pantalones vaqueros muy ajustados y reía de manera irritante. Pronto se levantó para entrar en el bar. El bebé no pareció darse cuenta de que se había marchado.

Me enfrasqué en Le Monde. Me forzaba a leer completa la primera página antes de pasar al International Herald Tribune. Era como vadear entre el barro: no sólo por el idioma, también por los muchos nombres que no reconocía y por los problemas políticos que desconocía. Incluso cuando entendía un artículo, eso no significaba necesariamente que me interesase.

Progresaba a duras penas con la noticia sobre una inminente huelga de correos -un fenómeno al que no estaba acostumbrada en Estados Unidos- cuando oí un ruido extraño o, más bien, un silencio. Alcé la vista. El bebé ya no agitaba el sonajero: se le había caído sobre el regazo. Se le empezó a arrugar la cara como una servilleta que se estruja después de una comida. Claro, ahora vienen las lágrimas, pensé. Miré hacia el bar: la madre estaba inclinada sobre el mostrador, hablando por teléfono y jugando, distraída, con un posavasos.

El bebé no lloró: la cara se le puso cada vez más roja, corno si lo estuviera intentando pero sin conseguirlo. Luego pasó a morado y finalmente a azul en muy poco tiempo.

Me levanté de un salto, y la silla se cayó para atrás con estrépito.

– ¡Se está ahogando! -grité.

Sólo me encontraba a tres metros de distancia, pero cuando llegué ya se había formado a su alrededor un corro le parroquianos. Un señor, acuclillado delante del bebé, le daba golpecitos en las mejillas azules. Traté de atravesar el círculo, pero el dueño del bar, de espaldas a mí, se interpuso una y otra vez.

– ¡Esperen, se está ahogando! -grité. Me enfrentaba con una muralla de hombros. Corrí al otro lado del círculo-. ¡Déjenme ayudar!

La gente a la que intentaba apartar me miró, rostros severos y fríos.

– Tienen que golpearle en la espalda, le falta el aire.

Me callé de pronto. Había hablado en inglés.

La madre reapareció, filtrándose entre la barricada de gente, y empezó a golpear frenéticamente la espalda del bebé, con demasiada fuerza, me pareció. Todo el mundo se quedó contemplándola, en medio de un silencio irreal. Me estaba preguntando cómo decir «maniobra de Heimlich» en francés, cuando el bebé tosió de repente y le salió disparado de la boca un caramelo de color rojo. Enseguida respiró de manera entrecortada y se echó a llorar, la cara otra vez de color rojo brillante.

Se oyó un suspiro colectivo y el círculo se deshizo. Noté que el dueño me miraba con frialdad. Abrí la boca para decir algo, pero se dio la vuelta, recogió su bandeja y entró en el bar. Recuperé mis periódicos y me marché sin pagar.

A partir de entonces me sentí incómoda en el pueblo. Evité aquel bar y a la mujer con su bebé. Me costaba trabajo mirar a las personas a los ojos. Mi francés perdió seguridad y mi acento empeoró.

Madame Sentier lo advirtió al instante.

– Pero ¿qué le ha sucedido? -preguntó-. ¡Había hecho tantos progresos!

Me vino a la cabeza la imagen de un círculo de hombros. No dije nada.


Un día, mientras esperaba mi turno en la boulangerie, oí decir a la cliente anterior que iba camino de «la bibliothéque», al tiempo que hacía un gesto como si se hallara a la vuelta de la esquina. La panadera le entregó un libro con tapas de plástico; era una novela rosa. Apresuré la compra de baguettes y de quiches, y reduje al mínimo mi torpe conversación ritual con Madame. Me escabullí y seguí a la otra clienta mientras hacía sus compras diarias por los comercios de la plaza. Se detuvo para saludar a varias personas y discutió con todos los tenderos mientras, sentada en un banco, yo la seguía con la vista por encima de mi periódico. Hizo paradas en tres lados de la plaza antes de entrar bruscamente en el ayuntamiento, que estaba en el cuarto. Doblé el periódico y apreté el paso, pero luego descubrí que tenía que detenerme en el vestíbulo y examinar amonestaciones de bodas y notificaciones de permisos de obras mientras ella ascendía con mucha dificultad un larguísimo tramo de escaleras. Yo las subí a continuación de dos en dos y me deslicé tras ella por la misma puerta. Al cerrarla a mi espalda, me encontré con el primer sitio del pueblo que me resultó familiar.

La biblioteca tenía exactamente la mezcla de sordidez y cómoda tranquilidad que me hacía apreciar las bibliotecas públicas de mi país. Aunque era pequeña -sólo dos habitaciones-, los techos altos y varias ventanas sin postigos creaban un ambiente inusualmente amplio y luminoso tratándose de un edificio tan antiguo. Varias personas alzaron la vista para mirarme, pero su escrutinio fue piadosamente breve y una tras otra volvieron a leer o a hablar entre sí en voz baja.

Miré a mi alrededor y luego me acerqué al escritorio principal para solicitar el carné de lectora. Una señora muy amable de mediana edad, con un elegante traje de color aceituna, me dijo que necesitaba presentar algún papel con mi dirección francesa como prueba de residencia. Me indicó además, con mucho tacto, dónde se encontraba un diccionario francés-inglés en varios volúmenes y una reducida sección de libros en mi idioma.

La segunda vez que visité la biblioteca no estaba la señora de mediana edad; encontré en su lugar a un individuo que hablaba por teléfono, los penetrantes ojos castaños fijos en algún punto de la plaza y una sonrisa burlona en el rostro anguloso. Era más o menos de mi estatura, llevaba pantalones negros, camisa blanca sin corbata, abrochada hasta el cuello y mangas recogidas por encima del codo. Un lobo solitario. Sonreí para mis adentros: será mejor evitarlo.