Preguntas por nuestros orígenes franceses. Mi abuelo decía a veces que la familia procedía originariamente de las Cevenas. Ignoro dónde obtuvo esa información.
Me complace que te intereses por tus antepasados y espero que nos visites pronto con tu marido. Un nuevo miembro de la familia Tournier es siempre bienvenido en Moutier.
Tuyo, etcétera.
Jacob Tournier.
Levanté la vista.
– ¿Dónde está Cevenas? -pregunté.
Jean-Paul señaló por encima de mi hombro.
– Al noreste de aquí. Es una zona montañosa al norte de Montpellier y al oeste del Ródano. Alrededor del Tarn y hacia el sur.
Me agarré al único dato geográfico que me resultaba familiar.
– ¿Este Tarn? -señalé con la barbilla al río d e bajo de nosotros, con la esperanza de que no hubiera advertido mi confusión: pensar que Cevenas era una ciudad.
– Sí. Es muy distinto hacia el este, más cerca de su nacimiento. Mucho más estrecho y más rápido.
– ¿Y dónde está el Ródano?
Me miró un instante, luego se buscó una pluma en el bolsillo de la chaqueta y rápidamente esbozó el contorno de Francia en una servilleta de papel. La forma me recordó la cabeza de una vaca: los extremos este y oeste; las orejas; la parte superior, los mechones de pelos entre las orejas; y la frontera con España, el morro cuadrado. Jean-Paul señaló con puntos París, Toulouse, Lyon, Marsella, Montpellier, y trazó dos líneas serpenteantes, vertical y horizontal, para el Ródano y el Tarn. Después añadió otro punto cerca del Tarn, a la derecha de Toulouse, para señalar Lisle-sur-Tarn. Finalmente trazó un círculo que encerraba parte del carrillo izquierdo de la vaca por encima de la Riviera.
– Eso son las Cevenas.
– ¿Me está diciendo que los Tournier eran de una región cercana?
Jean-Paul resopló.
– De aquí a las Cevenas hay al menos doscientos kilómetros. ¿Eso le parece cerca?
– Lo es para un americano -repliqué, poniéndome a la defensiva, aunque me daba cuenta de que no hacía mucho había reñido a mi padre por llegar a la misma conclusión-. Algunos de mis compatriotas recorren más de ciento cincuenta kilómetros para ir a una fiesta. En cualquier caso, es una coincidencia asombrosa que, en este gran país de ustedes -hice un gesto para abarcar toda la cabeza de la vaca-, mis antepasados procedieran de un lugar muy próximo a donde vivo ahora.
– Una coincidencia asombrosa -repitió Jean-Paul de una manera que me hizo pensar que hubiera sido mejor prescindir de aquel adjetivo.
– Quizá no sea demasiado difícil conseguir información sobre ellos, dada la proximidad -me había acordado de madame Sentier y de su convencimiento de que saber más sobre mis antepasados haría que me sintiera mejor en Francia-. Podría ir allí y… -no supe cómo seguir. ¿A hacer qué, exactamente?
– Tan sólo sabe que, según su primo, y de acuerdo con la historia familiar, sus antepasados procedían de las Cevenas. No es una información segura, por tanto. Nada muy concreto -se recostó en la silla, sacudió la cajetilla para sacar un cigarrillo que cayó en la mesa y lo encendió con movimientos muy fluidos-. Posee, por otra parte, información sobre sus antepasados suizos, sabe que existe un árbol genealógico y que han conseguido remontarse hasta 1576. Más de lo que la mayoría de las personas sabe acerca de su familia. ¿No le parece bastante?
– Pero estaría bien escarbar un poco. Investigar. Podría examinar registros o algo parecido.
Le pareció divertido.
– ¿Qué clase de registros, Ella Tournier?
– Bueno, partidas de nacimiento. Certificados de defunción. Bodas. Ese tipo de cosas.
– ¿Y dónde va a encontrar esos registros?
Alcé las manos.
– No lo sé. Eso es asunto suyo. ¡El bibliotecario, es usted!
– De acuerdo -la mención de su trabajo profesional pareció afectarle e hizo que se enderezara en la silla-. Podría empezar por los archivos de Mende, que es la capital de Lozére, uno de los départements de las Cevenas. Pero creo que no entiende bien la palabra «investigación», que usa tan despreocupadamente. No hay mucho registros del siglo XVI. No se llevaban de la manera en que los gobiernos empezaron a hacerlo después de la Revolución. Es cierto que había registros eclesiásticos, pero se destruyeron muchos durante las guerras de religión Y en especial los de los hugonotes. De manera que es muy; poco probable que encuentre algo sobre los Tournier si va Mende.
– Espere un momento. ¿Cómo sabe que eran… hugonotes?
– La mayoría de los franceses que se marcharon a Suiza por entonces eran hugonotes que buscaban un sitio seguro, o que querían estar cerca de Calvino en Ginebra. Hubo dos oleadas principales de emigración, en 1572 y en 1685, la primera después de la Noche de San Bartolomé y la segunda al revocarse el edicto de Nantes. Puedo informarse sobre los hugonotes en la biblioteca. No querrá que le haga yo todo el trabajo -añadió, burlón.
Pasé por alto la pulla. Empezaba a gustarme la idea de explorar una parte de Francia donde era posible que tuviera antepasados.
– ¿Cree que puede merecerme la pena ir a los archivos de Mende? -le pregunté, ingenua, llena de optimismo.
Lanzó hacia lo alto el humo de su cigarrillo.
– No.
Mi decepción debió de ser muy visible, porque Jean-Paul, impaciente, golpeó la mesa con un dedo y dijo:
– No se desanime, Ella Tournier. No es tan fácil descubrir el pasado. Ustedes, los americanos que vienen aquí buscando sus raíces, creen que lo encontrarán todo en veinticuatro horas, ¿no es eso? Luego van al sitio, sacan una fotografía y se dan por satisfechos. Se sienten franceses por un día, ¿verdad? Y al siguiente se ponen a buscar antepasados en otros países. De esa manera se apropian del mundo entero.
Recogí el bolso y me puse en pie.
– Ya veo que todo esto le parece muy divertido -dije con tono cortante-. Gracias por el consejo. He aprendido mucho sobre el optimismo francés -con toda mención tiré sobre la mesa una moneda que rodó más allá del codo de Jean-Paul y cayó al suelo, donde rebotó varias veces sobre el cemento.
Me tocó el codo cuando empezaba a alejarme.
– Espere, Ella. No se vaya. No me daba cuenta de que la estaba ofendiendo. Sólo trataba de ser realista.
Me volví hacia él.
– ¿Por qué tendría que quedarme? Es usted arrogante y pesimista y se burla de todo lo que hago. Manifiesto un ligero interés por mis antepasados franceses y usted se comporta como si me estuviera tatuando la bandera francesa en el trasero. Ya me resulta bastante difícil vivir aquí sin necesidad de que venga usted a hacer que me sienta todavía más extranjera -intenté marcharme una vez más, pero para sorpresa mía descubrí que estaba temblando; me sentí tan mareada que tuve que agarrarme a la mesa.
Jean-Paul se levantó de un salto y me ofreció una silla. Mientras me dejaba caer llamó al camarero, dentro!el bar.
– Un verre d 'eau, Dominique, vite, s'il te plait.
El agua y respirar hondo varias veces me ayudó. Me abaniqué con las manos; tenía la cara roja y estaba sudando. Jean-Paul se sentó frente a mí y me examinó detenidamente.
– Quizá no esté de más que se quite la chaqueta -sugirió discretamente; por primera vez su voz era amable.
– Ten… -pero no era momento para timideces y estaba demasiado cansada para discutir; mi enfado se había evaporado al sentarme. Me quité la chaqueta de mala gana-. Padezco psoriasis -anuncié sin darle importancia, para no tener que avergonzarme por el aspecto de mis brazos-. El médico dice que se debe al estrés y a la falta de sueño.
Jean-Paul contempló las manchas de piel escamosa como si fueran una peculiar pintura moderna.
– ¿No duerme? -preguntó.
– Tengo pesadillas. Bueno, una pesadilla.
– ¿Y se lo ha contado a su marido? ¿A sus amigas?
– No se lo he contado a nadie.
– ¿Por qué no habla con su marido?
– No quiero que piense que soy desgraciada en Francia -no añadí que Rick podía sentirse inseguro por la relación del sueño con el acto sexual.
– ¿Es desgraciada?
– Sí -dije, mirándole a los ojos. Fue un descanso decirlo.
Asintió con un gesto de cabeza.
– ¿Y en qué consiste esa pesadilla? Descríbamela.
Miré hacia el río.
– Sólo recuerdo trozos. No es una historia completa. Hay una voz…, no, dos; una habla en francés, la otra llora, un llanto de verdad histérico. Todo ello en medio de la niebla, como si el aire fuese muy denso, como agua. Y al final el ruido sordo de un golpe, como una puerta que se cierra. Y sobre todo está el azul por todas partes. En todos los sitios. No sé qué es lo que me asusta tanto, pero cada vez que tengo ese sueño quiero volverme a Estados Unidos. Me asusta más el ambiente que lo que sucede. Y el hecho de que se repite, de que no me lo quito de encima, como si fuese a seguir conmigo toda la vida. Eso es lo peor de todo -guardé silencio. No me había dado cuenta de las ganas que tenía de contárselo a alguien.
– ¿Quiere volver a Estados Unidos?
– A veces. Luego me da mucha rabia que me asuste un sueño.
– ¿Qué aspecto tiene el azul? ¿Como ése? -señaló un cartel para anunciar unos helados que se vendían en el bar. Negué con la cabeza.
– No, demasiado brillante. Quiero decir que el azul del sueño es fuerte. Muy intenso. Pero es brillante y sin embargo también oscuro. No conozco los términos técnicos para describirlo. Refleja muchísimo la luz. Es muy hermoso pero en el sueño me entristece. También me llena de júbilo. Es como si tuviera dos facetas. Y resulta curioso que me acuerde del color. Siempre creí que soñaba en blanco y negro.
– ¿Y las voces? ¿Quiénes son?
– No lo sé. A veces es mi voz. A veces me despierto y era yo quien decía las palabras. Casi las oigo, como si acabaran de apagarse sus ecos en la habitación.
– ¿Qué palabras son ésas? ¿Qué es lo que dice?
Pensé unos momentos, luego negué con la cabeza.
– No lo recuerdo.
Me miró fijamente.
– Inténtelo. Cierre los ojos.
Hice lo que me decía y permanecí inmóvil todo el tiempo que pude, con Jean-Paul en silencio a mi lado. Precisamente cuando estaba a punto de renunciar, un fragmento se me pasó por la cabeza.
– Je suis un pot cassé -dije de repente.
Abrí los ojos.
– ¿«Soy una olla rota»? ¿De dónde ha salido eso?
Jean-Paul pareció sorprendido
– ¿No recuerda nada más?
Cerré los ojos otra vez.
– Tu es ma tour et forteresse -murmuré por fin.
Abrí los ojos. El rostro de Jean-Paul presentaba arrugas de concentración y parecía haberse ido muy lejos. Me di cuenta de que su cerebro trabajaba, de que recorría la vasta llanura de la memoria, de que escudriñaba y rechazaba, hasta que algo hizo clic y regresó a mi lado. Fijó la mirada en el anuncio de los helados y empezó a recitar:
Entre tous ceux-là qui me haient
Mes voisins j 'aperçois
Avoir honte de moi:
Il semble que mes amis aient
Horreur de ma rencontre,
Quand dehors je me montre.
Je suis hors de leur souvenance,
Ainsi qu un trespassé.
Je suis un pot casse [1]
Mientras Jean-Paul hablaba yo, sentía una opresión en la garganta y detrás de los ojos una pena muy honda. Me agarré con fuerza a los brazos del asiento, apretando mucho el cuerpo contra el respaldo como para apuntalarme. Cuando Jean-Paul terminó, tuve que tragar Para aligerarme 1a garganta.
– ¿Qué es? -pregunté en voz baja.
– El salmo treinta y uno.
Fruncí el ceño.
– ¿Un salmo? ¿De la Biblia?
– Sí.
– ¿Cómo es posible que lo conozca? ¡No se ningún salmo! No los sé en inglés y mucho menos en francés. Pero esas palabras me resultan muy familiares. Debo de haberlas oído en algún sitio. ¿Cómo es que usted las sabe?
– La Iglesia. Cuando era pequeño teníamos que aprendernos muchos salmos de memoria. Pero también tuve que estudiarlos en cierta época.
– ¿Estudió salmos para hacerse bibliotecario?
– No, no; antes de eso, cuando me dedicaba a la historia. La historia del Languedoc. Ésa es mi verdadera especialidad.
– ¿Qué es el Languedoc?
– Toda la zona en la que estamos. Desde Toulouse y los Pirineos hasta el Ródano -sobre el mapa de la servilleta dibujó otro círculo que abarcaba la región de las Cevenas y buena parte del cuello y el morro de la vaca-. Se le puso ese nombre por la lengua que se hablaba aquí en otro tiempo. Oc era su palabra para decir oui. Langue d'Oc.
– ¿Qué tiene que ver el salmo con el Languedoc? Vaciló un instante.
– Sí, no deja de ser curioso. Es un salmo que recitaban los hugonotes cuando les iban mal las cosas.
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