Aquella noche, después de cenar, le conté por fin el sueño a Rick, y le describí, con la mayor exactitud que pude, el azul, las voces, el ambiente. También me callé algunas cosas. No le dije que había hablado de todo ello con Jean-Paul, que las palabras pertenecían a un salmo, y que sólo soñaba con el azul después de hacer el amor. Como tuve que revisar y escoger lo que le decía, el proceso fue menos espontáneo y mucho menos terapéutico que en el caso de Jean-Paul, cuando todo había brotado de manera involuntaria y con la mayor naturalidad. Ahora que lo contaba más para beneficio de Rick que para el mío propio, descubrí que tenía que darle más forma de relato, por lo que empezó a distanciarse de mí y a adquirir su propia vida imaginaria.

Rick también se lo tomó así. Quizá fuera la forma en que yo lo contaba, pero lo escuchó como si al mismo tiempo estuviera prestando atención a otra cosa, una radio de fondo o una conversación en la calle. No me hizo ninguna pregunta al estilo de las de Jean-Paul.

– Rick, ¿me estás escuchando? -acabé por preguntarle, tirándole de la coleta.

– Claro que sí. Has tenido pesadillas. Acerca del color azul.

– Sólo quería que lo supieras. Es el motivo de que haya estado tan cansada últimamente.

– Deberías despertarme cuando las tengas.

– Es verdad -pero me daba cuenta de que no lo haría. En California lo habría despertado la primera vez sin esperar a más. Algo había cambiado; dado que Rick parecía el mismo de siempre, tenía que ser yo.

– ¿Qué tal van tus estudios?

Me encogí de hombros, irritada al ver que cambiaba de tema.

– Bien. No. Terrible. No. A veces me pregunto cómo va a ser posible que atienda partos en francés. No pude decir la palabra justa cuando el bebé se estaba ahogando. Si ni siquiera soy capaz de hacer eso, ¿cómo voy a asistir a una mujer durante el parto?

– Pero en Estados Unidos atendías a las hispanas sin problemas.

Aquello era diferente. Quizá no supieran inglés, pero tampoco esperaban que yo hablase español. Y aquí todo el equipo hospitalario, todos los medicamentos y las dosificaciones, todo está en francés.

Rick se inclinó hacia adelante, los codos bien anclados en la mesa, el plato a un lado.

– Oye, Ella, ¿qué ha sido de tu optimismo? ¿No irás a comportarte como si fueras francesa, verdad? Ya tengo bastante de eso en el trabajo.

Aunque sabía que acababa de mostrarme crítica con el pesimismo de Jean-Paul, procedí a repetir sus palabras.

– Sólo trato de ser realista.

– Sí, claro. Eso también lo he oído en el trabajo.

Abrí la boca para darle una réplica cortante, pero no lo hice. Era cierto que me sentía menos optimista; quizá estaba asimilando la actitud cínica de los franceses que me rodeaban. Rick daba un giro positivo a todo; era su actitud positiva lo que le había llevado al éxito. El porqué de que la empresa francesa lo hubiera llamado; la razón de que estuviéramos allí. Cerré la boca, tragándome el pesimismo.

Aquella noche hicimos el amor, y Rick evitó cuidadosamente mi psoriasis. Después esperé pacientemente a dormirme y a tener la pesadilla. Cuando llegó fue menos impresionista, más tangible que nunca. El azul colgaba sobre mí como una lámina brillante, balanceándose hacia adentro y hacia fuera, adquiriendo textura y forma. Al despertarme, las lágrimas me corrían por las mejillas y era mi voz lo que resonaba en mis oídos. No me moví.

– Un vestido -susurré-. Era un vestido.

Por la mañana fui corriendo a la biblioteca, pero sólo encontré a la colega de Jean-Paul, y tuve que volverme de espaldas para ocultar mi decepción e irritación por aquella ausencia inesperada. Deambulé, perdida, por las dos habitaciones, seguida por la mirada de la bibliotecaria. Finalmente le pregunté si Jean-Paul aparecería por allí en algún momento del día.

– No, no -respondió, frunciendo un poco el ceño-. Faltará unos cuantos días. Se ha marchado a París.

– ¿París? ¿Por qué?

Me miró, sorprendida ante mi pregunta.

– Se casa su hermana. Regresará después del fin de semana.

– Oh. Merci -dije antes de marcharme. Era extraño pensar en Jean-Paul con una hermana, una familia. Maldita sea, pensé, descendiendo pesadamente las escaleras hasta salir a la plaza. Madame, la de la boulangerie, se hallaba junto a la fuente, conversando con la mujer que me había permitido descubrir la biblioteca. Las dos dejaron de hablar y me miraron un buen rato antes de reanudar su charla. Váyanse al diablo, pensé. Nunca me había sentido ni tan aislada ni tan llamativa.

Aquel domingo nos invitaron a comer en casa de uno de los colegas de Rick, nuestra primera actividad verdaderamente social desde el traslado a Francia, descontando las ocasiones improvisadas y rápidas en las que habíamos tomado una copa con conocidos de Rick del trabajo. Estaba nerviosa y mi preocupación se centró en la ropa. No tenía ni idea de lo que significaba un almuerzo dominical desde el punto de vista francés, ignoraba si había que ponerse de tiros largos o no.

– ¿Tengo que ir bien vestida? -importuné a Rick una y otra vez.

– Lleva lo que quieras -replicaba sin ayudarme en lo más mínimo-. Les dará lo mismo.

Pero no a mí, pensé, si llevo lo que no debo.

Estaba el problema añadido de mis brazos: era un día caluroso, pero no soportaría las miradas furtivas a mi piel deteriorada. Finalmente elegí un vestido sin mangas, de color hueso, que me llegaba hasta media pantorrilla y una chaqueta blanca de lino. Me pareció que con aquel conjunto encajaría más o menos en cualquier ambiente, pero cuando nuestros anfitriones abrieron la puerta de su gran casa en las afueras y vi los vaqueros y la camiseta blanca de Chantal y los pantalones cortos de color caqui de Olivier, me sentí, al mismo tiempo, demasiado arreglada y pasada de moda. Me sonrieron cortésmente y sonrieron de nuevo al aceptar las flores y el vino que les llevábamos, pero me fijé en que Chantal abandonó las flores, todavía envueltas, en un aparador del comedor, y que nuestra botella, cuidadosamente elegida, no apareció en la mesa durante el almuerzo.

Tenían dos hijos, chica y chico, tan corteses y tranquilos que ni siquiera me enteré de cómo se llamaban. Al final de la comida se levantaron y desaparecieron en el interior de la casa como llamados por una campana que sólo los niños pudieran oír. Probablemente se fueron a ver la televisión y, a decir verdad, hubiera preferido acompañarlos: la conversación entre nosotros, los adultos, me pareció aburrida y en ocasiones desmoralizadora. Rick y Olivier pasaron casi todo el tiempo analizando, en inglés, los negocios de su empresa. Chantal y yo charlamos incómodamente en una mezcla de francés e inglés. Yo trataba de hablar sólo en francés, pero ella se pasaba una y otra vez al inglés cuando tenía la impresión de que me perdía. Hubiera sido descortés por mi parte seguir hablando en francés, de manera que me pasaba al inglés hasta que hacíamos una pausa; entonces iniciaba otro tema en francés. El diálogo se convirtió en un cortés forcejeo entre las dos, creo que Chantal disfrutaba un tanto demostrando que su inglés era mucho mejor que mi francés. Y no le interesaban las trivialidades; en el espacio de diez minutos había repasado todos los grandes problemas del mundo y me miraba desdeñosa cuando yo no tenía una respuesta contundente para cada uno de ellos.

Tanto Olivier como Chantal estaban pendientes de las palabras de Rick, aunque yo me esforzaba mucho más por hablar con los dos en su idioma. Pese a todo mi empeño por comunicar, apenas me escuchaban. Pero me molestaba tener que comparar mi actuación con la de Rick: era algo que no había hecho nunca en los Estados Unidos.

Nos marchamos a última hora de la tarde, con besos corteses y promesas de invitarlos a Lisle. Qué divertido sería, pensaba yo mientras nos alejábamos. Cuando los perdimos de vista me quité la chaqueta, empapada en sudor. Si hubiéramos estado en California con nuestros amigos, no habría importado el aspecto de mis brazos. Por otra parte, si estuviésemos aún en los Estados Unidos, tampoco habría tenido psoriasis.

– Vaya, qué gente tan agradable, ¿no es cierto? -Rick inició nuestro cambio ritual de impresiones.

– No han tocado ni el vino ni las flores.

– Sí, pero con una bodega como la suya, no me sorprende mucho. ¡Vaya sitio!

– No estaba pensando en sus posesiones materiales.

Rick me miró de reojo.

– No parecías encontrarte muy a gusto. ¿Qué es lo que no ha funcionado?

– No lo sé. Sólo siento…, sólo siento que no encajo, eso es todo. No parece que sea capaz de hablar con la gente como en Estados Unidos. Hasta ahora, la única persona con quien he mantenido conversaciones normales, además de madame Sentier, ha sido Jean-Paul, y tampoco se trata de verdaderas conversaciones. Parecen más bien batallas, más bien…

– ¿Quién es Jean-Paul?

Traté de quitarle importancia.

– Un bibliotecario de Lisle. Me está ayudando a informarme sobre la historia de mi familia. Ahora mismo está fuera -añadí sin venir a cuento.

– ¿Y qué es lo que habéis descubierto entre los dos?

– No demasiado. Un poco gracias a mi primo suizo. ¿Sabes? Había empezado a creer que tener más información sobre mis antepasados franceses haría que me sintiera mejor, pero ahora pienso que no es verdad. La gente sigue viéndome como americana.

– Eres americana, Ella.

– Sí, ya lo sé. Pero tengo que cambiar un poco mientras estoy aquí.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué? Porque de lo contrario destaco demasiado. La gente quiere que sea lo que ellos esperan; quieren que sea como ellos. Y de todos modos no puedo evitar que me afecte el paisaje, las personas y su manera de pensar, al igual que el idioma. Todo eso me va a hacer diferente, un poco distinta al menos.

Rick pareció desconcertado.

– Pero tú eres tú -dijo, cambiando de carril tan bruscamente que los coches de detrás tocaron el claxon, indignados-. No necesitas cambiar.

– No se trata de eso. Más bien es cuestión de adaptarse. Es como… Aquí los bares no sirven café descafeinado, de manera que me estoy acostumbrando a tomar menos café de verdad o a prescindir por completo del café.

– Mi secretaria me prepara descafeinado en la oficina.

– Rick… -me callé y conté hasta diez. Parecía tergiversar aposta mis metáforas, empeñarse en ver el lado positivo de las cosas.

– Creo que serías mucho más feliz si no te preocuparas tanto por encajar. A la gente le parecerás bien tal como eres.

– Quizá -miré por la ventanilla. Rick poseía el don de que lo aceptaran sin tener que molestarse en encajar. Era como su coleta: la llevaba con tanta naturalidad que nadie se le quedaba mirando ni pensaba que fuese raro. Yo, por otra parte, pese a mis esfuerzos por encajar, destacaba como un rascacielos.

Rick necesitaba pasar una hora en su despacho; yo había pensado sentarme a leer o entretenerme con uno de los ordenadores, pero estaba de tan mal humor que salí a dar un paseo. La empresa de Rick se hallaba exactamente en el centro de Toulouse, en una zona de calles estrechas y tiendas, llena de domingueros que miraban escaparates. Empecé a callejear, a mirar ropa elegante, joyas de oro, lencería imaginativa. El culto de los franceses por la lencería siempre me había sorprendido; incluso pueblos como Lisle-sur-Tarn tenían una tienda especializada. Era difícil imaginarme llevando las prendas exhibidas, con sus complicados tirantes y encajes y dibujos que destacaban las zonas erógenas del cuerpo. Había algo muy poco americano en todo en toda aquella ritualización del atractivo sexual.

De hecho las francesas de las ciudades eran tan distintas de mí que con frecuencia me sentía invisible entre ellas, fantasma desmelenado que se apartaba para dejarlas pasar. Las mujeres que paseaban por Toulouse llevaban blazers entallados, vaqueros y discretas pero macizas joyas de oro en orejas y cuello. Siempre calzaban zapatos de tacón. El corte de pelo muy cuidado, caro, las cejas bien delineadas, la piel sin defectos. No costaba trabajo imaginárselas con complicados sujetadores o combinaciones, braguitas de seda que dejaban las caderas al descubierto, medias, ligueros. Se tomaban muy en serio su imagen. Al pasar entre ellas sentía que me miraban disimuladamente, que me juzgaban por el pelo hasta los hombros, que estaba tardando un poco más de la cuenta en cortarme, por la ausencia de maquillaje, por las blusas siempre arrugadas, por las ruidosas sandalias sin tacón que me habían parecido tan a la moda en San Francisco. Estaba segura de advertir en sus rostros fogonazos de compasión.

¿Saben que soy americana?, me pregunté. ¿Es tan evidente?

Lo era; yo misma reconocí a la pareja de compatriotas de mediana edad que me precedía a un kilómetro de distancia, sin otra referencia que la ropa que llevaban y su forma de andar. Contemplaban el escaparate de una bombonería y al pasar junto a ellos les oí debatir la conveniencia de volver al día siguiente y comprar algo para llevar a Estados Unidos.