Hanna los esperaba ante la puerta del restaurante y les dio la bienvenida. Al inclinarse para besar la mano de Tara, ésta advirtió inmediatamente la expresión cínica de Adam, quien los observaba, y cuando el árabe se enderezó, ella le brindó una sonrisa radiante, permitiéndole que la tomara del brazo para escoltarla y presentarla con sus otros invitados.

De alguna manera poco después se encontró sentada a la cabeza de la larga mesa, Adam estaba en el otro extremo. Pero Hanna la mantuvo entretenida, preguntándole acerca de su vida personal, y en el breve lapso de unas horas ella reveló más de su existencia de lo que en realidad quería. Mas cuando el espectáculo terminó y se abrió la pista para que la concurrencia bailara, fue Adam el que apareció de inmediato a su lado antes que Hanna pudiera reaccionar.

– ¿Tara?

Ella estuvo a punto de negarse, pero una mirada al rostro de él bastó para hacerla cambiar de opinión.

– Gracias, Adam.

– ¿De qué tanto hablaban tú y Hanna? -murmuró él entre dientes al tomarla entre sus brazos y empezar a bailar.

– De nada en especial. Es un hombre muy agradable.

– También muy astuto. Espero que no hayan estado hablando de negocios.

– No soy tan tonta. Sé reconocer cuando alguien trata de sacarme información confidencial -le aseguró ella, apartándose un poco.

– Eso esperó -Adam volvió a acercarla-. ¿De qué hablaban?

– De la vida, del amor, de la poesía -bromeó ella.

– Una hogaza de pan… una botella de vino… y…

– Algo así -aceptó ella, despreocupada.

– Pues no te quejes de que no te lo advertí -la música terminó y Adam la regresó al lado de Hanna, quien de inmediato reclamó la pieza siguiente. Pero no fue igual. El árabe era un bailarín excelente, era agradable y divertido, pero no era Adam. Este bailaba con la mujer norteamericana, haciéndola reír y charlando con ella. Tara dejó escapar un suspiro y al instante Hanna se mostró preocupado.

– ¿Estás cansada, cherie? Ha sido un largo día para ti. Permíteme llevarte a casa.

– No, gracias -respondió ella al percibir una campanada de alarma-. Será mejor que espere a Adam.

– Con seguridad estas ya no son horas de trabajo. Y Adam parece querer estar aquí un rato más -comentó Hanna un tanto molesto. Al mirar a su alrededor, Tara se percató de que Adam y la norteamericana habían desaparecido y un escalofrío la recorrió.

– En realidad estoy muy cansada. Te agradezco mucho tu ofrecimiento -se despidió del resto del grupo y permitió que el árabe la llevara al ascensor. Se tensó cuando el la tomó de la mano, pero no intentó más y poco a poco ella se relajó.

El la acomodó en el asiento delantero de su lujoso Mercedes y condujo despacio a través de la noche del desierto, señalándole las constelaciones que allí parecían más cercanas que en Inglaterra.

– Mañana por la tarde te llevaré al desierto para que sepas cómo es en realidad, hermosa Tara. Pero esta noche necesitas descansar -habían llegado a la villa y la ayudó a bajar como sí fuera una delicada pieza de porcelana. Luego le dio un beso gentil en la mano y se marchó.

Tara se quitó los broches y se soltó el cabello. La advertencia de Adam había sido inútil. Sonrió al bajarse la cremallera del vestido, el cual se quitó despacio. Lo puso en un gancho y estaba por guardarlo cuando escuchó un fuerte llamado a la puerta y la voz de Adam:

– ¡Tara! ¡Tara! ¿Estás allí?

La joven se cubrió con la bata y fue a abrir.

– ¿Sí? ¿Qué pasa?

– Veo que ya estás aquí -la cara de Adam era una máscara de ira-. ¿Estás sola?

– ¡Por supuesto! -pero eso no convenció a Adam, quien abrió la puerta por completo.

– ¿Qué diablos te hizo partir…? -las palabras de él se perdieron ante la visión que tenía enfrente. La pieza de satén y encaje y el cabello que le enmarcaba el pálido rostro revelaban más que lo que ocultaban de los senos y cadera plena, Tara dio un paso atrás, sólo para mostrar las largas piernas enfundadas en seda negra.

– ¡Fuera de aquí! -exclamó, tratando de cubrirse con la bata.

Adam no hizo movimiento alguno para salir; por el contrario, le quitó la bata de los dedos temblorosos y la estudió a placer hasta que al fin volvió a fijarse en el rostro ruborizado.

– Hace bien en cubrirse detrás de su armadura, señora Lambert. El señor Lambert es un hombre afortunado. Déle mi mensaje, por favor.

Dicho esto, se dio media vuelta y salió de la habitación. Tara fue a cerrar la puerta y se apoyó en ella como si así pudiera mantenerlo fuera si intentaba entrar por la fuerza.

– ¡Tonta! -se dijo muy quedo. Si hubiera extendido la mano, ahora lo tendría a sus pies. Pero no tenía experiencia en el arte de la seducción, a pesar de lo que él pensaba de ella. Y tal vez así era mejor. Había que pensar en Jane y su bebé.

A la mañana siguiente se vistió de manera que apagara cualquier sentimiento lujurioso. Se recogió el cabello en un moño más apretado que nunca y se puso un austero vestido azul marino. Adam llegó detrás de ella al comedor y fue a servirse un café.

– Este es un desayuno árabe. Si quieres huevos, tendrás que pedírselos a la cocinera.

– Esto está bien, gracias -Tara se sirvió yogurt, pan de centeno y café, sin animarse a probar los tomates con queso de cabra.

– ¿Dormiste bien? -le preguntó Adam con helada cortesía.

– Sí -mintió ella-. ¿Y tú?

El levantó la vista. La joven supo que no observaba el vestido, sino lo que sabía que había debajo.

– ¿Tú qué crees? -aparentemente no esperaba respuesta, ya que de inmediato se lanzó a analizar el programa de actividades del día-. Tenemos una reunión en el banco. Terminará alrededor de las doce e iremos a almorzar; después trabajaremos aquí por la tarde. Esta noche hay un cocktail en la embajada británica y luego un cambio de planes. Hemos sido invitados a cenar con el secretario de comercio y su esposa.

– ¿Cuando acordaste eso? -le preguntó Tara al anotarlo en su agenda.

– Vi a Mark en el restaurante anoche cuando se marchaba y lo acompañó hasta su auto. Estuve ausente cinco minutos, tiempo suficiente para que tú te dejaras convencer por Hanna de que te mostrara el desierto de noche. Pero hasta un ciego puede ver que no necesitas mucho convencimiento.

– Pero él dijo… -Tara se interrumpió para no traicionarse. Si admitía que partió porque Hanna le dijo que él estaba ocupado en otros menesteres, Adam sabría lo vulnerable que era.

– ¿Decías? -insistió Adam.

– Fue todo un caballero.

– Una gran decepción para ti. Pero él no te ha visto en ropa interior. Todavía. Te garantizo que no tiene el mismo control que yo.

– Si Hanna Rashid me ve en ropa interior, Adam, será a invitación mía.

– Estás jugando con fuego, Tara -él se levantó sin terminar su desayuno-. Pero eres una mujer adulta y no mi responsabilidad.

– Y me necesitas demasiado para despacharme, por mucho que quisieras hacerlo.

La mirada de Adam era una advertencia de que estaba al borde de la insolencia, pero Tara sabía que hacia mucho que habían cruzado el límite que debía regir una relación profesional. Y no dudaba que de no ser por Jane, ella misma habría seguido la recomendación de Beth de que se divirtiera. Adam Blackmore estaba a punto de romperle el corazón y el dolor sin placer resultaba injusto.

El día resultó como estaba planeado. Hanna Rashid estuvo presente, pero manteniéndose a la expectativa, y Adam se sentó al lado de Tara, ignorando al otro hombre durante el almuerzo.

La villa contaba con una oficina bien acondicionada y Tara pasó la tarde mecanografiando sus notas y haciéndose cargo de la correspondencia, mientras Adam hablaba por teléfono. Hanna Rashid llegó a las cuatro, para la evidente molestia de Adam.

– Le prometí a la hermosa madame Lambert que le mostraría el desierto al atardecer.

– Tendrá que ser en otra ocasión Hanna. Vino aquí a trabajar y no tiene tiempo para paseos en el desierto, o cualquier otra cosa interesante que quieras mostrarle.

– Será en otra ocasión -acordó el árabe, mirando a Tara. Con los ojos le decía que sería pronto. Tara sonrió sólo por molestar a Adam.

Lo cual le costó que le dieran una carga de trabajo tal que se sentía agotada al bañarse antes de salir a la larga velada que los esperaba.

Se puso un traje rojo oscuro de falda un poco más corta que las que acostumbraba, el cual no era parte de su atuendo para el trabajo, y fue premiada con una sonrisa de parte de Adam al recibirla al pie de la escalera que daba a la sala.

– Hanna no estará allí esta noche, Tara -le recordó-. ¿No te parece un desperdicio?

– Si se supone que es un cumplido de tu parte, muchas gracias.

– De nada. ¿Quieres un trago?

– Ginebra con agua quinada, por favor. ¿Alguna instrucción especial de tu parte para esta noche? -agregó al recibir la bebida.

– Sólo que te diviertas.

– ¿Esos son tus planes también?

Adam brindó con una sonrisa, haciéndola ruborizarse, y luego le quitó con delicadeza la bebida de la mano.

– No deberían permitirte salir, mi hermosa Tara. Vamonos.

El cóctel resultó como docenas a las que Tara había asistido. Ni mejor, ni peor. Pero Mark Stringer, el secretario de comercio y su esposa Angela resultaron anfitriones agradables.

– ¿Qué planes tienen para el viernes? -preguntó Angela.

– Ninguno hasta ahora -expresó Adam-. Para ser sincero, esperaba poder salir de aquí antes del viernes, pero Hanna lleva las cosas con una lentitud pasmosa. Le gusta el estira y afloja y no quiere apresurarse -entonces miró a Tara y agregó-: Al menos espero que ese sea el motivo del retraso.

– Nosotros iremos a las carreras a Awali -le comentó Angela a Tara-. Distan mucho de ser como en Ascot, pero son divertidas. Caballos y camellos. ¿Por qué no van con nosotros?

Tara no contestó, no le correspondía aceptar invitaciones como esa.

– ¿Por qué no?-comentó Adam, alzando los hombros.

Concretaron la cita y Adam regresó con Tara a la villa. Cuando llegaron, un mensaje los esperaba.

– ¡ Maldición!

– ¿Qué sucede?

– El gobernante celebrará un majlis mañana por la mañana y me ha convocado.

– ¿Un majlis? -repitió Tara-. ¿Qué es eso?

– Es una especie de "casa abierta". Cualquiera puede asistir a un majlis del gobernante… su corte, supongo… y pedir sus favores, ayuda, o simplemente para presentarle sus respetos. En ocasiones celebra reuniones en las que se limita a saludar de mano a los presentes. Es una especie de fiesta en los jardines del palacio, con la salvedad de que no se permite la presencia de las mujeres. Yo tendré que ir a estrechar su mano.

– ¡Cielos, estoy impresionada!

– Me tomará toda la mañana -Adam hizo una mueca-. Te aburrirás a muerte aquí sola. Llamaré a Angela para que te lleve al souk de compras, si quieres. Las orfebrerías son dignas de visitar.

– No es necesario.

– No es problema -Adam entrecerró los ojos-. Angela lo disfrutará.


Pero media hora antes que Angela pasara por ella, le llamó por teléfono.

– ¿Tara? Tengo un problema. Mi hijo menor tiene una erupción y tengo que llevarlo al doctor. Lo siento muchísimo.

– No te preocupes, Angela. Aquí estoy bien. Espero que lo de tu hijo no sea nada grave.

– Me temo que puede ser sarampión. De ser así, tendré que entrar en cuarentena durante una o dos semanas. Aunque quizá resulte una bendición. Al menos no tendré que recibir al club de bridge esta semana. No obstante, lamentaré no poder verte de nuevo.

Tara deambuló por la casa durante un rato. Arregló la oficina, hojeó una revista y se preguntaba si haría el calor suficiente para ponerse el traje de baño y salir a tomar un baño de sol en el jardín, cuando oyó que un auto llegaba y el sirviente anunció a Hanna Rashid.

– Tara, querida -manifestó él al acercarse con las manos extendidas para tomar la suya-. ¿Adam te dejó aquí sola?

– Tuvo que asistir al majlis del gobernante.

– Claro. Lo oí mencionarlo cuando nos reunimos ayer -todavía le sujetaba la mano y Tara tuvo que retirarla con cierta fuerza-. Tengo que atender algunos asuntos con mi personal, pero después tendré el inmenso placer de enseñarte algo de la isla.

– No creo…

– ¿Sabías que Bahrein es conocido como el sitio del legendario Dilmun, el perdido Jardín del Edén?

Sorprendida y sin poder relacionar lo que había visto del lugar con el Edén, Tara cuestionó su declaración.

– Ciertamente -afirmó él-. Hay lugares antiguos. Los visitaremos, pero para hacerlo, deberás ponerte algo más cómodo -la rodeaba con el brazo por los hombros y la guiaba hacia la escalera.