– ¡Eres invaluable! -Jane se rió feliz-. Creo que al fin encontró la horma de su zapato. Estoy ansiosa por conocerte.
Tara colgó el auricular después de despedirse y al volverse descubrió a Adam en el marco de la puerta vestido con una bata de baño. Tenía un aspecto terrible, sin afeitar y definitivamente sufriendo una gran resaca. Eso debería hacerla feliz. Al menos se sentía peor que ella en el plano físico.
– ¿Quién llamó?
– Era Jane -Tara le dio el mensaje y Adam maldijo entre dientes.
– El ser oportuna nunca fue su punto fuerte. Será mejor que abordemos el primer avión que salga de aquí.
Tara se apartó. ¿Cómo era él capaz de ser tan insensible?
– ¿Y qué hay de las citas para mañana? ¿Las cancelo?
– No. Deja eso en mis manos. Comunícame con Rashid por teléfono. Y no aceptaré un no por respuesta -Adam apretó la boca-. Una ventaja del pequeño fiasco de anoche, es que ahora aceptará casi cualquier cosa. Lo único que debo hacer es mencionar el nombre de su esposa.
– No te atreverás… -Tara abrió los ojos, horrorizada.
– Ponme a prueba -él frunció el entrecejo al ver su desconcierto-. No le debes ningún favor, Tara.
– Soy… -ella se miró las manos, nerviosa-, soy culpable en parte, Adam. Me lo advertiste.
– En efecto. Pero te negaste. Eso no le agradó; sin embargo, considerando la forma en que lo alentaste toda la noche, no dejo de tener cierta lástima por él.
– Pero, chantajearlo…
Adam hizo el intento de acercarse a ella, al ver su gesto de alarma, se detuvo.
– No te preocupes, Tara. Lo único que quiero hacer es acelerar las cosas. No seré descortés con él, sólo le robaré el placer de regatear hasta el último centavo -esbozó una sonrisa burlona-. Será más doloroso para él que ser arrojado en una fuente y no le costará nada -se frotó la frente con los dedos-. Bueno, no mucho. Llama a Rashid, haz los arreglos del viaje y sube con tu libreta. Quiero tener el acuerdo en mis manos listo para ser firmado en el momento en que llegue -y, desde la puerta, agregó con tono cáustico-: Y me gustaría un poco de café si no es mucha molestia.
– ¿No quieres algo para el dolor de cabeza? -le espetó Tara.
– Muchas gracias, mi lady-él inclinó la cabeza en reconocimiento de que el último comentario había dado en el blanco-. Te lo agradecería mucho.
Tara localizó a Rashid y pasó la llamada a la habitación de Adam. Estaba nerviosa por tener que hablar con el árabe, pero lo ocurrido la noche anterior podría no haber pasado. La llamada fue breve y ella pudo encargarse de los arreglos de viaje cuando terminaron. Luego agregó su libreta y lápices a la bandeja con el servicio de café y subió.
La puerta estaba entreabierta, de todas maneras llamó.
– Pasa, Tara -le indicó él y ella lo hizo, encontrando la habitación vacía-. Estoy en el baño -dijo él.
– ¡Oh!
– No seas tan puritana, niña. Ven acá.
Lo encontró hundido en la tina con él agua hasta el cuello, rodeado de espuma y con los ojos cerrados.
– No te demores. Dame las aspirinas.
Tara le entregó las pastillas y un vaso con agua y él se las tomó de inmediato.
Si el baño de la habitación de ella era hermoso, ese era digno de un palacio. La tina tenía espacio suficiente para dos personas. Tal vez la había compartido con Jane en su último viaje allí.
– ¿Por qué estás ruborizada, Tara?
– Lo lamento, nunca he tomado dictado de un hombre mientras él se baña.
– ¿Prefieres que salga de la tina? -preguntó él, levantándose un poco.
– ¡No! -con rapidez, ella fue a sentarse en una silla de mimbre y fijó la vista en su libreta.
Adam le dictó un poco más despacio que de costumbre, le pidió que repitiera lo que había dicho en más de una ocasión, hizo varios cambios y al fin quedó satisfecho.
– Creo que es suficiente. Transcríbelo tan rápido como puedas, Tara. Y pásame esa toalla, ¿quieres? -se levantó y Tara le arrojó la toalla y huyó, seguida de la risa de Adam. Realmente se había recuperado muy pronto.
La joven mecanografió el documento tan rápido como pudo, pero cometió errores nada característicos en ella pues seguía viendo la imagen del torso desnudo de Adam al salir de la bañera en la pantalla de la computadora. Tuvo que imprimirlo tres veces antes de quedar satisfecha. Poco después, Adam apareció en la oficina, vestido con ropa informal apropiada para el viaje, y lo revisó.
– Me parece bien -comentó y vio la hora-. Yo imprimiré las copias adicionales. Será mejor que vayas a guardar tus cosas.
– ¿Quieres que prepare tu maleta?
– Sí, por favor -asintió él después de estudiarla un momento.
Tara subía por la escalera cuando oyó que Hanna llegaba y saludaba a Adam con tono alegre. Al instante ella comprendió todo. Adam había adivinado cuánto aborrecería ella ver a Hanna en persona y la quitó de en medio. Era más de lo que ella merecía. Se le formó un nudo en la garganta y advirtió que estaba al borde de las lágrimas.
– ¡Tonta! -se reprochó en voz alta. Parpadeó con fuerza, pero era demasiado tarde y al doblar su ropa para guardarla en la maleta, gruesas gotas cayeron sobre las prendas con dolorosa frecuencia. Al fin todo estuvo en la maleta, salvo el vestido escarlata. Ella lo sacudió. Le parecía inútil guardarlo. Jamás volvería a ponérselo, pero no sabía qué hacer con él y no debía dejarlo en el guardarropa. Al fin, con un suspiro, lo dobló y lo metió en la maleta antes de cerrarla.
Adam ya había empezado a guardar sus cosas. Tara terminó de vaciar cajones, tratando de no dejar que sus dedos permanecieran demasiado tiempo sobre tas prendas. Sólo la chaqueta que él usó la noche anterior presentó problemas. Al levantarla, su aroma le llegó con toda su fuerza, tan evocativo, tan doloroso que casi la deja caer.
Enamorarse dolía, le había dicho Beth. Le gustaría que se detuviera, pero eso no ocurría. Ella creía haber amado a Nigel. Pero, ¿qué sabía entonces del amor? Nunca sintió ese dolor interno, el anheló de tocarlo, de acariciarlo, el dolor de saber que nunca debería hacerlo.
Ella y Nigel eran unos niños. Besarse, tomarse de las manos, ni siquiera… Y luego fue demasiado tarde. Con desesperación, trató de conjurar su imagen. Tocó el pequeño broche que él elaboró para ella y que siempre usaba para honrar su memoria, como si así pudiera revivir el frágil pasado. Pero el único rostro que apareció para atormentarla fue el de Adam Blackmore. Y Beth tenía razón. Dolía.
Capítulo 6
DESCENDIERON al aeropuerto de Heathrow entre un banco de nubes, tan grises como el humor de Tara. Al menos no permanecieron en hosco silencio durante el vuelo. Adam trabajó como desesperado en el nuevo proyecto, desdeñando los alimentos que les ofrecieron sin siquiera preguntar si ella tenía apetito. En realidad no importó. Cualquier bocado habría sido insípido.
El le dictó tanto que ella se mantendría ocupada el día entero el lunes mientras él estaba en la clínica. Le serviría.
El sueño se encargó de ella la mayor parte del sábado. Despertó por la tarde, preguntándose si tendría algo que comer en el congelador. Más no encontró ni leche ni pan. Dado que originalmente esperaba estar fuera todo el fin de semana, no le encargó a su vecina que recibiera leche para ella. Tuvo que correr bajo la lluvia hasta una tienda cercana.
Cargada con leche, pan y huevos regresó a su apartamento y, haciendo malabarismos con las compras, logró abrir la puerta sin dejar caer nada. Apenas dejaba las bolsas sobre la mesa en la cocina cuando llamaron a su puerta. Frunció el entrecejo. Nadie sabía que estaba de regreso, así que no podía ser Beth. Además, su socia no haría tanto escándalo.
Temerosa, puso la cadena de seguridad antes de abrir y dejó escapar un grito de sorpresa al ver por la rendija una figura imponente con casco y macana dispuesta a atacar.
– Salga, señorita. Es inútil que trate de escapar -la feroz criatura tenía una voz tan amenazadora como su apariencia, pero su expresión era velada por la visera del casco. Tara abrió la boca, mas no pudo emitir sonido. El tipo se acercó más a la puerta.
– ¿Quién es usted? -preguntó ella, volviendo a cerrar la puerta.
– Pertenezco a Maybridge Securities, señorita -le informó el hombre con voz firme-. La ocupante de este apartamento está de viaje, así que sea una chica buena y entréguese. Nos ahorrará muchas molestias.
Tara se desplomó contra la puerta. Adam le había dicho que haría vigilar su casa, recordó. Retiró la cadena y volvió a abrir.
– Lo lamento, pero me dio un susto tremendo. Soy Tara Lambert -informó, pero el individuo no reaccionó-. Este es mi apartamento. Regresamos antes de lo previsto. El señor Blackmore… -no tenía por qué darle explicaciones a ese sujeto-. Puede comprobarlo directamente con el. Debe estar en su casa -a menos que estuviera en el hospital con Jane, pensó.
– ¿Puede identificarse? -el guardia no parecía impresionado.
– No tengo que identificarme. Vivo aquí. Yo… -Tara suspiró. El hombre sólo hacía su trabajo, por desagradable que fuera-. Espere un momento -le indicó al cerrar la puerta de nuevo.
¿Qué había sido de la vida ordenada y tranquila que llevaba antes de conocer a Adam Blackmore?
El guardia volvió a llamar. Tara se tardaba, lo que lo hacía sospechar. La joven tomó de prisa su pasaporte de la mesa de noche.
– ¡Tara!
La voz de Adam al otro lado de la puerta fue la gota que derramó el vaso. Ella abrió la puerta y le entregó el pasaporte al guardia. Adam se lo quitó de las manos.
– Está bien, Frank. Yo me encargo.
– Lo lamento, señor Blackmore, Me pareció que la señorita trataba de forzar la chapa y…
– No te preocupes, sólo cumplías con tu deber. Bien hecho.
– Correcto, señor Blackmore. Me marcho. ¿Debo continuar con la vigilancia ahora que la dama ha regresado?
– No -objetó Tara de inmediato-. Muchas gracias.
Frank se retiró y Adam entró en el apartamento antes que la joven se diera cuenta. Ella lo siguió y le arrebató su pasaporte.
– ¿Sigues empeñado en tu función de caballero andante? -preguntó, molesta-. Al menos deberías cambiar ese monstruo vestido de negro por uno de armadura blanca.
– En cualquier momento, madame -él hizo una reverencia irónica-. Caballeros Andantes Ilimitados. Y ya conoces mi tarifa -se burló-. Un beso a ser cobrado cuando mejor me parezca.
Tara palideció y al instante él manifestó preocupación.
– Cielos, lo siento. Sin duda fue un incidente desagradable. Debí avisarles que ya estabas de regreso, pero debo confesar que en cuanto llegué a casa, el agotamiento me derribó.
– Será mejor que te sientes -el tono de Tara se suavizó.
– Me gusta -comentó Adam al examinar el apartamento-. ¿Llevas aquí mucho tiempo?
– Casi siete años. Me mudé cuando terminaron de remodelarlo -Adam ignoró su invitación de que se sentara y estudió las vigas del techo.
– Son auténticas, Cuando las vi la otra noche, me pareció que eran imitaciones.
– Como tú, Adam, no tengo tiempo para imitaciones -Tara deseaba que se fuera, pero él no daba muestras de querer hacerlo-. ¿Quieres una taza de…,? -intencionalmente, dejó inconclusa la frase
– Me gustaría una taza de café -él la siguió a la cocina y al ver los huevos sobre la mesa, comentó-: Frank interrumpió tu cena.
– Nada especial. Iba a prepararme unos huevos revueltos. ¿Quieres? -añadió después de una pausa.
– Creí que nunca me lo preguntarías -comentó Adam con una sonrisa.
Minutos después, estaban frente a frente devorando la comida. Tara estaba muy callada, teniendo cuidado de no hacer o decir algo insensato. No quería que él la acusara de provocarlo.
– ¿Te sientes bien, Tara? -preguntó Adam, preocupado.
– Estoy bien.
– Frank sólo hacía su trabajo. Pudo ser cualquiera.
– Lo sé. En verdad estoy bien.
– No, no lo estás. Estás tan nerviosa como un gatito -colocó una mano sobre la suya y Tara dio un salto hacia atrás. El de inmediato retiró la mano-. Ah, ya veo, no es por Frank, sino por mí. ¿Quieres que me vaya?
Tara levantó la vista con expresión suplicante. Quería que él se fuera y a la vez que se quedara. Lo quería a él, pero pertenecía a alguien más, era insoportable. Pero él la interpretó mal.
– Estás esperando a alguien. Debí comprenderlo -se puso de pie-. ¿Tal vez al señor Lambert? Aunque parece que no pasa mucho tiempo aquí.
Vio la foto en la repisa de la chimenea y la tomó para estudiarla.
– La foto de su boda -comentó-. De acuerdo a las tradiciones, el novio no vestía para la ocasión -sonrió un poco-. Su noche de bodas debió de ser… interesante.
– Se había roto una pierna -le informó Tara, sonrojada-. Se cayó de la motocicleta al ir al ensayo para la boda.
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