– ¿Se casaron en el hospital? ¿Fue una boda apresurada?

– Había circunstancias…

– Es difícil notarlo entre tantos aparatos -Adam examinaba la foto con atención-, pero no pareces…

– No lo estaba -explotó ella al fin. arrebatándole la foto y contempló los rostros felices-. Creo que será mejor que te vayas, Adam.

– Los dos eran muy jóvenes -observó él sin inmutarse-. ¿Qué edad tenían? ¿Dieciocho, diecinueve?

– Dieciocho -murmuró ella.

– Demasiado jóvenes. ¿Cuánto duró?

– No mucho -nada, de hecho. Tara volvió a dejar la fotografía en su sitio con todo cuidado-. Murió la noche en que esta foto fue tomada.

– ¿Murió? ¿El día que se casaron? -Adam miraba la foto, tratando de comprender-. Lo lamento, Tara. Suponía que estaban separados, pero esto… -fue hacia ella como si quisiera darle apoyo, pero la joven sabía que si la tocaba, no podría contenerse. Dio un paso atrás y caminó hacia la puerta.

– Quiero que te vayas, Adam -por un momento le pareció que él no prestaría atención a su súplica, pero al fin tomó su chaqueta de cuero de un sillón y se la echó al hombro.

– Siete años son muchos para estar sola, Tara -le indicó al volverse desde la puerta. A él no le habría gustado, supuso ella.

– Así lo prefiero -al menos así era hasta que Adam la besó.

– No, Tara, eres una mujer hecha para el amor. Los dos lo sabemos. Hanna lo supo también.

– Por favor, Adam… -le rogó ella.

– ¿Es un sentimiento de culpa? ¿Por eso es que te enciendes y apagas con tanta facilidad? -de pronto estaba muy molesto-. Vivir no es un pecado, Tara. Amar tampoco.

Ella lo sabía. No obstante, ¿no era pecado desear a un hombre que pertenecía a alguien más?

– ¡Por favor, sólo vete! -cerró los párpados para bloquear su imagen y cuando volvió a abrirlos, Adam había desaparecido.


El domingo amaneció gris. Tara llamó a Beth para avisarle que ya estaba de regreso, pero rechazó su invitación de almorzar con ella. Bastaría con que la viera para que su amiga supiera lo que pasaba. Necesitaba un poco de tiempo para volver a colocarse la máscara antes de tener que enfrentarse al mundo.

Salió a dar un largo paseo por la orilla del río. Algunos botones de flores hacían un valiente intento por alegrar el día. Hasta la temperatura habría sido agradable si no hubiera pasado los últimos días en un clima más cálido.

No obstante, el viento logró que cierto color apareciera en sus mejillas y el ejercicio la hizo volver a la vida. Era feliz hasta que conoció a Adam Blackmore reflexionó, y, se dijo que podría volver a serlo. Le tomaría algún tiempo. Pero tenía de sobra.


Sin embargo, primero tendría que sobrevivir al lunes. Despertó con la cabeza pesada y, por vez primera, sin ánimos de trabajar. Una ducha ayudó y al colocarse su armadura de trabajo, se sintió fortalecida. Contempló su imagen en el espejo.

Estaba más pálida que de costumbre, con marcadas ojeras, pero aparte de eso, nada había en su apariencia que revelara el hecho de que la concha tras la que se protegió tantos años se había resquebrajado, causándole tanto dolor. Se llevó la mano al pecho. Su corazón seguía latiendo. La vida continuaba. Era una lección que había aprendido una vez y que volvería a asimilar con el tiempo.

El trabajo era la respuesta. Si estaba comprometida a colaborar con Adam durante unas semanas, lo aceptaría. Tendría que hacerlo.

Al menos el sol brillaba cuando salió a la calle con paso firme y el mentón levantado, inconsciente de las miradas de admiración que su fría belleza despertaba en los hombres con los que se cruzaba.

Ya en el edificio abordó el ascensor principal. De alguna manera consideraba que el privado era demasiado personal y quería que su relación con Adam fuera estrictamente laboral.

Le sorprendió la amabilidad con que la recibieron algunas empleadas que encontró en el ascensor. Ya la consideraban parte del grupo. Pero no era así. Ella era una intrusa, una secretaria temporal. Así fue como ella siempre lo quiso. Hasta que conoció a Adam Blackmore.

El último tramo en el ascensor lo hizo sola. La oficina de Adam estaba vacía, y su escritorio tan impecable como siempre. Ella no esperaba encontrarlo allí. Quizás él se hallaba en el hospital, mientras Jane estaba en el quirófano, infirió y se dirigió a su propia oficina.

En marcado contraste con el de su jefe, su escritorio estaba atestado de correspondencia y mensajes. Se quitó el abrigo, puso la cafetera a funcionar y se dedicó al trabajo, atendiendo lo más importante. Luego se ocupó en transcribir lo que Adam le dictó en el avión cuando regresaban de Bahrein.

Era tarde cuando terminó de imprimir el último memorándum y limpiaba su escritorio para marcharse cuando oyó que la puerta del ascensor se abría.

Rogó al cielo que Adam fuera directamente a su apartamento, o hasta su oficina, y le diera la oportunidad de escapar sin tener que hablar con él, pero fue en vano.

– ¿Todavía estás aquí? Pensé que ya te habías marchado.

Parecía cansado y Tara se compadeció de él. Quería aflojarle la corbata, borrarle las arrugas de la frente con los dedos y la tensión con sus besos.

– Quise terminar con todo esto.

– Por supuesto -comentó él con sequedad-. La señorita perfecta.

– ¿Cómo está Jane? -preguntó ella, molesta consigo misma. ¿Tenía que seguir hurgando en la herida, recordándose que lo que sentía por ese hombre era una tontería?

– ¿Jane? -él se frotó la cara-. Está bien. También lo está Charles Adam Townsend, gracias a Dios.

– Felicidades -agregó ella con una voz que le pareció normal mientras seguía ordenando su escritorio.

– ¿Qué? Ah, sí. Las haré llegar a quien corresponde. Si ya terminaste, será mejor que te vayas a casa.

– De acuerdo. Te dejé una lista de mensajes sobre tu escritorio, pero te pondré al tanto mañana -no era difícil lidiar con él si se mantenían en temas seguros.

– Ni mañana, ni nunca.

Tara se volvió asombrada para ver un rostro inexpresivo.

– No quiero volver a verte aquí, Tara.

¿Por qué estaba ella tan sorprendida? No se comportó como la secretaria perfecta durante los últimos días. Adam llegó a su lado en un instante.

– No me mires de esa forma, maldita sea. Mantendré nuestro acuerdo. Si tus secretarias son la mitad de lo eficiente que tú eres, saldré ganando -Adam dio un paso atrás, lamentando el impulso que lo llevó a centímetros de distancia de ella-. Ya he alterado demasiado tus actividades normales. Sólo te pido que tengas aquí mañana a alguien que sepa mecanografiar.

– ¿Hasta que Jane regrese?

– Jane no regresará.

Claro que no. Jane no podía dejar al hijo del jefe en la guardería del quinto piso todas las mañanas. Tara había sido consciente del dolor que le oprimía el pecho durante todo el día, pero en ese momento se sintió explotar. Se estrujó las manos. "Mantente en el negocio. Sólo piensa en el negocio y todo saldrá bien, se ordenó.

– ¿Quieres que me encargue de encontrarte una secretaria? -preguntó con calma fingida. Completamente controlada. Eso lo enfurecía.

– Sí. Sólo asegúrate de que sea de edad madura, nada atractiva y que use ropa interior de franela.

– Tendré esos requisitos en mente -prometió ella, ruborizada-. Pero francamente, prefiero basar mi opinión en su habilidad y personalidad.

– ¿Ah, sí? Pues para ser sincero, ni siquiera me importa si sabe mecanografiar, ¡sólo que se quede callada!

Las lágrimas se agolpaban en los párpados de Tara y se escaparían si no salía de allí de inmediato. A ciegas, buscó su bolso y su abrigo.

– Vendré con alguien por la mañana para darle instrucciones de dónde está todo.

– No. Si tú pudiste hacerlo sola, ella también lo logrará. No te quiero aquí -la tomó del brazo y la hizo volverse hacia él-. ¿Está claro?

– ¡Suéltame!

Adam bajó la vista, preguntándose cómo fue que su mano llegó a tocarla. Luego la miró a la cara, furioso.

– Te soltaré cuando me convenga.

– ¡Adam!

– Antes que te vayas, tendrás que cumplir tus obligaciones pendientes.

– No tengo ninguna obligación contigo…

– La cuenta pendiente por servicios prestados.

– ¿Qué…?

Adam la acercó a él, con lentitud. Ella agitaba la cabeza en su desesperación por escapar. Pero no tenía escapatoria. Con la mirada, él la mantenía inmóvil como un alfiler a una mariposa. Ella apenas se dio cuenta de que él la había soltado, pero seguía sin poder moverse.

Adam le quitó el bolso y el abrigo de las manos, y luego la tomó por la cintura y la estrechó. Su boca estaba más cerca, descendiendo lentamente como si no quisiera que el momento pasara. Despacio, como sí quisiera grabar cada rasgo de la joven por última vez. Sus labios le tocaron la frente, las cejas, y con gentileza le acariciaron los párpados.

Tara gimió de pena, pero la boca de Adam era inclemente en su seducción. La caricia de sus labios era tanto un alivio como una amenaza. En su interior, ella sabía bien que debía resistir para sobrevivir. Existía un motivo por el cual tenía que luchar contra ese placer seductor. Pero su cuerpo no obedecía sus órdenes.

Con suavidad, los labios de Adam se movieron sobre los de ella, tentadores, haciéndola emitir pequeños gemidos de placer de los que ella no era consciente. La lengua de él jugueteó con sus labios y éstos se abrieron gustosos. Ese era el beso que esperó toda su vida y nada la había preparado para esa sensación… el glorioso poder que surgía en su interior. Nigel nunca la hizo sentir así. Nigel…

Se liberó con brusquedad y chocó contra el escritorio. ¿Qué estaba haciendo? Unos minutos antes ese hombre le había dicho que no quería volver a verla. Sólo le exigía un pago por una buena obra imaginaria.

– ¡Tara! -Adam trató de ayudarla a enderezarse, pero ella lo rechazó.

– ¡Basta! -exclamó, irguiéndose cuan alta era. No lo suficiente pero surtió efecto. El dio un paso atrás-. Me temo que tendrás que considerar el adeudo saldado en su totalidad, Adam -buscó en su bolso-. Aquí está la llave de tu ascensor privado. Ya no la necesitaré -la arrojó sobre el escritorio, se dio la vuelta y salió corriendo.

En el pasillo, oprimió el botón para llamar el ascensor principal, pero escuchó que una puerta se abría a su espalda y corrió hacia la escalera, para bajar por los escalones de dos en dos. Tenía que escapar a como diera lugar.

Llegó a la planta baja jadeante, a punto de vomitar. Y sin embargo, no logró escapar. Allí estaba él, esperándola. Maldijo en voz baja al tomarla en sus brazos y llevarla a su auto. Tara no podía hablar. No podía gritarle que quería que la dejara en paz. Además, la expresión decidida de Adam le decía que no la escucharía por ningún motivo

Llegaron a su apartamento en unos minutos y de nuevo él iba a su lado antes que ella pudiera protestar. El dolor en su pecho empezaba a ceder, pero carecía de la fuerza suficiente para apartarlo cuando la sacó del auto y la subió en brazos por la escalera.

– Abre la puerta, Tara -le ordenó.

Ella buscó en su bolso y encontró el llavero, luchando contra la cerradura hasta que logró introducir la llave correcta en ella y la puerta se abrió. Sin decir palabra, Adam fue a depositarla en el sofá y un minuto después le entregó un vaso con agua.

– Bebe esto.

Tara obedeció y lo vio sentarse en el sillón frente a ella sin decir nada, los brazos sobre las rodillas, la cabeza inclinada, hasta que ella se recobró lo suficiente para enderezarse. Entonces él se levantó y se fue, cerrando la puerta al salir.

Tara oyó que el motor del auto se ponía en marcha, que se alejaba y después, sólo silencio.


Beth dejó escapar una exclamación de alegría al llegar a la oficina a la mañana siguiente y descubrir que Tara ya estaba allí, trabajando.

– ¡Hola, pájaro madrugador! Eres un placer para unos ojos cansados. El trabajo me tiene agobiada -siguió parloteando sobre un súbito crecimiento del negocio al poner la cafetera en funcionamiento-. No sé qué hiciste por el maravilloso señor Blackmore, pero hemos colocado dos secretarias ejecutivas en Victoria House y tengo un pedido para una secretaria permanente. ¿Sabes de alguien? -pero continuó sin esperar respuesta-: Y tengo cita con Jenny el jueves para hablar de la colocación de personal con conocimientos de computación en su empresa.

– Sólo asegúrate de que todas bajen del ascensor en el piso correcto -comentó Tara con tono enigmático sin levantar la vista de sus papeles-. Hay un par de chicas a quienes entrevisté no hace mucho que podrían servir. Y acabo de enviar a Mary Ogden para que trabaje para Adam hasta que encuentre una secretaria permanente para él.

– ¿A Mary? -repitió Beth, pensativa-, Es muy buena, por supuesto, pero no diría que es de su estilo.