– Al contrario, aunque no creo que llene todos los requisitos estrictos que él estableció, considero que le servirá -comentó Tara al pensar en la estirada mujer de cincuenta años.
– Tú sabes qué haces -Beth se concretó a alzar los hombros-. Ya has trabajado para el hombre. Cuéntame, ¿cómo fue el viaje?
Tara levantó al fin la vista y Beth dejó escapar un jadeo al ver las marcadas ojeras de su amiga. Empezó a decir algo, pero cambió de idea y se obligó a reír.
– Tal vez Mary no sea tan mala idea, después de todo -se concentró en su correspondencia y las labores del día comenzaron.
Si Beth notó que Tara estaba tan tensa como un resorte y que saltaba cada vez que sonaba el teléfono, no lo comentó. No obstante, conforme la mañana transcurría y se sumergía en las actividades propias para colocar a sus chicas, Tara empezó a relajarse. En una o dos ocasiones advirtió que Beth la miraba con compasión, lo cual surtía un efecto positivo. La hacía erguirse, recordándose que debía mantener la sonrisa en los labios.
– Voy a buscar unos emparedados para el almuerzo -anunció Beth, cerca de las doce.
– De acuerdo, tráeme… -Tara no levantó la vista del directorio telefónico sino hasta que oyó que la puerta se cerraba con fuerza antes que terminara de hablar con Beth y dejó escapar un jadeo al ver a Adam.
– Creo que eso es lo que se conoce como una huida estratégica -Adam corrió el pestillo de la puerta.
– ¿Qué quieres, Adam?
– ¿Esa es la forma de recibir a alguien que te trae regalos?
– No quiero regalos de ti, Adam.
Sin inmutarse por el tono agrio, él fue a sentarse en la orilla del escritorio de Tara.
– No soy yo quien te manda esto -sacó un pequeño estuche y un sobre del bolsillo de su chaqueta-. Llegó por correo esta mañana. Desde Bahrein.
– ¿Qué es esto? -preguntó Tara al recibir el estuche y la carta.
– Ábrelo y ve -ahora fue el turno de Adam de hablar con tono cortante.
Tara soltó el broche y adentro, sobre un cojín de terciopelo descubrió un par de exquisitos pendientes de perlas.
– ¡Qué hermosos!
Adam le quitó el estuche de las manos para estudiarlos.
– Sí, dos perlas idénticas en tamaño y color. De los bancos de perlas de Bahrein, por supuesto -comentó con tono gélido-. Hanna tiene un gusto excelente. Te verás preciosa con ellos -se los regresó-. Pruébatelos.
– ¿Hanna me los envió?
– El sobre está cerrado, pero, ¿quién más puede ser?
– ¿No tuviste que abrirlo para asegurarte de que es de él? -molesta, Tara cerró el estuche-. No quiero su carta, ni quiero sus perlas. Regrésaselas.
– No hay por qué ser tan dramática -Adam esbozó una sonrisa-. Es su manera de disculparse.
– No necesito sus disculpas. Como tú mismo te esforzaste en señalar, sólo yo soy la culpable de lo que pasó. Représaselas -repitió con terquedad.
– No puedo hacerlo, Tara. Si lo hago, él pensará que no te las di.
– ¿Y eso en qué te afecta?
– Puede ser que como persona no me simpatice, pero debo reconocer que es un excelente intermediario financiero. Por el momento estamos ligados en este proyecto.
– Me temo que ese es tu problema. Yo no quiero los pendientes.
– Podrías venderlos. Te ayudarían a resolver tus problemas monetarios.
– ¿Tú qué sabes de eso?
– No sabía nada. Mas tu reacción me dice mucho.
– ¡Adam! -exclamó la joven cuando él se irguió para marcharse-. No puedes dejarme esto aquí. Pero él ya abría la puerta.
– Considéralo un bono adicional, Tara. Es evidente que te lo ganaste en la visita al pabellón en la playa. Lamento haber interpretado mal la escena en la casa de verano. Si no los hubiera interrumpido, con seguridad también estarías recibiendo un collar que hiciera juego.
Tara le arrojó la engrapadora a la cabeza, pero fue demasiado tarde. Adam había desaparecido. El objeto golpeó la pared y cayó al suelo sin lastimar a nadie.
Beth se agachó a recogerlo cuando regresó, dejándola sobre el escritorio sin comentario.
– Te traje uno de queso crema y salmón ahumado. Creo que te mereces algo especial.
– Las adulaciones no te llevarán a ninguna parte, Beth Lawrence. ¿Cómo te atreviste a huir y dejarme sola con él?
– Lo siento -se disculpó Beth, sonrojada-, pero no tenía cara de que le agradaría tener público.
– Supongo que no -aceptó Tara con un suspiro al abrir el sobre. Contenía el certificado de autenticidad de las perlas y una nota breve: "Perdóname, hermosa Tara. No comprendí. Hanna".
En una tarjeta, ella escribió un escueto "Perdonado. Tara", la metió en el estuche, llamó a un servicio de mensajería internacional y envió de regreso los pendientes.
Una pálida y airada Mary Ogden hizo acto de presencia en la oficina a las tres de la tarde del día siguiente. -Lo siento, Tara, hice mi mejor esfuerzo, pero es imposible trabajar con ese hombre.
– ¿Dejaste al señor Blackmore? -preguntó la joven con desaliento
– Mi capacidad jamás ha sido puesta a prueba.
– Lo siento, Mary. Sé que no es el hombre más fácil del mundo para el cual trabajar… y entiendo que ha estado bajo una tensión terrible estos días. Pero en realidad esperaba que pudieras salir avante.
– Claro que habría podido hacerlo. Sólo le pedí que fuera un poco más despacio cuando me dictaba -asumió un aire indignado-. ¡Me dijo que su secretaria anterior podía seguirle el paso! -lanzó un bufido mientras mascullaba que nadie podía tomar dictado a esa velocidad-. Mi taquigrafía nada deja que desear y se lo dije.,
– ¿Fue cuando te pidió que te marcharas?
– No en esas palabras -Mary apretó los labios-. Simplemente, – me dijo que si no podía tomar su dictado, buscara un trabajo menos exigente. Le dije que he trabajado…
– Sí, Mary -Tara suspiró-. Nadie cuestiona tu experiencia. Siéntate y toma una taza de café -trató de calmar a la mujer, ofreciéndole colocarla en otra parte tan rápido como le fuera posible, y al fin la vio partir con alivio.
– ¿Crees que él esté tratando de enviarte un mensaje? -le preguntó Beth entre risas.
– ¿Qué? -exclamó Tara.
– Lo lamento -Beth levantó los brazos-, no es de mi incumbencia. ¿Qué vas a hacer ahora?
– No estoy segura, pero más me vale hacer algo -tomó el teléfono para buscar a alguien que reemplazara a Mary.
– ¿No crees que debiste ponerla sobre aviso? -preguntó Beth cuando Tara terminó la llamada.
– No. Eso sólo la pondría nerviosa -comentó Tara al volver a marcar y esperar impaciente que Adam contestara.
– Adam Blackmore -ladró él por la línea y Tara guardó silencio-. ¿Hola? -con voz más amistosa, pensó ella molesta, pero no lo suficiente. Después de una pausa escuchó una risa suave que la hizo estremecerse-. Hola, mi lady. Me preguntaba cuánto más tardarías en llamarme.
Capítulo 7
BUENAS tardes, Adam -a Tara le dolía la mano de tanto apretar el teléfono-. Tengo entendido que necesitas otra secretaría.
– Así es. ¿Sería demasiado pedirte que me envíes a una que sea capaz de tomar algunas notas sin que se ponga histérica?
– Mary nunca ha sufrido de histeria en su vida -le indicó ella con frialdad-. No comprendo tu problema, Adam. Es justo lo que pediste, incluyendo la ropa interior -agregó con los dedos cruzados-, con el bono adicional de que sabe mecanografiar.
Beth hacía gestos con las cejas en el otro extremo de la oficina, pero Tara la ignoró intencionalmente, recriminándose haber dicho algo tan estúpido. El sentido común del que siempre se preció la había abandonado. Se preguntó si Adam se lo habría robado al igual que el corazón.
– ¿Lo recuerdas? -preguntó Adam en voz baja.
Tara pasó saliva con dificultad. Claro que lo recordaba. Nunca olvidaría la forma en que la abrazó, el beso que la dejó aturdida. Sólo él había llenado su mente hasta que una fuerte sacudida la hizo volver a la realidad.
– ¿Tara? -insistió él.
– Claro que lo recuerdo -reconoció ella con calma aparente-. Tendrás una secretaria ejecutiva en tu oficina mañana a las ocho -ante el silencio de Adam, añadió con rapidez-: Es nuestra mejor taquígrafa. Generalmente no trabaja durante las vacaciones escolares, pero hará una excepción.
– Me alegra que tengas buena memoria -comentó Adam, ignorando lo que ella acababa de decir-. Té ayudará a guardar el calor las noches de invierno -hablaba sin emoción en la voz, pero cuando cortó la comunicación, Tara se estremeció.
Soltó el auricular como si la quemara y adoptó su mejor actitud profesional, pero él seguía atormentándola. ¿Por qué? Fue él quien dijo que no quería volver a verla. ¿Por qué no la dejaba seguir con su vida?
¿Qué vida?, inquirió una vocecita interna. Antes de conocer a Adam tenía su trabajo, un nuevo negocio que debía levantar con Beth, una agradable vida social y una adorable madrina en la región de los lagos que ahora sólo aparecía para bodas y entierros, pero la quería mucho.
Cierto, conservaba todo eso, pero ahora le parecía poco importante. Tal vez si tuviera familia, hermanos y hermanas, sería diferente. Pero ella nunca conoció a sus padres. Los señores Lambert la adoptaron al quedar huérfana, muy pequeña. La atendieron y amaron como si fuera su propia hija y ella nunca pensó en el pequeño Nigel más que como un hermano mayor hasta que él se fue a la universidad a estudiar diseño.
Lo extrañaba más de lo que imaginaba. Otras chicas reñían eternamente con sus hermanos, pero Nigel siempre estaba allí para ella, protegiéndola, siendo su mejor amigo. Cuando él le pidió que se casaran, a ella le pareció lo más normal, lo correcto.
Suspiró. Nunca hubo la pasión ardiente que Adam despertaba con su presencia o el sonido de su voz por el teléfono. Nigel no le convertía los huesos en gelatina, la sangre en fuego. Fue una relación cómoda y simple. Habrían sido felices si hubieran tenido la oportunidad. Pero una pequeña duda la molestaba. Si hubiera conocido a alguien como Adam, ¿habría sido suficiente? Tal vez eso había sido el matrimonio de Jane. Cómodo hasta que Adam Blackmore se metió bajo su piel como una espina.
La tarde se arrastró interminable. A pesar del trabajo que tenía sobre su escritorio, Tara se levantó a las cinco y media en punto y se puso el abrigo.
– ¿Qué prisa tienes? -le preguntó Beth, sorprendida.
– Ya estoy harta. Necesito un baño caliente, un tazón de pasta y una enorme barra de chocolate. El orden no importa.
– Conozco tos síntomas -comentó su socia, compadecida-. Ve a consentirte. Mañana te sentirás tan culpable que no tendrás tiempo para acordarte de tu corazón roto.
Tara estuvo a punto de negarlo, pero comprendió a tiempo que sería inútil. Beth era una romántica incurable, cada tercer día se enamoraba.
– ¿Dura esto mucho?
– Depende, cariño. ¿Cómo fue cuando Nigel murió?
– No fue igual, Beth -reveló la joven, tratando de recordar-. Lloré mucho. Lo amaba. Lo amé toda mi vida -negó con la cabeza-. Pero nunca fue como esto.
– Si quieres tomarte un descanso… unas vacaciones te vendrían bien…
– Tal vez un poco más adelante.
– Escucha. Olvida lo del baño por ahora. Ven a cenar espagueti a Alberto's conmigo. Pediremos una rebanada de ese maravilloso pastel de chocolate que él prepara y una botella de Chianti. El mejor cemento para reparar o remendar un corazón roto, te lo aseguro -comentó con una sonrisa- Confía en mí. Después podrás ahogarte en la bañera.
– Tienes razón -Tara rió-. Vamos. Estoy impaciente.
– Perfecto -aprobó Beth-. Serás una paciente excelente.
Beth la hizo reír durante toda la cena, hablándole de los múltiples novios que tuvo desde la adolescencia.
– No puedo creerlo -dijo Tara al fin-. Es demasiado.
– Bueno -Beth encogió los hombros-. Siempre he dicho que no hay por qué hacer una historia aburrida, ciñéndote siempre a la verdad.
Cuando se despidieron en Victoria Road para ir cada quien a su casa, Tara se sentía mejor. La risa la había ayudado. Sabía que no duraría, pero esa noche se daría un baño largo y podría dormir.
– Buenas noches, señora Lambert -la saludó el guardia al pasar y los ánimos de ella decayeron.
Al entrar en su apartamento miró furiosa hacía el teléfono. Debería llamarlo y pedirle que retirara su perro guardián en ese momento, pensó, pero tendría que esperar hasta la mañana siguiente. Y no lo llamaría. Tendría que mantenerse alejada de Adam si deseaba recobrar el equilibrio emocional algún día. Se concretaría a enviarle una nota cortés.
La luz que indicaba recados de la contestadora parpadeaba. Tara escuchó mensajes de amistades a quienes hacía tiempo no veía y uno más de Jim, desesperado, pidiéndole que lo llamara. El último mensaje era de una voz conocida pero que no pudo identificar de inmediato.
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