La risa brusca de Adam fue como un puñal para ella.
– ¿Por eso te vestiste como tía solterona? -preguntó, pero Tara no respondió-. No funciona, mi lady. ¿No sabes que hasta vestida con un saco de harina llamarías la atención? -levantó una mano y le soltó el cabello. Sus dedos encendían un deseo peligroso que corría por sus venas como el más fino champaña.
– ¡No! -exclamó ella, se volvió y corrió de regreso a la posada, ignorando tos gritos de Adam, que le pedía que se detuviera.
Al ver su expresión, la posadera la llevó de inmediato al teléfono a petición de Tara. La pasó a su sala para que llamara un taxi y luego la dejó sola con discreción para que reparara su maquillaje dañado por las lágrimas y se arreglara el cabello.
Poco después, la joven se acomodó en el asiento posterior del taxi, tratando de no pensar. Pero su mente trabajaba a marcha forzadas y únicamente pensaba en Adam Blackmore. Las imágenes aparecían en eterna procesión: su mirada inclemente mientras atendía una reunión de negocios, sus ojos devorándola con deseo, sus manos asiendo con fuerza el volante, sus dedos acariciando la mejilla del bebé, su cuerpo contra el de ella.
– ¿Este es el lugar, señorita?
La voz del taxista la hizo volver a la realidad.
– Ah, sí. ¿Cuánto le debo?
– El caballero pagó, señorita.
– ¿El caballero? ¿Cómo supo él…? -se interrumpió al ver la expresión interesada del hombre. Con seguridad fue obvio que lo haría. O tal vez la posadera se lo dijo-. ¿Puede decirme cuánto es para poder reembolsarlo?
Al entrar en su apartamento, oyó a Frank reportando por radio que todo estaba en orden al tiempo que agitaba una mano para saludarla. Tara lo ignoró. Era evidente que Adam no había prestado atención a su nota cortés en la que le exigió que retirara al vigilante.
Bueno, con seguridad no se preocuparía más por su seguridad después de las cosas horribles que le dijo esa noche. Las mejillas le ardían al recordarlo. Se comportó como la cazafortunas que él la consideraba. Vaya cazafortunas que lloraba porque el hombre que amaba la deseaba. Se llevó una mano a la boca y corrió al baño.
No le tomó mucho tiempo hacer maletas. Su madrina siempre estaba demasiado ocupada en sus propios asuntos para ocuparse de los de los demás, pensó. Una semana con ella le despejaría la mente, le daría un poco de tiempo y espacio para recobrar el control.
Había llamado a Beth, quien, adivinando el sufrimiento de su socia, pero guardándose la curiosidad, le ofreció su auto para el viaje.
– Te tomaría una eternidad hacerlo por tren. Y no te preocupes por la oficina -le indica-. Si es necesario, llamaré a alguien para que me ayude. Supongo que no quieres que le dé tu dirección a nadie, aunque la pida -agregó después de una pausa.
– Nadie te la pedirá -le aseguró Tara. Se detuvo a pasar la noche en un hotel y llamó a Lally para avisarle de su inminente llegada. La respuesta desinteresada de su madrina era justo lo que Tara necesitaba. Sería un alivio pasar unos días en la compañía de alguien que no sabía de la existencia de Adam Blackmore.
Pasó los días caminando, leyendo, escuchando música y viendo a Rally pintando las acuarelas con las cuales ilustraba sus libros sobre la flora de diversas regiones. Había sido amiga de la madre de Tara desde sus días escolares, y era el único punto de contacto que ésta tenía con los rostros jóvenes y desconocidos de viejos álbumes de fotografías. Cuando estaba de buenas y platicadora, también era una fuente inagotable de historias.
Lally se encontraba en la India cuando ocurrió el accidente que les costó la vida a los padres de Tara. De inmediato regresó a Inglaterra para asumir las responsabilidades que le correspondieran, pero la huérfana siempre sospechó que Lally se alegró al ver que su ahijada ya estaba instalada con los amables vecinos, quienes se hicieron cargo de ella desde que sus padres salieron ese fatídico fin de semana.
Pero se responsabilizó del aspecto económico de su crianza e invirtió la pequeña herencia de los difuntos para que Tara nunca fuera una carga para los Lambert. Suficiente para el pago inicial de la pequeña casa en la que Nigel y ella vivirían.
Más Lally siempre mantuvo un ojo avizor a la distancia. Siempre recordaba las fechas importantes. Y siempre estuvo allí cuando era necesitada con desesperación. Fue ella quien la ayudó a sobreponerse al dolor por la muerte de Nigel.
La semana de vacaciones pasó demasiado rápido. Tara regresó a la casa de Beth el domingo a la hora del almuerzo y su socia se puso feliz al verla.
– Te ves mejor.
– Me recupero, Beth. Es evidente que un corazón roto no es un asunto mortal necesariamente.
– Gracias a Dios por eso -dijo Beth con convicción-. Pero es como una enfermedad. Vive un día a la vez. Un día despertarás y te darás cuenta de que el dolor ya no es intolerable.
– Tomaré tu palabra por buena -le indicó Tara-. No en vano has pasado por esto en varias ocasiones -esto hizo brillar los ojos de Beth-. ¡No puedo creerlo! ¿Otra vez?
– Esta vez es la buena, lo juro.
Tara movió la cabeza, asombrada por la energía de su amiga. Una vez había sido suficiente para ella.
– Y estabas equivocada en cuanto a que nadie preguntaría por ti.
La mano de Tara tembló y dejó la taza de café sobre la mesa, temerosa de derramarlo.
– ¿Llamó por teléfono?
– Fue a la oficina -Beth apretó los labios-. Sé que no piensas nada bueno de él, pero francamente, tu señor Blackmore me impresionó.
– No es mío -a Tara le zumbaban los oídos-. ¿Qué le dijiste?
– Simplemente que habías salido y que no tenía la autorización para decirle dónde estabas.
– ¿Y se quedó tan tranquilo? -¿por qué preguntó eso? ¿Por qué quería que la respuesta fuera negativa? Cerró los ojos. No debería importarle tanto. Su recuperación todavía no terminaba.
– No trató de sacarme tu dirección a la fuerza, si a eso te refieres.
– Bueno, gracias -Tara se sonrojó.
– Podrías ser más efusiva. ¿Esperabas que cayera rendida ante sus encantos? Parecía dispuesto a ir a buscarte.
– Claro que no -respondió la joven de inmediato.
– ¿Quieres comer algo? -preguntó Beth, sin parecer convencida.
– No si puedo pedirte que me lleves a casa previa escala en la tienda de los italianos para comprar pan y leche.
Tenían que pasar frente a Victoria House para llegar al apartamento de Tara. Esta mantenía la vista fija al frente, temerosa de que Adam pudiera asomarse por la ventana y verla. Beth no dijo nada, sólo esbozó una sonrisa.
– Sé que no puede verme. Ni siquiera conoce tu auto, pero me siento… vulnerable -confesó la joven.
Ya en el interior de su apartamento, se creyó más segura. Pasó ya más tranquila por encima de la correspondencia y periódicos acumulados en la entrada. Era su hogar. Representaba seguridad. Revisó los cuartos. Todo estaba tal como ella lo dejó, aparte del polvo acumulado de una semana. Hizo la limpieza rápidamente y se preparó un emparedado.
Se obligó a masticar y después lavó los platos, vació su maleta, lavó su ropa, cambió la cama y limpió la alfombra con la aspiradora. Luego abrió la correspondencia y la clasificó para encargarse de ella el lunes en la oficina. Eran labores tediosas que mantenían su mente distraída. Pero apenas eran las cinco de la tarde.
La desesperación la obligaba a mantenerse ocupada. Hornearía un pastel para Beth como muestra de agradecimiento por haberle prestado el coche, decidió. Encendió el aparato de radio, buscó una estación de música alegre y se dedicó a la tarea. Batía los ingredientes cuando escuchó un sonido insistente. Apagó la batidora. Alguien llamaba a su puerta.
Su primera intención fue la de ignorar al inoportuno. No quería ver a nadie y si llamaban a la casa de la vecina, siempre se podría decir: que no había escuchado.
Con un suspiro, apagó el radio. Nunca le gustó fingir. La única mentira intencional que pronunció y que alguien le creyó fue la que le dijo a Adam acerca de que deseaba a Hanna Rashid.
Una vez que decidió que abriría, lo hizo casi corriendo. No sabía cuánto más la esperada quien llamaba.
Pero al instante deseó haber seguido su intención inicial. Su visitante era la última persona a la que quería ver.
– Hola, Tara.
La joven dio un involuntario paso atrás. Al interpretar el gesto como una invitación a pasar, Jane Townsend cruzó el umbral.
– Me alegro de encontrarte en casa. Estaba a punto de retirarme. ¿Puedo usar tu baño? Me temo que Charlie requiere un urgente cambio de pañales.
Capítulo 9
POR asombrada que estuviera debido a la inesperada visita, Tara no pudo más que llevar a su indeseada visitante a su habitación y al baño anexo.
– Muy bonito apartamento -comentó Jane con aprecio-. Adam me lo describió -le lanzó una mirada de soslayo a Tara-. Menos el dormitorio, por supuesto.
– Claro que no -respondió Tara, molesta consigo misma por sonrojarse-. No lo ha visto.
– Eso fue lo que él me dijo -comentó Jane entre risas-, pero no le creí -al ver la expresión de Tara, enmendó-: Lo siento, no debo hacer bromas. De hecho, por el estado en que se encuentra, tiene que ser la verdad -le tendió al bebé-, ¿Puedes cuidarlo un momento mientras voy por su bolsa al auto?
Tara tomó en sus brazos al pequeño Charles Adam, quien la miraba con intensidad. En nada se parecía a Adam, de hecho, tampoco a Jane. Tal vez era por el cabello rubio que ya se empezaba a rizar. Lo tocó y el niño le atrapó el meñique para llevárselo a la boca.
Pasó un momento antes que Tara se diera cuenta de que no estaban solos. Levantó la vista y sorprendió a Jane observándolos. Se sintió expuesta de manera muy íntima.
– Le gustas. Nunca permite que lo tomen así.
– Todo un halago -Tara intentó sonreír.
– ¿Te sientes mejor, mi rey? -preguntó Jane cuando terminó de cambiar al pequeño y le dio un beso.
– Charles ha crecido mucho -comentó Tara al llevar a sus visitas a la sala. Se sintió una tonta por señalar lo obvio. Empezaba a comprender por qué las madres no dejan de parlotear acerca de sus hijos. Charles dominaba la habitación con su diminuta presencia. Pero su madre tenía algo más en mente.
– ¿Cómo estás, Tara? He estado tratando de llamarte la semana entera. Ya no tuvimos la oportunidad de hablar aquella vez que Adam se presentó de manera inesperada.
– Estuve fuera unos días. Hemos tenido mucho trabajo en la oficina y estaba agotada.
– Adam me pidió que viniera a verte tan pronto como regresaras para asegurarme de que estás bien. El tuvo que ir a Gales a arreglar un asunto de la nueva fábrica, según entiendo, y dado que no sabía cuándo regresarías, no tenía objeto prolongarlo más. Beth no quiso decirle a dónde fuiste -agregó, mirándola a los ojos.
– Le pedí que no lo hiciera -una jaqueca empezaba a molestarla y deseó que Jane se fuera. Durante unos momentos, sólo se escucharon los sonidos del bebé al chuparse un dedo.
– Está en condiciones terribles -comentó Jane y Tara guardó silencio. Se dijo que no le importaba por qué él estuviera mal, pero sus ojos la traicionaron y Jane continuó- Creo que nunca se había enamorado y a sus treinta y tres años, la primera vez debe de ser difícil para él. Si no estuviera sufriendo tanto, lo encontraría divertido -trató de sonreír-, ¿No podrías ser un poco más amable con él?
– ¿Amable? -Tara se abrazó como si así pudiera mitigar el dolor que le atenazaba del pecho-. No te comprendo, Jane, ¿acaso no lo amas?
– ¿A Adam? -Jane fruncía el entrecejo-. Claro que lo amo, aunque en este momento dudo que él me quiera mucho. El muy malvado dice que le salgo tan cara y le quito tanto tiempo como una esposa, sin gozar de los privilegios del matrimonio.
– Eso es horrible.
– Pero no deja de tener razón -comentó Jane, despreocupada-. Debo confesar que lo he explotado con toda desfachatez -Charlie gruñó reclamando atención y Jane se lo colocó contra un hombro, palmeándole la espalda, lo que lo hizo vomitar un poco-. ¡Pobrecito! Tengo que llevarte a casa -gimió al moverse con la blusa empapada. Tara fue en busca de una toalla y se la limpió lo mejor que pudo-. Lo siento -se disculpó Jane-. Tal vez un día podamos hablar más de cinco minutos sin interrupciones -se levantó y fue a recoger sus cosas-. Tengo que regresar a casa para cambiar a Charlie… y a mí misma.
Tara la ayudó en la escalera con la bolsa del niño y la acompañó hasta un Mercedes plateado antes de correr a refugiarse en su apartamento. Las emociones que la invadían no eran agradables. Estaba molesta consigo misma y con él. Furiosa con el destino por conspirar para mostrarle el amor, sólo para arrebatárselo en seguida. Ira contra una vida que parecía decidida a mantenerla siempre sola.
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