– Eso explica la extraña foto de tu boda.

– Fue divertido. Descorchamos una botella de champaña y las enfermeras la compartieron con nosotros. Después los padres de Nigel se fueron al aeropuerto y yo regresé a casa esa noche -desde entonces no soportaba que el teléfono sonara por las noches. Hacía que la pesadilla reviviera para atormentarla-. Nigel sufrió un colapso esa noche. Trataron de revivirlo, pero se trataba de una trombosis. Nadie la esperaba. Era joven… estaba en buenas condiciones físicas…

– Dios mío, lo siento tanto.

– Regresé al hospital…

– No te atormentes. No tienes que seguir.

– Tengo que terminar. Debo decírtelo todo -Tara parpadeó para reprimirlas lágrimas-. Llevaba consigo una tarjeta de donador de órganos y querían que yo estuviera de acuerdo…

– ¿Estabas sola? ¿No había alguien contigo? -Adam se mostró furioso-. ¿Cómo pudieron hacerte eso?

– No creo que haya sido fácil para ellos tampoco -el horror de esa noche nunca la abandonaría-: Me pareció una forma de mantenerlo con vida. Pero tía Jenny se negó a hablar conmigo cuando regresaron para el funeral. Parecía que me odiaba -sollozó. Adam le secaba las lágrimas que ya fluían libremente, tratando de consolarla-. Ellos regresaron a Nueva Zelanda y no hemos vuelto a comunicarnos.

Capítulo 10

ADAM la dejó llorar, abrazándola, arrullándola y pasó mucho tiempo antes que le hablara.

– ¿Trataste de ponerte en contacto con los Lambert?

– Les escribí en cuatro o cinco ocasiones. Mis cartas siempre fueron devueltas sin abrir.

– No comprendo su crueldad -él la abrazó con fuerza-. Apenas eras una niña.

– No tanto. Tenía dieciocho años, y Nigel veintiuno. No debes culparlos, Adam. Perdieron a su hijo.

– Y rechazaron a una hija. Pobre Tara, ¿cómo lograste salir adelante?

– Lo ignoro. El trabajo fuerte ayudó. Vendí la casa donde íbamos a vivir y compré este apartamento. Me tomó tiempo decorarlo hasta dejarlo justo como yo quería.

– ¿Y nunca hubo alguien más?

– Muchos estaban interesados en consolar a la viuda -confesó Tara-. Pero ninguno parecía buscar algo permanente -fue entonces cuando se puso su armadura, la ropa seria y muy formal y, una mirada fría que mantenía a los donjuanes de oficina al margen, hasta que el decir no se convirtió en hábito.

– Me es difícil creerlo.

– Bueno, estuvo Jim Matthews -habiéndose librado de la carga, Tara logró sonreír-. El quería casarse conmigo.

– ¿Ah, si? -el tono de Adam se volvió feroz-. ¿Estuviste tentada a aceptarlo?

– Nunca, pero me fue difícil convencerlo. A él le parecía maravilloso tener una secretaria a mano las veinticuatro horas. No podía aceptar mi rechazo. Una vez que se le mete algo en la cabeza, nada puede hacerlo desistir.

– Siento cierta compasión por el hombre, porque pienso casarme contigo -la besó para demostrarle cuan en serio hablaba-. Pero descubrirás que él tiene algo más en mente estos días.

– ¿Por qué? ¿Qué has hecho? -preguntó Tara con sospecha.

– Tengo un conocido en Estados Unidos que publica historias de horror. Jim está allá en busca de un contrato para escribir doce libros.

– Por eso es que no he podido hablar con él -Tara rió.

– ¿Para qué? -insistió Adam-. Creía que querías librarte de él.

– Quería hacer un último intento para convencerlo de que me deje en paz. Sin embargo, parece que tú lo has hecho ya por mí. ¿Hay algo de lo que no te aproveches para sacar dinero?

– En este caso, no hay dinero involucrado. Sólo me pareció una buena forma de librarme de un rival.

– Nunca fue un rival.

– Tal vez quieras demostrármelo.


Un sonido extraño despertó a Tara. Frunció el ceño y al volverse vio a su hombre al otro lado de la puerta abierta del baño. Durante un momento se dedicó a saborear el ver y escuchar que Adam se afeitaba. Luego el sonido cesó y él se presentó frente a ella con una toalla rodeándole la cadera y una sonrisa en los labios. -Buenos días, dormilona.

Tara pensó que se avergonzaría, mas no fue así. Le tendió los brazos cuando Adam se acercó para besarla, lo rodeó por el cuello y se insinuó, atrevida. No obstante, él se retiró con renuencia.

– Lamento interrumpir este momento tan placentero, querida, pero son las nueve y media y los dos deberíamos estar en otra parte.

– Qué lástima que tengas una voluntad tan firme -murmuro ella, estirándose con lujuria.

– ¡Tara!

– Sólo quería averiguar si tu fuerza de voluntad es tanta -bromeó ella.

Tara se duchó, se puso un traje de dos piezas color de rosa y se dejó el cabello suelto. Adam arqueó una ceja, sorprendido, cuando ella se presentó en la cocina en busca de un café.

– ¿Siempre sales tan bien preparado cuando visitas a una dama por las noches? -preguntó la joven en broma, admirando su traje impecable.

– Tenía la maleta en el auto, pero me temo que he escandalizado a algunos de tus vecinos. Estoy seguro de que todos salieron a comprar leche para poder verme mejor. -No me extraña, después del escándalo que hiciste anoche.

– Quizá -Adam sonrió-. ¿Tendré que ir a disculparme con ellos?

– Cre… creo que no. Pero podrías pedirle a Janice que envíe e alguien a arreglar mi puerta. ¿Todavía está ella contigo?

– Me ha costado más trabajo librarme de Janice que de las dos primeras, pero ahora su puesto está seguro. No quiero verte en la oficina. Tengo otros planes para ti.

– Oh.

– Más vale que te preocupes, mi lady. Anoche no venía tan preparado como supones, así que tendremos que casarnos cuanto antes.

– ¿Me pediste que me casara contigo? No lo recuerdo.

– Qué extraño. Estoy seguro de haberlo mencionado en dos ocasiones -dijo él. Tara seguía dando sorbos a su café-. Ah, ya veo. Quieres el trámite completo. ¿También rodilla en tierra?

Tara mantenía la vista apartada de él, así que se sorprendió cuando Adam puso una rodilla en el suelo frente a ella y le tomó una mano.

– ¿Te casarás conmigo, mi lady? Te amaré y adoraré…

– Levántate, Adam -le pidió ella entre risas-. Nunca pensé que lo hicieras.

– Sólo esta vez, Tara -le indicó él, tajante-. Así que será mejor que respondas rápido, o te abandonaré a una vida de horror en compañía de Jim Matthews -sus ojos brillaban con malicia-. Tal vez prefieras sus monstruos verdes de mañana, tarde y noche.

– ¡No! -exclamó Tara con un estremecimiento.

– En ese caso… -del bolsillo de la chaqueta, Adam sacó un pequeño estuche-, tal vez esto te ayude a decidirte -lo abrió y un diamante solitario reflejó los rayos del sol que entraban por la ventana. El lo deslizó en el anular de Tara y le besó la mano.

– Está precioso, Adam.

– ¿Debo interpretar eso como un sí?

– Lo sabes.

Adam la tomó entre sus brazos y durante un rato largo ninguno de los dos habló hasta que el insistente timbre del teléfono los separó.

– Con seguridad es Beth para preguntar si voy a ir a la oficina.

– ¿Quieres que yo conteste?

– ¡No! -Tara cruzó la habitación de prisa y fue a tomar el auricular.

Adam se agachó para levantar del suelo un listón rojo.

– Todo caballero tiene derecho a llevar los colores de su dama, mi lady-le indicó Adam al ver su expresión de extrañeza-. Y los tuyos son definitivamente rojos -le acarició las mejillas encendidas.

– ¿Tara? ¿Estás allí? -gritaba la voz de Beth al otro extremo de la línea. Pero Tara no contestó. Dejó el auricular en su sitio y se arrojó a los brazos de su amado.


Beth no dijo nada cuando Tara llegó a la oficina después del medio día. La vio llegar en el auto de Adam y se mostró satisfecha como si todo hubiera sido idea suya. Una mirada al rostro encendido y feliz de su socia la convenció de que todo iba bien en el mundo. Entonces vio la sortija y el resto del día lo pasó hablando de la inminente boda.

Camino a sus respectivas oficinas, Tara y Adam se habían detenido en la oficina del registro civil en busca de la licencia correspondiente; podrían casarse el miércoles si así lo deseaban.

La joven no demostró su decepción cuando Adam le indicó que necesitaría más tiempo para poder ultimar detalles. Cuando él propuso que se casaran el siguiente viernes, a Tara le pareció que la prisa de la que habló antes no era tanta, después de todo.

Y él parecía preocupado cuando se presentó en la oficina de ella esa tarde. Presintiendo problemas, Beth pretextó una visita al banco para retirarse y dejarlos solos.

– Tengo que hacer un viaje -le indicó Adam, acomodándose el cabello-. No sé cuándo regrese, pero estaré aquí para nuestra boda.

Un temor frío invadió a la joven. No quería perderlo de vista, temerosa de que algo sucediera, que el destino volviera a arrebatarle la felicidad.

– ¿A dónde irás?

Adam se inclinó sobre el escritorio y la besó en la boca. Con eso, Tara supo que no le diría nada.

– Janice se hará cargo de todo. Flores, autos, recepción. Te veré el viernes de la próxima semana.

– Estaré esperándote -Tara permanecía muy quieta, con las manos cruzadas al frente con una serenidad que distaba mucho de sentir.

La sonrisa de Adam era superficial. Ella lo había visto usarla durante las reuniones de negocios cuando mil ideas más pasaban por su mente. Algo había ocurrido de lo cual no quería que ella se enterara, infirió Tara.

– ¿Me llamarás por teléfono? -le preguntó cuando él ya estaba en la puerta.

– Lo intentaré, cariño. Ahora, debo partir o perderé mi vuelo -regresó a su lado y la besó con rapidez, haciéndola levantarse-. Te amo, Tara. Siempre te amaré.

Más no lo suficiente para confiar en ella.

Si ella hubiese tenido que hacerse cargo de los arreglos, la situación habría sido diferente. Eso la habría mantenido con la mente ocupada. Pero Janice se hacía cargo de todo y la recepción se celebraría en casa de Jane.

Tara ya había estado allí, conocido al barbado explorador, pero ninguno de los Townsend aportó indicio alguno de dónde estaba Adam. Y la joven no se atrevió a preguntarlo. Pero un misterio sí se aclaró. La foto que había visto en el periódico ilustraba un artículo que anunciaba el nacimiento del pequeño Charles en tanto su padre estaba en las selvas del Amazonas. Si lo hubiera leído, se habría enterado entonces.

Adam la llamó en una ocasión. Parecía preocupado y la transmisión era tan mala que apenas si podían entenderse. Las palabras de amor fueron absorbidas por la estática. O tal vez él jamás las pronunció.


Estás preciosa, Tara -Jane hizo un último ajuste al velo que caía del ala del sombrero-. Perfecto.

– Gracias -a insistencia de Jane, ella había pasado la última noche de su soltería en la casa de su futura cuñada, al igual que Lally. Ahora llegaba el momento de partir para la boda. Se volvió y vio su imagen ante el espejo. Estaba pálida.

Una vez en el auto, guardó silencio, haciendo girar la sortija con el diamante en su dedo. Estaba segura de que Adam la llamaría la noche anterior, mas no fue así. Ni siquiera sabía si ya estaba de regreso del viaje. Temía que algo hubiera ocurrido y los nervios la destrozaban.

Su arribo a la oficina del registro civil confirmó sus temores. Era extraño que la novia llegara antes que el novio a la ceremonia.

Todos trataban de bromear por la circunstancia. Jane se mostraba tranquila, pero en ese momento lo único que ocupaba su mente era el bienestar de su marido y su hijo.

– ¿El señor Blackmore y la señora Lambert? -llamaron de la oficina.

– Tenemos una pequeña demora -explicó Charles-. ¿Podríamos esperar…?

En ese momento, todos se volvieron al escuchar pasos apresurados.

– Hola, ¿llego tarde? -Adam se inclinó para besar la mejilla y la mano de la novia-. ¿Estabas preocupada? El tránsito desde Heathrow está terrible.

Ante su presencia, todos los temores de Tara desaparecieron.

– No podíamos pedir más puntualidad -comentó Charles.

Pero la mirada de la joven fue de Adam a dos personas que esperaban detrás de él.

Le parecieron mayores, de menor estatura que como los recordaba, pero eran tan conocidos. Dio un paso tentativo hacia ellos.

– ¿Tía Jenny? -un paso más y de pronto estaba entre los brazos de la mujer mayor, abrazándola. Luego a Lamby-. No puedo creerlo -susurró con lágrimas en los ojos-. No puedo creerlo.

– Adam fue por nosotros, Tara.

– ¿Lo hiciste? ¿Por mí? -la joven se volvió hacia él.

– Mi regalo de bodas -le indicó él con una sonrisa.

– Aunque si este caballero no se da prisa, tendrán que esperar unos días más -advirtió el oficial del registro civil.

El grupo empezó a moverse, pero Adam detuvo a Tara.

– Lo lamento. No podía decirte cuáles eran mis planes. No quería hacerte abrigar falsas esperanzas. No sabía si aceptarían venir.