– ¿Comes aquí con frecuencia? -inquirió Tara cuando la camarera regresó a la cocina.
– De vez en cuando. La comida es buena. No te había visto aquí antes.
– No, sólo entré para evadir… -se interrumpió-. Pero pensaba quedarme y comer algo -miró su filete con aprensión. En sus planes no estaba pedir un plato tan costoso. Su negocio no iba bien y el dinero no sobraba. Pero si iba a pagarlo, más le valía disfrutarlo.
– ¿Trabajas cerca de aquí? -le preguntó Adam.
– Calle abajo. ¿Y tú?
– En un sitio conveniente -hubo algo en su voz que hizo que Tara levantara la vista, pero el rostro de Adam era inexpresivo, y no ahondó en el tema-, ¿A qué te dedicas?
Ella analizó la pregunta. Cuando dos personas operan una pequeña agencia de empleos, lo hacen todo, incluyendo repartir folletos en que describen sus servicios secretariales y de computación en todos los edificios de oficinas del área los fines de semana, pero no era eso a lo que Adam se refería.
– Soy secretaria -manifestó.
– Espero que mejor que quien mecanografió esto -cometo él, apuntando con desdén al documento que leía cuando ella lo interrumpió.
– Es probable -respondió Tara con tono indiferente, pero no dejaría escapar la oportunidad-. Si necesitas la ayuda de una secretaría, podría encontrar alguien para ti.
– ¿Tú? -preguntó él, inmovilizándose, y la joven decidió que ese no era el momento de presionar.
– No, no yo. Yo tengo empleo. ¿Y tú? ¿A qué te dedicas?
– Nada excitante. Paso el día detrás de un escritorio, moliendo cifras de aquí para allá.
De soslayo, Tara volvió a estudiarlo. A pesar de estar sentado, era evidente que Adam Blackmore tenía un cuerpo atlético. Tal vez pasaba el día detrás de un escritorio, pero, ¿qué hacía por la noche?
La joven se sonrojó de nuevo por el rumbo que tomaban sus pensamientos y el color de sus mejillas subió más al percatarse de que él la observaba divertido.
– ¿Y bien? -le preguntó él.
– Es el vino -comentó Tara, tocándose las mejillas-. No acostumbro beber con frecuencia.
– Ya veo -dijo Adam y ella tuvo la impresión de que veía de más-. ¿Conducirás esta noche?
– No, no vivo lejos -ese era el motivo por el cual huyó de Jim Matthews. Si éste hubiera logrado seguirla hasta su casa, la sitiaría allí tanto como en la oficina y ella no volvería a tener la paz.
– En ese caso, un poco más de vino no te hará daño -expresó Adam al rellenarle la copa, a pesar de las protestas de ella-. El color de tus mejillas es por demás atractivo.
– Es excelente -comentó Tara al beber otro sorbo de vino.
– Sí, traje varías cajas al regreso de mi último viaje a Burdeos.
– ¿Y lo guardas aquí? -preguntó ella, sorprendida.
– Este es un lugar público. Tiene unos sótanos magníficos bajo la misma calle. El propietario me permite guardar mis vinos en sus cavas.
– Cierto -asintió Tara-. Son conocidas como Queen's Head. Recuerdo que los sótanos fueron descubiertos durante las excavaciones, pero creía que habían sido cerrados por los constructores.
– No seas sacrílega, Tara Lambert. Las buenas cavas son difíciles de encontrar.
– No es un tema que se encuentre en mi línea de negocios. Pero debes conocer bien al propietario para confiarle tus vinos -observó ella-. En especial si son tan buenos como este.
– Podríamos decir que somos muy buenos amigos -Adam sonrió-. ¿Quieres postre o café? -agregó cuando la camarera retiraba los platos.
– No, muchas gracias. Estuvo delicioso, pero ya comí demasiado y tengo que irme.
Adam firmó la cuenta, rechazando la insistencia de ella en el sentido de pagar su parte, y se puso de pie. Sentado era imponente. De pie, la superaba en estatura al menos por quince centímetros.
La ayudó a ponerse el abrigo y al tocarle el hombro, provocó un calorcillo inesperado en ella, que la asombró y perturbó. Tara se apartó para buscar el paraguas y disimular su agitación. Al volverse, Adam le sostenía la puerta abierta.
– Muchas gracias por todo, Adam.
– ¿Por todo? ¿Estás segura? -él rió al ver su confusión. Tomó la mano que la joven le ofrecía y se la puso bajo el brazo-. Te acompañaré hasta tu casa por si tu admirador ha decidido esperarte -agregó antes que ella pudiera protestar.
– No es necesario -aseguró ella, aprensiva-. El no es peligroso -añadió.
– No. Sólo molesto -la voz de Adam era fría-. Yo no lo seré. ¿Por dónde nos vamos?
– Pero no llevas tu abrigo -para ser marzo, no hacía mucho frío, mas era necesario un abrigo ligero. Adam sólo aguardó la respuesta a su pregunta, ignorando la objeción-. Por aquí -indicó ella, finalmente- Al menos ha dejado de llover.
– Así es y el aire fresco es agradable.
¿Fresco? Tara se preguntó si él se daba duchas frías sólo por diversión, pero no lo expresó. La imagen de Adam Blackmore en la ducha era demasiado perturbadora. Se obligó a controlarse.
– ¿Después de un día detrás del escritorio? -Tara se sintió satisfecha del tono ligero que logró darle a su voz.
– Después de un día detrás del escritorio -confirmó Adam con una sonrisa que le indicaba que el cambio de actitud no lo había engañado ni por un instante.
– Es por aquí.
Se adentraron en una calle lateral hasta llegar al patio central, que tiempo atrás estuvo rodeado de establos y cocheras, ahora derruidos o convertidos en pequeños apartamentos. El de Tara en el primer piso era su hogar y refugio desde hacía seis años. Al subir por la escalera, se preguntó, no por primera vez, si no había sido una locura arriesgarlo todo en un negocio cuando podía tener la seguridad económica de trabajar para alguien más. Alguien como Jim. Reprimió un estremecimiento al pensar en eso.
– No esperaba esto -comentó Adam, mirando a su alrededor-. Creía que todo lo antiguo había desaparecido hacía tiempo en Maybridge.
– Los constructores han hecho su mejor esfuerzo, pero de alguna manera se olvidaron de este rincón en su empeño por modernizar. Y, afortunadamente, el lugar no tiene las dimensiones necesarias para un estacionamiento para autos -agregó Tara con tono irónico.
Adam extendió una mano en espera de que ella le entregara la llave y, con cierta renuencia, ella lo hizo. Adam la introdujo en la cerradura y abrió la puerta. En el quicio, la joven se volvió dudosa hacia él.
– ¿Quieres una taza de café?
– Ya estás a salvo en casa, Tara. Ya has corrido los riesgos suficientes para un día -sus pestañas velaban la expresión de sus ojos, pero sonreía divertido-. Buenas noches.
Se dio la vuelta y bajó por los escalones con paso ágil. Tara lo oyó cruzar el patio empedrado antes de alcanzar la acera. Entonces cerró la puerta despacio, sin estar segura de alegrarse de que él la hubiera dejado sola.
Fue el insistente timbre del teléfono lo que la despertó. -Hola. Habla Tara Lambert -murmuró adormilada al contestar.
– ¿Tara, estás enferma? -preguntó Beth Lawrence.
– ¿Enferma? -Tara miró el reloj-. Beth, lo siento, me quedé dormida. Estaré contigo dentro de veinte minutos.
– Me alegro de que estés bien, pero no vengas a la oficina. Hemos recibido respuesta de una compañía en la que dejaste un folleto el pasado fin de semana. Tienes una cita a las diez y media con una tal Jenny Harmon en Victoria House -le dio los detalles y le deseó suerte.
Tara se metió en la ducha para acabar de despertar. Después se recogió el cabello, que le llegaba hasta los hombros, en un discreto moño y se vistió con un traje sastre que resaltaba su figura esbelta. Luego revisó su portafolio para asegurarse de llevar consigo todo lo necesario y con un último examen ante el espejo, partió rumbo a su cita.
Tenía a su servicio sólo las mejores secretarias disponibles para trabajos temporales y una empresa que podía darse el lujo de tener oficinas en Victoria House sería un impulso excelente para su negocio En los doce meses que ella y Beth tenían de manejar la agencia, se vieron en grandes dificultades para salir adelante. Esa posibilidad de conseguir nuevos clientes era justo lo que necesitaban, y no la dejaría escapar.
A uno de los costados del edificio estaba el restaurante-bar en el que se había refugiado la noche anterior, y recordar la experiencia con Adam Blackmore la hizo ruborizarse y lamentar que el encuentro hubiera sido en esas circunstancias. Había pasado una noche inquieta, perturbada por la idea de que él creyera que acostumbraba proceder así ante desconocidos con la esperanza de conseguir una invitación a cenar. Se detuvo de pronto. Quizá incluso pensaría que siempre los invitaba a su apartamento para… tomar café.
De pronto tas brillantes luces de los escaparates de las tiendas que rodeaban el edificio parecieron girar a su alrededor, por lo que hizo una aspiración profunda para controlarse y apartar a Adam de su mente. Si eso era lo que él pensaba, nada podía hacer para remediarlo. Debería alegrarse de que no volvería a verlo.
Tomó la escalera eléctrica para subir al mezzanine. Una recepcionista registró su nombre, verificó su cita y le pidió que subiera al piso veinte por el ascensor.
Mientras subía, Tara repasó en su mente los argumentos que emplearía para convencer a la señora Harmon de que le convenía contratar sus servicios. El ascensor se detuvo al fin y sus puertas se abrieron.
La figura humana que estaba en la entrada recibía una inconveniente iluminación posterior, pero al moverse, ella pudo ver sus facciones duras.
– ¡Adam! -exclamó, asombrada, y al oír su nombre, él se volvió por completo y se inmovilizó. La sonrisa confiada que Tara esbozaba para Jenny Harmon desapareció al ver en el rostro varonil una expresión tan amenazante como el Atlántico en un día de tormenta.
Luego las puertas del ascensor empezaron a cerrarse y eso provocó que los dos se pusieran en movimiento, Tara en un intento por escapar antes que se cerraran por completo, y Adam para evitarlo. Luego se apartó para permitirle el paso.
– Tara -pronunció su nombre como si fuera una palabra desagradable, no un encuentro inesperado.
– Hola, Adam. No esperaba encontrarte aquí-manifestó ella con un tono que ni a ella misma convencía-. Dijiste que tu oficina estaba en un sitio conveniente, pero no imaginé…
– ¿No? ¿Quieres decir que esto no es más que una coincidencia? -sin esperar respuesta, él la tomó del brazo y la condujo por el pasillo.
– ¡Adam! -protestó la joven-. Tengo una cita… -volvió la cabeza con la esperanza de que Jenny Harmon apareciera y aclarara la situación, mas no vio a nadie. Necesitaba controlarse, tranquilizar inmediatamente la agitación que el encuentro inesperado había provocado. Pero él no le dio la oportunidad. Abrió una puerta, la llevó con firmeza hasta una silla y la sentó en ella.
Tara tuvo la impresión de estar en la cima del mundo, rodeada por bosques distantes y el río, que podía ver a través de una serie de ventanas en forma de arco que llenaban de luz la habitación. Cuando él la soltó, ella se puso de pie de inmediato. No se encontraba allí para admirar el panorama.
– Tengo una cita con la señora Harmon -declaró molesta cuando al fin controló sus cuerdas vocales-. ¿Te molestaría indicarme cuál es su oficina?
– Siéntate Tara -Adam se acomodó en la esquina de un escritorio despejado y, sin quitarle la vista de encima, se inclinó para oprimir un botón de un intercomunicador-. ¡Siéntate! -repitió. La joven volvió a instalarse en la silla, sabiendo que de lo contrarío él la obligaría a hacerlo sin miramientos. Pero se sentó en el borde con una expresión desafiante que indicaba que no se quedaría allí un momento más del que fuera necesario.
– ¿Jenny, esperas a una tal Tara Lambert esta mañana? -preguntó él por el aparato.
– Si, Adam, es de la agencia de empleados de oficina temporales de la que te hablaba. Entiendo que ya llegó, pero debe de haberse extraviado en algún lugar del edificio.
– Dudo mucho que esté extraviada -los labios de Adam se torcieron en una sonrisa que a Tara no le agradó-. De hecho, creo qué se encuentra en el sitio en el que ella quiere estar. Deja el asunto en mis manos-. Guardó silencio durante unos momentos, estudiando a Tara con irritación evidente. Luego, como si hubiera tomado una decisión, se levantó y fue a sentarse en una silla frente a ella. Apoyó los codos sobre el escritorio, tocándose el mentón suavemente con la punta de los dedos al observarla, pensativo.
– Una vez, Tara, podría considerarse una coincidencia, hasta un encuentro de apariencia accidental como el que dispusiste anoche -con un movimiento de cabeza rechazó la airada protesta de la joven-, pero, ¿dos veces? La señora Harmon está en el piso veinte. Este es el veintiuno. Mis aposentos privados.
– Entonces debí de oprimir el botón equivocado -ella se puso de pie-. Un simple error, fácilmente remediable. No tienes por qué molestarte más.
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