– ¿Tienes idea de qué hora es? -inquirió Tara, volviéndose hacia el hombre.
– Llevo toda la noche esperándote.
– ¿En dónde? No estabas frente a mi puerta cuando llegué -lo cual quizá era mejor. Adam no estaría complacido de tener que despacharlo dos días seguidos.
– Caminando de aquí para allá. He tenido tiempo de pensar en el tema para un libro. ¿Sabes lo inquietantes que son los ojos de los gatos cuando te miran en los callejones? Si fueran reales… ¿Tienes una libreta? Tengo que hacer algunas notas…
– ¡No! -Tara se estremeció-. Y no quiero saber nada de los horribles ojos de tus gatos. Ya es tiempo de que te des por vencido, Jim, y aceptes que no voy a regresar. Tendrás que encontrar a alguien más. No soy la única… -se detuvo cuando otra idea surgió en su mente-: ¿Cómo averiguaste dónde vivo? Estoy segura de que Beth no aceptó tu dinero, por mucho que le hayas ofrecido.
– Fue muy grosera, Tara. Me asombró oír un lenguaje como el suyo en una mujer -Jim fue a sentarse en el sofá.
– ¿Y bien? -le exigió ella.
– Siempre hay manera de averiguar las cosas. Solo tienes que usar el intelecto -encogió los hombros-. Sabes que escribí novelas de detectives durante un tiempo. Bueno, pues me dije que esto era el argumento de una novela. ¿Cómo averiguaría el detective dónde vive la heroína? ¿Es eso chocolate? -se levantó, fue hacia la mesa y bebió de la taza a pesar de las protestas de la joven-. ¡Maravilloso! Estoy congelado.
– No me sorprende. No tienes puesto tu abrigo -Tara puso los brazos en jarras-. No has contestado a mi pregunta.
– No fue difícil. Sólo acudí a la biblioteca y consulté los listados electorales.
– ¡Santo Dios! -realmente el hombre era insistente- ¿Cuánto tiempo te tomó?
– Wmm. No mucho. Sabía que no vivías lejos de aquí pues te vi caminar, aun bajo la lluvia. Pero debo reconocer que soy muy afortunado de que vivas en Albert Mews y no en Washington Lañe.
– Pues tu suerte se acabó, Jim Matthews. Si no te vas en este momento, tendrás que prepararte para… -un violento golpe a la puerta la interrumpió. Pensó que tal vez fuera su vecina con una emergencia-. ¿Qué diablos…?
Pero se trataba de Adam Blackmore, quien entró como tromba cuando ella abrió.
– Tara, ¿estás bien? -la tomó de los brazos y la miró con detenimiento-. Cuando llegué a casa, recordé el informe que preparaste y fui por él a la oficina -hizo una pausa para recobrar el aliento, ya que era evidente que había llegado corriendo-. Entonces vi al hombre que te molestaba anoche. Venia para acá. Sé que dijiste que no es de peligro, pero quise asegurarme…
Se interrumpió al notar un movimiento detrás de la chica, comprendiendo que no estaba sola. Dio un paso al frente para protegerla y se detuvo al ver la actitud despreocupada de Jim, quien estaba cómodamente instalado en el sofá, con los pies sobre la mesa para el café y la taza de chocolate en las manos.
Con los labios apretados, Adam recorrió la habitación con la mirada, apreciando cada detalle. Al fin la posó en Tara… el cabello negro suelto a los hombros, descalza, vestida para la cama…
– Estaba preocupado -sus ojos tan fríos como un glaciar se encontraron con los de ella-. Pero veo que no debí hacerlo -esbozó una sonrisa que no le llegaba a los ojos-. Te dije que él esperaría.
– Adam…
– Mis disculpas por la interrupción -murmuró él, mirando a Jim-. Te veré por la mañana, Tara -no había ninguna seguridad en sus palabras, ni en la forma en que cerró la puerta al salir.
Tara se volvió hacia el intruso, que, parecía tan inofensivo, tan insignificante, tan inconsciente del caos que había causado y el dolor que la invadía.
– Ciertamente, Jim Matthews -declaró con enojo-, eres el hombre más molesto que he tenido la mala fortuna de conocer -pero sus palabras no surtieron efecto. Jim Matthews poseía ese supremo egoísmo que no le permitía satisfacer más que sus propios deseos.
Y el daño estaba hecho. Molestarse con él jamás lo cambiaría. Pero cuando Jim repitió que debería casarse con él, ella estalló.
– ¿Es que no sabes escuchar? ¡No, no y no!
Algo en su expresión al fin pareció alcanzarlo, pues no discutió, cuando Tara insistió en que debía marcharse. Quizá debió hacerlo prometer que no volvería, pero estaba demasiado cansada y tal vez de nada serviría.
Capítulo 3
EL agotamiento le facilitó conciliar del sueño. Sin embargo, Tara tuvo que obligarse a abordar el ascensor privado de Adam Blackmore para que la llevara, demasiado rápido, al piso veintiuno a la mañana siguiente.
Hizo una aspiración profunda y alzó el mentón. Era inútil demorar el momento. Había hecho su mejor esfuerzo, pero hay ocasiones en las que las cosas jamás podrán resultar. Llamó a la puerta de la oficina de Adam y entró. Estaba vacía, lo que fue una gran decepción.
Molesta, fue a su propia oficina para encontrar en su escritorio una pila de correspondencia y una nota autoadherible fijada al monitor de su computadora. "Adelante, Tara. Te veré más tarde", era el mensaje escueto. Revisó la agenda de Adam, pero no halló alguna anotación que le indicara dónde podría estar él.
Con el abrecartas, atacó la correspondencia, clasificándola. Parte de la misma ella podría contestarla, por su cuenta; para el resto, Adam tendría que darle instrucciones. Le llamó la atención especialmente un recibo de una clínica privada de Londres por haber atendido a la señora Jane Townsend. Esto, más que todo, necesitaría la atención personal de Adam, se dijo.
El teléfono sonó varias veces, sobresaltándola en cada ocasión pues creía que era Adam. Tomó mensajes, contestó preguntas cuando le fue posible y en caso de no poder hacerlo, averiguó quién podía atender el asunto. Poco a poco se daba cuenta de la magnitud del grupo empresarial controlado por Adam.
Estaba inmersa en la lectura del informe financiero anual del grupo cuando algo la hizo levantar la mirada.
Le fue imposible saber cuánto tiempo llevaba Adam observándola desde el marco de la puerta que comunicaba sus oficinas, pero su actitud le indicaba que ya tenía allí un rato.
– ¿Un poco de lectura durante tu hora del almuerzo? -preguntó él con tono burlón.
– ¿Ya es hora del almuerzo? -sorprendida, Tara miró su reloj-. No me di cuenta de que era tan tarde. La mañana ha pasado muy rápido.
– ¿De veras? Me alegro de que no te hayas aburrido. Trae tu libreta, me aseguraré de mantenerte ocupada el resto del día.
Tara le entregó la correspondencia y le dio los mensajes.
– ¿Esto es todo?
– Me hice cargo de la correspondencia de rutina. En la carpeta encontrarás copia de lo que ya contesté.
– Asumes demasiadas responsabilidades -comentó Adam al revisar la documentación.
– Me indicaste que siguiera adelante. Si quieres una simple mecanógrafa, la tendrás aquí en una hora.
– No lo dudo -murmuró Adam sin dejar de revisar la correspondencia-. Pero, por el momento seguiremos como estamos. Un día no es suficiente para saber sí llenas todos los requisitos, ¿no te parece?
Tara apretó los labios. ¿Qué era lo que el hombre quería? ¿Sangre?
– ¿Podrías darme una idea del tiempo que se requiere? Tengo un negocio que atender, recuérdalo.
Adam la contempló un largo momento, como si pudiera leer hasta el fondo de su alma. Luego regresó la vista a sus papeles.
– Hasta que Jane regrese.
Ella sintió que el calor invadía sus mejillas y bajó la vista a su libreta. La hora siguiente la pasaron en firme concentración hasta que fueron interrumpidos por una llamada en el teléfono privado de Adam, quien escuchó un momento e hizo una señal para que Tara se retirara.
– Eso es todo por el momento -le indicó.
Con un suspiro de alivio, la joven regresó a su escritorio.
– Tara -el llamado unos minutos después la sobresaltó-. Haz reservaciones para dos personas en un vuelo a Bahrein para el martes de la semana próxima.
– ¿En dónde quieres alojarte? -buscó libreta y lápiz.
– Nuestros anfitriones se encargarán de eso. Sólo ocúpate de los vuelos.
– De acuerdo. ¿Quién te acompañará?
– Tú, querida.
Por la excesiva presión, Tara rompió la punta del lápiz sobre el papel.
– ¿Sucede algo?
– No -Tara pasó saliva con dificultad-. Claro que no.
– No creí que fuera un problema -Adam sonrió. Tu deseo de trabajar para mí debe de ser muy fuerte. Me preguntó cuánto estás dispuesta a soportar.
– Supongo que hasta el viaje a Bahrein -le espetó ella, cortante-. Pensaba que Jane estaría de regreso la semana próxima.
– Me conmueve tu actitud -manifestó él con ironía-. Pero no tienes por qué preocuparte. Lo de Jane no es grave, aparte de su presión que está un tanto elevada. No está enferma, Tara. Está embarazada.
– ¡Embarazada! Creía… -la joven se interrumpió. Lo que creía era tan absurdo, que ni siquiera encontraba la palabra para describirlo. El alivio la hizo sonreír-. Esa es una buena noticia. ¿Estás seguro?
– Lo estoy, Tara, ¿Por qué lo preguntas?
– Por nada en especial. Sólo que trabajando para ti… bueno, no imagino cuándo encontró el tiempo.
– ¿No? -la sonrisa de Adam era malévola-. Me ofrecería a hacerte una demostración en este momento, pera me temo que tengo una reunión a la que no puedo faltar.
– Estoy aquí como tu secretaria temporal -le recordó ella, ruborizada-. No tengo que probar si reúno "requisitos" en otros ámbitos, aun cuando caigan en el rubro de "tiempo extra" -antes que terminara de hablar, Tara supo que cometió un error.
Molesto, Adam se acercó a su escritorio y le levantó el mentón.
– Estás muy equivocada en ese sentido, Tara. En este puesto, el sexo cae en la misma categoría que lavar la ropa. Lo harás en tu tiempo libre -sus labios se posaron sobre los de ella con brutal determinación. La joven luchó un instante, mas estaba atrapada por su propia silla y la traicionera disposición de sus labios a corresponder a la caricia. Pero cuando comenzaron a abrirse, él se separó con la furia reflejada en sus verdes ojos y caminó de prisa hacía la puerta, donde se detuvo con la respiración agitada, como si acabara de subir los veintiún pisos corriendo por la escalera.
– Recuérdame deducir eso de tu factura.
Tara permaneció inmóvil en su asiento por lo que le pareció una eternidad. Alargó una mano hacia el auricular y luego la retiró despacio. Ya bastantes preocupaciones tenía Beth sin que su socia la usara como paño de lágrimas. El viaje a Bahrein seria por negocios. Adam no pudo indicárselo con mayor claridad. Y hasta que tuviera asegurado el contrato, ella tendría que mantener fría la cabeza y la lengua sujeta. Ya no habría más cenas en el penthouse. No haría más comentarios tontos que dieran a Adam la oportunidad de probar sus afirmaciones como acababa de hacerlo. Se tocó los labios, que todavía vibraban por el asalto que acababan de sufrir. Sería fácil: Sólo tenía que pensar en Jane.
"Embarazada". Recordó la convicción con la que Adam había pronunciado la palabra. Estaba absolutamente seguro. Era probable que Jenny Harmon lo supiera, pero no le comentó nada a ella, únicamente dijo que la secretaria permanente estaba ausente por enfermedad. Solo había un motivo por el cual guardar el secreto, por el cual Adam pagaba una clínica privada. Un largo suspiro escapó de sus labios y se obligó a moverse. No era de su incumbencia. Jane no era la primera secretaria que tenía relaciones con su jefe, aun cuando no muchos esposos están dispuestos a guardar las apariencias cuando hay un bebé de por medio. A menos que el esposo de la mujer ya no fuera parte de la ecuación y sólo aguardaban el divorcio para que Jane se convirtiera en la señora de Adam Blackmore.
– No es de mi incumbencia -se repitió en voz alta. Tendría que olvidar que él la besó. Que eso despertó en su interior anhelos largamente adormecidos. El beso no significó nada para él, se dijo, furiosa. El hecho de que Adam fuera capaz de provocar una respuesta tan ávida de su parte sólo era debido a su experiencia. Quizá practicaba en todos sus momentos libres. Con Jane.
Primero tenía que encargarse de los billetes de avión, se recordó. Contempló sus manos, que apretaba con fuerza sobre su regazo. Al abrir los dedos doloridos, se preguntó cuánto tiempo llevaría sentada allí. Demasiado. Tenía un trabajo que hacer y debía sacarlo adelante.
Al tomar el teléfono, otra idea acudió a su mente. Adam le había dicho que tendría que quedarse allí hasta que Jane regresara.
– ¡Santo Dios! -gimió. Podrían pasar meses enteros. La situación empeoraba por momentos y a menos que abandonara la oficina, no había otra solución.
– ¿Cómo es él? -Beth estaba arrellanada en el sofá, sosteniendo un tarro de café en las manos para calentarse los dedos. Tara se sentó en un sillón frente a su amiga y aprovechó el momento para ordenar sus pensamientos y responder con cuidado.
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