Para colmo de males, alguien había tenido la genial idea de repintarlo, madera incluida, de color rojo cereza.

Con la intención de ver a la conductora, Rory entornó los ojos, pero los cristales oscuros lo imposibilitaron. En cuanto los temblores del coche cesaron se abrió la portezuela del conductor y una sandalia de tacón indescriptiblemente alto se posó en las baldosas. Las tiras sujetaban un pie muy pequeño y arqueado por la forma del calzado. Al igual que el vehículo, las uñas de los pies estaban pintadas del color de las piruletas de cereza.

Rory cerró los ojos y ahogó un quejido. Recordó lo mucho que detestaba esa ciudad de locos. Se disponía a celebrar una reunión de trabajo y se topaba con uno de esos pies por los que uno se vuelve fetichista. No le quedó más remedio que volver a mirarlo y durante un instante evaluó la posibilidad de renunciar a un escaño en el Senado a cambio de trabajar de vendedor en una zapatería pija de Rodeo Drive.

En ese momento la suela de la otra sandalia golpeó las baldosas y produjo un chasquido que lo devolvió a la realidad. Se dijo que solo eran un par de zapatos y que sin duda el resto de la mujer sería mejor.

¡Vaya si lo era! Mejor dicho, era mejor, pero también peor. Mientras permanecía a la espera, por detrás de la cortinilla de la portezuela de madera pintada de rojo asomó una mujer. Era una mujer baja, llena de curvas y que parecía vestida de desnudez y lentejuelas.

Rory volvió a cerrar los ojos con desconcierto y resignación. Pensó que esas cosas solo ocurrían en Los Ángeles y se recriminó por no haberse preparado para ese tipo de situación. La última vez que una mujer lo sorprendió en un lugar inesperado fue precisamente en Caidwater, casi diez años atrás. Fue la noche en la que dejó fuera de combate a su padre, salió pitando de la casa y escapó hacia el norte.

La portezuela del coche se cerró enérgicamente y, por las dudas, Rory se atrevió a echar otro vistazo. Pues no, cada centímetro, hasta el último, seguía siendo el mismo, incluidas las rutilantes lentejuelas y las sandalias con tacón de aguja.

Mientras Rory la miraba, la mujer respiró hondo.

El cerebro de Rory dejó de funcionar… probablemente porque toda la sangre de su cuerpo se agolpó en la mitad inferior del torso.

Rory se dio cuenta de que la miraba fijamente, pero la mujer hacía lo mismo. Tuvo la sensación de que la muchacha movía la boca y repetía una suerte de mantra mudo. Avanzó con paso majestuoso hacia él, si es que alguien con un calzado tan imposible es capaz de hacerlo, y por razones inexplicables Rory retrocedió… y volvió a retroceder.

La joven siguió acortando distancias; finalmente Rory se quedó quieto y pudo ver que la muchacha llevaba un vestido de noche color carne que se adhería como cinta adhesiva a su cintura de avispa y a sus espectaculares pechos. Se detuvo ante él, a una educada distancia de un metro.

La mujer extendió la mano.

– Hola, señor. Soy Jilly Skye.

Rory la miró y su mente se vació de todo lo que no fuese aquella visión adornada con lentejuelas que tenía delante. La muchacha acercó la mano y él la miró, atontado. ¿Qué esperaba la chica que él hiciera? Volvió a observar su rostro en busca algún indicio y creyó percibir que movía los labios.

La expresión de la joven se volvió radiante, bajó la mano y, notoriamente aliviada, añadió:

– Usted no es Rory Kincaid.

El hombre parpadeó.

– No. Sí que soy Rory Kincaid.

Al menos, estaba relativamente seguro de que lo era.

La mujer tragó saliva, movió nuevamente los labios sin hacer ruido y volvió a extender la mano.

– Lo siento. Soy Jilly Kincaid… Perdone, señor Kincaid, soy Jilly Skye y estoy encantada de conocerlo.

La mujer tenía una cara felina y los ojos verdes, y finalmente Rory se percató de que esperaba que le estrechase la mano. La palma y los dedos de su mano pequeña y cálida apretaron la suya con actitud decidida e impersonal, demasiado rápida y formalmente.

Formalmente… Jilly Skye… «¡Dios mío, esta es la cita que tenía esta tarde!», pensó Rory sin acabar de creérselo.

La muchacha enarcó las cejas y sonrió sin tenerlas todas consigo.

– Lo escucho.

Vaya, la chica estaba dispuesta a escucharlo. Rory se preguntó qué esperaba que hiciese.

Volvió a recorrer con la mirada a la menuda mujer. La joven agitó los dedos sujetos por las tiras de aquellas provocadoras sandalias y a renglón seguido se acomodó la delicada diadema con cuentas. Por debajo, la cabellera color café le caía hasta los hombros en una maraña de rizos naturales. Rory ya había reparado en los ojos verdes, pero entonces vio las pecas que salpicaban su rostro. La joven volvió a mover los labios, por lo que Rory llegó a la conclusión de que padecía un lamentable tic nervioso.

Kincaid negó para sus adentros. Con o sin el lamentable tic nervioso, esa comerciante de ropa vintage no resultaría útil para clasificar las cosas que contenía la mansión. Casi siete décadas de acumulación de ropa y vestuario de escena ocupaban hasta el último rincón de Caidwater, por lo que su catalogación era una tarea imponente. Rory quería trabajar con una persona profesional y eficiente porque debía ocuparse de recaudar fondos para el Partido Conservador y porque deseaba abandonar Los Ángeles lo antes posible.

Repasó nuevamente a la mujer con la mirada y otra oleada de sangre recorrió su entrepierna. No le hizo el menor caso. Desde que era muy pequeño había visto todas las formas imaginables de cómo se torcía la fascinación sexual. A diferencia de algunos pijos de Hollywood que habían sido sus amigos, Rory había aprendido de los malos ejemplos de su célebre familia y había abandonado Los Ángeles tras cometer un grave error. Cuando se trataba de sexo, ahora siempre usaba el cerebro en primer lugar.

Con la candidatura al Senado en perspectiva, estaba obligado a proteger su reputación y había quienes esperaban que la defendiese. Por muy tentador que resultase, la mera idea de pensar en juguetear con ese encanto pechugón apuntaba a un desastre que aparecería en los titulares de la prensa sensacionalista y todos los leerían.

En el caso de un hombre listo como él, lo mejor sería que la ayudase a subir inmediatamente al coche y la apartara de su vida.

Mientras elaboraba la frase correcta para llevar a cabo su plan, la joven abrió desmesuradamente los ojos y se tragó una exclamación de sorpresa. Rory hizo como que no se daba cuenta y supuso que debía de tratarse de su lamentable tic nervioso en pleno despliegue. La joven retrocedió hasta que sus sinuosas caderas chocaron con el lateral rojo cereza del coche. Algo peludo y de color gris pasó como un suspiro junto a Rory, con sus potentes garras trepó velozmente por el vestido de la mujer y se posó en su hombro.

Lo que faltaba…

La mujer permaneció inmóvil, aunque sus bonitos ojos verdes se desviaron hacia esa cosa orejuda y de cola larga. Evidentemente, se trataba de un animal, de una mascota, pero como estaban en el sur de California, el bicho, cuyo tamaño estaba a mitad de camino entre un conejo y una cobaya, no era ni un gato ni un pájaro ni un pez de colores. No se trataba de un tipo de vida animal, domesticada o salvaje, que la gente normal que vive en un entorno normal espera encontrar en el transcurso de una jornada normal.

Rory pensó en negar que conocía la existencia de esa mascota, pero todos los que lo conocían sabían que se enorgullecía de ser un hombre responsable.

– No le hará daño -aseguró. Caminó despacio hacia Jilly y maldijo mentalmente a su hermano, que era quien había llevado el condenado bicho a Caidwater-. Es una chinchilla.

Kincaid se aproximó un poco más y la mujer arrugó el entrecejo. Rory le puso una buena puntuación por su valentía, ya que mantuvo el cuerpo inmóvil, como si fuera una escultura de hielo.

– ¿Está seguro? -Rory pensó que la mujer intentaba mantenerlo todo quieto, ya que cuando habló apenas movió la boca. Como no gesticuló demasiado, Rory se fijó en que su boca era suave y de labios gruesos-. ¿Conoce a este animalito?

– Beso -respondió Rory.

Los ojos verdes se clavaron en él y el tono sonrosado de las mejillas de la muchacha hizo juego con el rosa de su boca.

– ¿Qué ha dicho?

– Es la mascota de mi tía. Se llama Beso. He propuesto que le cambiemos el nombre por el de Houdini, pero no ha querido saber nada.

Más le valía afrontar que la hermana de su padre no mostraba demasiado entusiasmo por sus propuestas ni por él. Rory no cesaba de repetirse que todo mejoraría en cuanto instalase a la tía en su casa cerca de San Francisco.

Como si llevara toda su vida de roedor aguardando ese instante, la chinchilla Beso miró con adoración a Jilly, trepó por su hombro y acurrucó la coronilla en la parte inferior de la barbilla de la joven.

Jilly dio un salto y parpadeó.

– ¡Vaya! Tiene el pelaje realmente suave.

Dio la impresión de que Beso sonreía y volvió a frotarse la cabeza contra esa piel tersa. Rory llegó a la conclusión de que era lógico envidiar a un animal que había empezado a despreciar.

– Vamos, Beso.

Estiró la mano para coger a la mascota, que chilló a modo de protesta, se deslizó velozmente por el hombro de Jilly y se parapetó bajo el pelo de su nuca.

La joven también chilló, y Rory, que se encontraba muy cerca, vio la carne de gallina que se formó desde su cuello hacia el escote. Antes de empezar a envidiar también la carne de gallina, Rory apretó los dientes y masculló:

– ¡Beso, sal con las zarpas en alto o habrá guiso de chinchilla para cenar y zapatillas de chinchilla para Navidad!

En lugar de rendirse, el animalillo se agazapó un poco más, por lo que Jilly jadeó. Ese jadeo, por su lado, provocó una… no, mejor dicho, provocó dos hechos espectaculares.

Tras un vistazo único e increíble, Rory fingió que no había reparado en que los soberbios pechos de la joven se escapaban del vestido ni dio señales de haber experimentado la lógica reacción masculina.

Dolorosamente consciente de que no lograría que el condenado animal saliese por su cuenta, Rory se acercó a la mujer y de repente introdujo la mano en los espumosos rizos de su melena. Dio con el cuerpo frenético de su adversaria y la aferró; no hizo caso de los chillidos de queja de Beso, de sus perturbadas maniobras de distracción, de los ojazos desmesuradamente abiertos de Jilly Skye ni de su tic nervioso, que volvió a agitar sus labios dulces y suaves.

Le resultó imposible no notar la cálida sensación que el cabello de Jilly provocó en su mano… y le pareció inaceptable. Por eso, cuando Beso hizo un último intento desesperado por aferrarse a la joven, Rory volvió a apretar los dientes y cogió firmemente a la mascota. Con un último chillido, la chinchilla abandonó el enredo de la cabellera de Jilly convertida en una contrariada perdedora.

– ¡Misión cumplida! -exclamó Rory triunfal, y retrocedió para ver cómo reaccionaba la mujer.

En lugar de agradecida, Jilly estaba azorada. Rory no la censuró porque entonces le quedara menos vestido que al llegar a la mansión. Al parecer, la lucha entre el hombre y la bestia había dado por resultado que el vestido se rasgase. Jilly aferraba el corpiño con una mano y el extremo de un tirante roto con la otra. Rory sabía lo suficiente sobre la ley de la gravedad como para ser consciente de que las manos de la joven eran lo único que impedía que transgrediese las normas del decoro.

Súbitamente los titulares de la prensa sensacionalista cobraron vida en la mente de Rory y tuvo la sensación de que le amargarían la existencia.

– Necesito que entre en casa -musitó en tono apremiante.

Las cosas ya estaban bastante mal cuando la mujer lucía el descarado vestido… ¡del que ahora solo quedaba la mitad! Deseosos de sacar provecho de los rumores sobre sus aspiraciones políticas, hacía semanas que reporteros y fotógrafos rondaban la zona, y los teleobjetivos eran algo poderoso y perverso. No debía acompañarla hasta el coche. Era mejor que no la viesen salir de Caidwater hasta sujetar el vestido con clips o agujas.

Con una mano, Rory mantuvo a Beso sobre su pecho y con la otra aferró a Jilly del brazo y la condujo hacia la casa.

– Por aquí.

Jilly lo siguió hasta que llegaron al final de la escalinata que desembocaba en la puerta. Una vez allí se detuvo y ladeó la cabeza para contemplar las tres plantas de paredes de estuco rosado.

– ¡Qué curioso, parece una fortaleza árabe!

Rory la urgió a continuar; en ese momento no le interesaba admirar la residencia. En su opinión no era más que lo que parecía: un palacio de ensueño, caprichoso y exageradamente lujoso.

– Ocupa tres mil metros cuadrados -informó con toda la naturalidad del mundo-. Tiene cuarenta y cuatro habitaciones, incluida una piscina cubierta, para no hablar de los ocho jardines ni de las hectáreas de tierra sin cultivar. Una cascada de treinta metros cae sobre el cañón, en el que hay un estanque para canoas; también dispone de pistas de tenis y un campo de golf de nueve hoyos.