– Pero estás sonriendo… mejor dicho, sonríes de oreja a oreja -se sintió obligada a precisar.

– Lo sé -confirmó Rory-. Reconozco que es rarísimo, pero en cuanto le conté lo del montaje a tu abuela y me despedí de la posibilidad de ser senador, la nube negra que había sobre mi cabeza desa… se disolvió. -Deslizó las manos hasta los hombros de la joven y la sacudió ligeramente-. Jilly, dame otro motivo para sonreír, dime que me quieres.

La muchacha se dijo que no estaba dispuesta a reconocerlo. Retrocedió un paso y el abrazo de Rory se volvió más firme. Observó esa belleza exótica que había dado pie a mil fantasías y que probablemente seguiría generándolas durante el resto de su vida, pero decirle que lo quería… hacerle saber que ejercía ese poder sobre ella… no, no y no.

Jilly tembló de la cabeza a los pies.

Rory debió de reparar en sus temores.

– ¡Ay, Jilly…! -Su voz se tornó más grave-. No me crié rodeado de amor ni lo busqué, pero has entrado en mi vida y has traído tanta luz, ternura y… y también caos, que sé que no volveré a ser el mismo. Y no quiero ser el que fui.

Jilly lo observó atentamente y pensó que volvía a vivir en el mundo de la fantasía. Sin embargo, no vio la túnica blanca ni las dunas. ¿Era posible que Rory la desease realmente? Su mirada se volvió dulce, sorprendida, tierna y alegre a la vez, y el corazón de la joven pareció saber lo que eso significaba.

– No lo entiendo -musitó Jilly, sin saber si debía creer en la existencia de ese órgano absurdo y blando que le llenó el pecho y que latió tan fuerte que pensó que Rory lo oiría.

Kincaid la estrechó, pero ella permaneció rígida y asustada.

– Claro que lo entiendes. Por favor, Jilly, ya me he resistido lo suficiente en nombre de los dos. Te ruego que lo digas.

Jilly se preguntó si estaba dispuesta a renunciar a su independencia y a su autonomía y permitir que otra persona fuerte y autoritaria la dominara.

De repente la verdad la golpeó. Rory le ofrecía algo que había anhelado durante toda la vida: amor. Necesitaba desprenderse del pasado a fin de tener las manos libres para aferrado. ¿Tendría la valentía de hacerlo?

Al cabo de unos instantes, se relajó en sus brazos, lo miró a los ojos y dijo:

– Tú primero.

Después de todo, ser valiente no es lo mismo que ser tonta.

Rory masculló entre dientes y al final le cogió el rostro con las manos. El claro de luna lo ilumino y lo convirtió en un ser real y mágico a la vez.

– Te quiero, Jilly. Quiero que seas mi esposa. Mi única señora Kincaid de aquí a la eternidad.

El corazón de la joven dio brincos de felicidad. ¿Era cierto? ¡Claro que sí! Alguien la quería, mejor dicho, Rory la quería y deseaba hacerla su esposa.

– ¿De verdad?

– De verdad. -Rory volvió a fruncir los labios-. Y ahora dilo.

– Un momento. -Jilly también apretó los labios e intentó aclararse-. Si nuestro compromiso ficticio se convierte en verdadero, ¿significa que…?

– ¿Que me presento a senador? No. ¿Que todavía tienes que decirlo? Sí. -Le acarició el labio inferior con el pulgar-. Cariño, habla de una vez.

– Te…

¡Pum…! Se oyó una explosión ensordecedora y a continuación una lluvia roja tiñó el cielo. ¡Pum…! Rojo… ¡Pum…! Blanco…

Desconcertada, Jilly echó la cabeza hacia atrás a medida que estallaban los fuegos artificiales. ¡Pum, pum, pum…! Las estrellas artificiales salpicaron el cielo y cayeron como fuego blanco.

Miró a Rory, que también contemplaba los fuegos de artificio. El estrépito era tal que la joven se dio cuenta de que Rory no la oiría.

¡Pum…! ¡Paf, paf, paf, paf…! ¡Pum…! ¡Pum…! ¡Pum…! Azul… Azul, azul, azul, azul. Azul. Azul. Azul… El firmamento se iluminó con palmeras y estrellas centellantes.

En el preciso momento en el que los ecos se apagaron, un siseo estentóreo atravesó el aire. Jilly dejó escapar una exclamación de sorpresa y señaló por encima del hombro de Rory.

Sin soltarla, Kincaid volvió la cabeza hacia su casa. A lo largo de la segunda y la tercera planta, la pirotecnia chisporroteante cobró vida y dibujó cuatro letras enormes, las de un nombre que recorrió de una punta a la otra la mansión Caidwater: Rory, Rory, Rory, Rory, Rory, Rory, Rory, Rory, Rory…

El magnate bajó la cabeza, miró a Jilly y suspiró.

– ¡Por favor…! Tendrían que haber encendido los fuegos artificiales después de anunciar mi candidatura. Alguien debió de dar un falso aviso.

¡Caramba…! Jilly se acordó de que se había topado con un desconocido cuyo móvil no tenía cobertura. Bueno, tal vez algún día se lo contaría a Rory… pero ahora mismo tenía que hacer algo mucho más importante.

– Te quiero -dijo.

Jilly pensó que Rory había renunciado a muchas cosas por ella y que lo único que podía ofrecerle a cambio era su corazón.

La luz de su nombre repetido hasta el infinito iluminó la mirada de Kincaid cuando la observó y preguntó:

– ¿Qué has dicho?

– Que te quiero. -Aunque Rory se inclinó hacia ella, la muchacha lo mantuvo a distancia apoyándole la mano en el pecho-. ¿Estás seguro… estás seguro de que tu lugar no está aquí, en esta casa y con esta gente?

– Soy todo tuyo. Me vuelves loco, me haces reír y creo que con tu ayuda por fin descubriré que tengo corazón.

Jilly hizo una mueca.

– Espero que así sea y lo siento.

– Pues yo no. Tenías razón y lamento haber tardado tanto en empezar a buscarme.

Rory bajó la cabeza y la besó tierna y dulcemente; luego recorrió sus labios con la lengua y Jilly lo recibió con la boca abierta. Gimieron al unísono.

La muchacha apretó ese cuerpo sólido y real. Algo aturdida, se dijo que no eran el jeque y la esclava. La verdad definitiva y reparadora consistía en que eran iguales en ese estado llamado amor. Eran el jeque y su reina, el jeque y su amada, el jeque y su esposa… Eran eso o algo parecido.

Jilly se aplastó contra Rory y se colgó de su cuello. Ya lo averiguaría más tarde. En ese momento tenía sus propios fuegos artificiales y quería compartirlos con él.

También deseaba saborear la certeza de que nunca más volvería a estar sola.

Epílogo

La última fiesta por todo lo alto de los Kincaid en Caidwater tuvo lugar el primer sábado de junio. De pie en la terraza, entre dos impresionantes arreglos florales, Rory aspiró el dulce aroma del azahar, ya que a Jilly no le agradaban las rosas, y lanzó un profundo suspiro de satisfacción. Habían pronunciado los votos, le había puesto la alianza y el párroco los había declarado marido y mujer.

Jilly estaba definitivamente unida a él.

Claro que, siendo como era ella, eso no significaba que Rory pudiese seguirle siempre el rastro. Por algún motivo inexplicable estaba solo durante su propio banquete de bodas mientras Kim intentaba encontrar a la novia para que el fotógrafo realizase las últimas fotos de grupo.

De todos modos, no era desagradable esperar bajo el cálido sol vespertino. Los arrullos de las palomas, los cantos de los sinsontes y la charla de los invitados a la boda armonizaban a la perfección con el chapoteo incesante de las ocho fuentes de Caidwater. La finca no tardaría en cambiar de manos. Rory suponía que las leyendas perdurarían por mucho que los Kincaid se fueran a vivir a otra parte. De todas formas, no estarían muy lejos.

Se mudarían a las cercanías porque el negocio de Jilly seguía prosperando y ambos querían estar cerca de Greg, Kim e Iris. Rory incluso había descubierto que Los Ángeles le gustaba. Era como Jilly: cálida, alegre y de espíritu libre. Se trataba de una combinación muy difícil de detestar, sobre todo una vez descubierto su corazón leal y generoso.

Transcurrieron varios minutos más, que dedicó a hacer de casamentero, combinando mentalmente la mezcla ecléctica y excéntrica de invitados. Por descontado que emparejaría al político Charlie Jax con Aura. De momento, la astróloga lo había arrinconado junto al surtidor de champán y volvía a estudiar su mano. El experimentado jefe de la campaña electoral todavía no sabía si Aura le tomaba o no el pelo con sus artes adivinatorias.

Unió a Ina, la instructora del método Pilates en FreeWest, con el senador Fitzpatrick. Viudo desde hacía muchos años, el anciano necesitaba una mujer en buena forma y tan activa como él. Rory no se sorprendió cuando el senador decidió que volvería a presentarse como candidato del Partido Conservador. Además, las encuestas vaticinaban un triunfo arrollador. Jilly le había contado que el tío Fitz había reconocido que se alegraba de no tener que enfrentarse a la jubilación.

En cuanto a él, tras algunas reflexiones llegó a la conclusión de que, en realidad, le gustaba participar en actividades públicas, por lo que buscó la manera de influir a través del sector empresarial. Estaba entusiasmado por ser el nuevo jefe de una organización que se proponía crear centros tecnológicos en zonas con bajos ingresos. Tenía contactos, dinero, le debían favores y estaba empeñado en convertir esa situación en algo que mereciese la pena. Por otro lado, ya no necesitaba el respeto de nadie, salvo el de su familia y el de sí mismo.

Paseó la mirada por los invitados y sonrió cuando un grupo de residentes en FreeWest se desternilló de risa. Los amigos de Jilly se habían convertido en los suyos y sus perspectivas de la vida, exuberantes y originales, lo divertían y lo mantenían ojo avizor. Le caían muy bien. Bueno, en realidad no se sentía del todo cómodo con el dependiente genéricamente inespecífico de French Letters, el de la bandera estadounidense en los incisivos, pero se vio obligado a reconocer que todo es mejorable.

Un movimiento sigiloso llamó su atención. Miró hacia abajo y descubrió que Iris intentaba deslizarse a sus espaldas. Durante la ceremonia, la niña había sostenido el ramo y con su vestido de encaje chapado a la antigua, los zapatos con cordones y el sombrero de paja, parecía la imagen de la inocencia. Precisamente por eso Rory entrecerró los ojos y la cogió de la muñeca, que Iris había escondido a la espalda.

Sin pronunciar palabra, Kincaid abrió los dedos de la pequeña y vio un saltamontes de color verde intenso que, al darse cuenta de que estaba libre, pegó un brinco. Rory enarcó una ceja.

– ¿Qué pensabas hacer con el saltamontes?

Iris intentó poner morritos, pero enseguida sonrió de oreja a oreja.

– Pensaba metértelo en el pantalón.

Rory puso cara de pocos amigos.

– ¿Te parece que es la mejor manera de tratar a tu tío?

– ¡Eres mi sobrino!

– Tu padre es mi hermano, así que eres mi sobrina.

Iris negó con la cabeza.

– Eres mi sobrino.

Rory asintió.

– Eres mi sobrina.

– Soy tu tía -lo corrigió la pequeña.

– Y yo tu tío.

– ¿Te rindes? -quiso saber la niña.

– ¡No! Lo que quiero decir es que soy tu… -Rory se dio por vencido, la niña se rió en sus narices y se alejó bailoteando-. ¡Mocosa! -espetó.

Iris no dejó de reír… y probablemente se dedicó a buscar otro saltamontes con el que torturar al mayor de los Kincaid.

Rory meneó la cabeza y dio gracias a Dios porque los problemas de la niña hasta su mayoría de edad eran de la incumbencia de su hermano en lugar de suya. Jilly estaba en lo cierto cuando decía que al principio Iris lo había aterrorizado, pero por suerte hacía meses que habían firmado una tregua. Seguían librando esas escaramuzas sin importancia exclusivamente como diversión e incluso pensaba que en el futuro sería un buen padre.

Claro que antes tendría que pasar por la luna de miel, hablando de la cual… Por fin Jilly avanzó hacia él en medio de los asistentes. El corazón le dio literalmente un vuelco al verla.

¡Por Dios, cómo la quería…! Cuando oyó cómo confesaba a su abuela lo que sentía por él y comprendió que su espíritu y su alegría podían pertenecerle, el mundo volvió a girar. A pesar de que sucedió de noche, salió el sol en la luz de los fuegos artificiales destinados a marcar su ambición y que, en realidad, sirvieron para celebrar el amor.

Finalmente, Rory tenía claro lo que deseaba; lo más inteligente que había hecho en su vida consistió en reconocer que, a fin de tener la posibilidad de ser felices juntos, necesitaba el espíritu alegre de Jilly tanto como ella su sólida formalidad. Ahora estaba empeñado en que esa posibilidad se prolongara a lo largo de toda la vida.

Jilly sonrió al llegar a su lado. Su romántico vestido blanco parecía tan delicado que Rory abrigó la esperanza de que su esposa no lo matase en cuanto se quedaran a solas y se lo arrancase. Francamente, estaba harto de las celebraciones; tenía ganas de iniciar su nueva vida.

– ¿Me echas de menos? -preguntó Jilly.

Kincaid frunció el ceño.

– No estés tan segura. ¿Qué hacías? El fotógrafo quiere tomar las últimas fotos. Luego nos marcharemos y continuaremos con lo mejor.