Jilly ató el hilo de pescar al angelito enroscado en el techo, justo encima del baño de asiento. Sonrió y giró la burbuja para contemplar el bigote daliniano y las apuestas facciones de la foto. Llegó a la conclusión de que era perfecto: parecía la espumosa burbuja de la fantasía de una mujer, colgada sobre el baño de asiento.

Jilly estiró los brazos hacia la otra burbuja de plástico. Kim carraspeó, pero su amiga ni siquiera la miró, ya que se concentró en atar la segunda burbuja un poco más alta que la primera. Se dio por satisfecha; ya había bajado más de la mitad de la escalera cuando se le ocurrió mirar la imagen de la segunda burbuja, la de la fantasía femenina moderna. Frenó en seco.

Kim volvió a carraspear e inquirió:

– ¿Qué te parece?

Jilly parpadeó y estudió la foto otra vez. En el interior de la burbuja estaba Rory, mejor dicho, la cara de Rory.

– Mientras buscaba por la red me topé con esa foto -explicó Kim. Sus palabras no penetraron en las orejas de Jilly; todo lo que sabía sobre el Rory Kincaid de carne y hueso aparecía en su mente, con colores intensos, nítidos e irreprimiblemente vivos-. Vale, ya está bien. -Kim movió la mano para sacar a Jilly del trance-. ¿Qué te parece?

Jilly pensó que tenía un grave problema porque cada vez le resultaba más difícil pasar por alto la extraña fantasía que despertaba la mera mención de su nombre. No sabía por qué motivo una mujer como ella tenía semejante fantasía y, además, era incapaz de ahuyentarla. Incluso en ese momento la fantasía cobró alas y…

¡No! Ni podía ni debía dejarse llevar. Sin duda, la locura que experimentaba estaba relacionada con la carencia de alguna vitamina.

Jilly miró a Kim y pidió con voz apremiante:

– ¡Brécol! ¿Tienes brécol?

Kim frunció el ceño.

– ¿Te encuentras bien? ¿Qué te ha pasado en Caidwater?

Jilly tragó saliva. Apenas reparó en que, al bajar de la escalera, no había pisado el suelo de la tarima, sino que se había metido en el baño de asiento. Se había hundido hasta los muslos en falsas burbujas, pero casi ni se había enterado. Tal vez Kim podría ayudarla a encontrar sentido a lo que ocurría.

Bajó la voz y replicó:

– No sé si estoy bien. Me ocurre algo extrañísimo y soy incapaz de entenderlo. Me dirigí a esa casa esperando encontrarme con Bill Gates… -Jilly cerró los ojos y vio a Rory Kincaid, con hombros anchos y caderas prietas, que avanzaba por la calzada a su encuentro, con la magnificencia ultraterrenal de Caidwater como telón de fondo- y… y me topé con un príncipe del desierto, de ojos azules y pelo oscuro.

– ¿Has dicho un príncipe?

– La cosa va de mal en peor. -Con los ojos todavía cerrados, Jilly volvió a tragar y los escalofríos le erizaron la piel-. Tal vez tú puedas explicármelo. Por alguna razón inefable, una fantasía se repite en mi mente. Cada vez que pienso en Rory Kincaid veo a un príncipe del desierto. Imagino a un príncipe del desierto erótico y de mirada ardiente, que me lleva a su castillo moro… en realidad se trata de una lujosa fortaleza, en la que jura que me mantendrá prisionera hasta que ya no me desee. Luego me…

Otro escalofrío recorrió la espalda de Jilly. En ese instante un sonido extraño y sordo la llevó a abrir los ojos y mirar a su amiga. Kim estaba en un tris de partirse de risa. Jilly sintió una gran vergüenza y cerró la boca al tiempo que la comprensión súbita e innegable atravesó los velos de esclava que había estado a punto de describir que llevaba en la fantasía.

¡Por Dios!

Dejó escapar un quejido, se metió en el baño y evitó la mirada cómplice y risueña de Kim sumergiendo la cara en el montón de cosquilleantes burbujas de plástico. ¡Así que ahora fantaseaba con Rory Kincaid! Precisamente con Rory Kincaid, que la había mirado como si estuviera chalada y que se interponía entre su mejor amiga y la hija de su mejor amiga.

Pensándolo bien, no necesitaba que su mejor amiga le explicase lo que ocurría. ¡Castillos moros…! ¡Príncipes de mirada ardiente…! ¡Carne de gallina, cuero cabelludo erizado y una conciencia de su cuerpo que hasta entonces jamás había experimentado…!

Justamente ella, Jilly Skye, criada por una puritana y educada por las monjas, ¡deseaba a Rory Kincaid! Lo deseaba, sentía un deseo totalmente desenfrenado e inapropiado que ya no era un secreto… ni siquiera para sí misma.

Capítulo 3

El traqueteo del transporte de Jilly Skye, al que Rory no se atrevía a denominar «coche», traspasó el aire matinal e incluso se coló por las gruesas paredes de Caidwater. Apretó el teléfono inalámbrico que llevaba pegado a la oreja y miró a través de la ventana de la biblioteca.

Debió de quejarse en voz alta porque el hombre con el que hablaba, el honorable Benjamin Fitzpatrick, su mentor y actual senador por California, se interrumpió en medio de la frase y preguntó:

– Hijo, ¿qué te pasa? ¿Hay algún problema?

Para entonces Jilly había detenido su monstruo rojo y se había apeado.

– Señor, está todo bien. ¿Qué era lo que decía?

Desde luego que había un problema, un problema grave. La mujer que el día anterior se había presentado con un vestido de fiesta no se había convertido en una fémina alta, plana y vestida de forma conservadora. Ni pensarlo. El delicioso y sinuoso cuerpo de Jilly estaba cubierto por prendas que rendían homenaje a la época de las flores: blusa campestre blanca y vaqueros estridentemente adornados con parches multicolores y rebuscados bordados. Rory se llevó automáticamente la mano al bolsillo de la camisa y buscó las gafas de sol. Dolía mirar esos tonos chillones, dignos de un pavo real.

Por si fuera poco, a pesar de que los pliegues de la blusa disimulaban sus soberbios pechos y de que sujetaba su alborotada melena de rizos con un gran pasador, la mente de Rory recordó vivazmente cada centímetro de su exuberancia y aún le cosquilleaba la mano que había rozado sus cabellos. Por añadidura, sus dedos ansiaban seguir el contorno de la señal de la paz, de color rojo vivo, que adornaba un bolsillo trasero de los vaqueros, así como la cadena de margaritas que rodeaba su muslo.

Y pensar que esa tarde tenía una reunión en Caidwater, un encuentro que exigía total concentración…

– Rory… Rory… hijo, ¿me oyes?

Kincaid centró su atención en el senador.

– Sí, señor, por supuesto. Lo oigo perfectamente. El equipo llegará a las dos.

La voz del anciano rezumó satisfacción:

– No sabes cuánto me alegro. Has dado demasiadas largas a esta cuestión.

Rory se movió inquieto. Seguía pensando que era demasiado pronto para reunirse con el equipo de estrategas del Partido Conservador a fin de tratar los detalles específicos de su candidatura electoral.

– Sabe perfectamente que prefiero esperar a que mi candidatura se anuncie oficialmente.

– No olvides que eso es únicamente para la galería, en la práctica ya eres nuestro candidato.

El senador siguió parloteando y repasó por enésima vez los diversos puntos del encuentro.

Rory escuchó sin prestar demasiada atención y pensó que sorprendentemente el candidato del Partido Conservador era precisamente él. Aguardó y deseó experimentar una oleada de satisfacción. Se mantuvo expectante, pero no sirvió de nada.

Frunció el ceño, contrariado. Debería alegrarse de que el senador estuviese convencido de que su integridad y carácter eran lo bastante firmes como para superar la vida llena de escándalos no solo de su padre, sino también de su abuelo. Lo único que experimentó fue una zozobra que sintió en la nuca como una mano helada.

Su turbación carecía de sentido. El año anterior, cuando lo nombraron miembro del comité federal encargado de investigar el fraude del comercio electrónico, se alegró de que sus servicios llamasen la atención del senador Fitzpatrick. El anciano le cayó bien en el acto; siempre había admirado su talento político. Pasaron sin dificultades de la relación profesional a una amistad que Rory tenía en alta estima.

Un poco desconcertado tras la reciente venta de su empresa de software, Rory se sintió muy halagado cuando ese hombre entrado en años empezó a hablar del nuevo Partido Conservador y de la candidatura al Senado. No es que Rory viese de color de rosa la vida en Washington, pues sabía que allí también había ególatras y genta ansiosa de poder, pero lo cierto era que, en virtud de sus antecedentes familiares, se consideraba más capacitado que la mayoría para quitarlos de en medio.

Lo que más lo atraía de esa posibilidad era que el Partido Conservador se proponía recuperar la política de la misma forma que él aspiraba a restituir la dignidad del apellido Kincaid. Tanto el nuevo partido como él deseaban recobrar el honor.

Daba la impresión de que, con la candidatura al Senado, el destino le ofrecía una oportunidad hecha a su medida.

Se asomó por la ventana y reparó en que Jilly Skye se agachaba para sacar una cartera del coche. Los vaqueros gastados ceñían su atractivo y redondo trasero con la misma firmeza que las manos de un hombre. Volvió a reprimir un gemido. El astuto destino también le brindaba la oportunidad de conocer a la tentadora Jilly.

Maldita sea, estaba convencido de que su estado melancólico era culpa de la joven. Al igual que la víspera, solo de verla le daban ganas de bajar la cabeza y esfumarse, es decir, dejar de tomar decisiones hasta que resolviese la cuestión.

Incapaz de dominar totalmente el pánico, Rory carraspeó y se excusó:

– Disculpe, senador, pero tengo que colgar.

Dada la trascendental reunión de la tarde, durante la cual conocería al nuevo director de campaña del Partido Conservador, más le valía situar a la deliciosa Jilly tras las barricadas de la colección de su abuelo. Con un poco de suerte, también podría encerrar con ella los perversos pensamientos que discurrían por su mente.

– Hijo, no permitas que Charlie Jax te acoquine.

– ¿Cómo ha dicho? ¿Que me acoquine? -Rory volvió a concentrarse en el senador Fitzpatrick-. ¿Qué quiere decir?

La risilla del senador no le resultó nada tranquilizadora.

– Pese a ser un poco contundente, Charlie representa una ventaja extraordinaria para el Partido Conservador.

Rory protestó.

– Senador, lo que usted define como «un poco contundente» para los demás significa que «te aplasta como una apisonadora».

El senador Fitzpatrick volvió a reír.

– Acabarás por entenderte con él. Aseguraste que estabas dispuesto a afrontar nuevos desafíos.

Rory protestó con más energía y reprimió el deseo de mirar por la ventana.

– En momentos como este tengo el convencimiento de que el verdadero desafío consiste en convencerlo de que se presente para otro mandato.

El senador no dejó de reír y colgó.

Una vez terminada la llamada, Rory abandonó la biblioteca rápidamente y abrió la puerta antes de que su picajosa visitante tocase el timbre. Jilly abrió desmesuradamente los ojos al reparar en lo que Rory esperaba que fuese una expresión aterradora.

– Sígame -masculló el magnate.

Con esa orden a modo de saludo, Kincaid cogió la cartera de cuero que la mujer llevaba y la condujo hacia el ala este de la residencia.

– Lo mismo digo, señor Kincaid, hola -murmuró Jilly-. Sí, desde luego, tiene usted toda la razón, hace una mañana preciosa.

Rory arrugó el entrecejo y la miró de soslayo.

Jilly lo observó a través de sus pestañas muy, pero que muy rizadas y sonrió. En el cutis cremoso de su mejilla izquierda destacó algo en lo que hasta entonces Rory no había reparado.

¡Maldita sea!

¡Tenía un hoyuelo! ¡Ese pequeño y erótico bombón tenía un hoyuelo! Era el tipo de peculiaridad que desarma y que hace que algunos hombres olviden la vestimenta floral, las lentejuelas de la víspera y todo lo que demostraba que esa mujer no era más que otro ejemplo de la fauna más estrafalaria y chiflada de Los Ángeles.

Kincaid intentó convencerse de que él no formaba parte del grupo de «algunos hombres».

Finalmente Rory se detuvo al comienzo de un largo pasillo, delante de una de las diversas puertas cerradas, situadas a uno y otro lado del corredor, y dirigió una mirada especulativa a la mesa de comedor, de madera maciza, arrinconada contra la pared. En cuanto lograra que Jilly empezara a recorrer el pasillo, si retiraba los altos jarrones orientales que adornaban la mesa y buscaba la ayuda del jardinero, tal vez… tal vez podría volcar la mesa y taponar la abertura. Encerrar a la joven le parecía una idea fabulosa.

Ciertamente, se trataba de una idea absurda, pero Jilly Skye con su hoyuelo saltarín en la mejilla izquierda y una begonia bordada en el trasero era tan peligrosa para sus leales ambiciones en el Partido Conservador como una esposa loca encerrada en el desván.