Llegarán en unos minutos. Yo siempre llego pronto. Gajes del oficio de periodista: si llegas tarde, pierdes la historia. Pierdes la historia y te arriesgas a que algún blanco envidioso y mediocre de la redacción te acuse de no merecerte el puesto. «Es latina, lo único que tiene que hacer es mover el culo para conseguir lo que quiera.» Uno de ellos dijo eso una vez lo suficientemente alto para que yo lo oyera. Era el encargado de la programación televisiva y no había escrito una sola frase original en unos cincuenta y siete años. Estaba convencido de que su mala racha se debía al programa de acción afirmativa, sobre todo después de que el director del periódico me pidiera a mí y a otras cuatro representantes de «minorías» (léase: de color) que nos levantáramos durante una presentación en el auditorio, sólo para poder decir: «Observen detenidamente las caras del futuro del Gazette». Creo que en aquel momento él se sintió políticamente correcto, mientras montones de ojos azules y verdes se volvían hacia mí con expresión de -¿cómo era?-, de horror.

Así es como transcurrió mi entrevista de trabajo: «¿Es usted latina? Oh… vale. Entonces sabrá hablar español, ¿no?». ¿Qué puedes responder a una pregunta así, incluso cuando la respuesta es no, si sólo tienes 15,32 dólares en tu cuenta y un crédito de estudiante por pagar al mes siguiente? ¿Dices: «Eh, su apellido es Gadreau, ¿sabrá usted hablar francés, no?»? Qué va. Te lo montas. Necesitaba tanto ese trabajo que si hubiera hecho falta hablaría mandarín. Con un nombre como Lauren Fernández creyeron que el español formaba parte del paquete. Un síntoma más de la enfermedad americana: la tendencia a simplificar, a estereotipar lo ilógico. América sería distinta sin él.

Reconozco que no les dije que procedo en parte de lo que llamamos «basura blanca», nacida y criada en Nueva Orleans. Los parientes de mamá son monstruos de pantano con manchas de aceite bajo las uñas y una lavadora verde oxidada delante de la caravana, son la clase de gente que ves en cualquier capítulo de «Cops»: un tipo flaco como un gato muerto desde hace una semana, recubierto de tatuajes con esvásticas, que llora porque la policía voló su laboratorio clandestino.

Ésa es mi gente. Ésa, y los cubanos con relucientes zapatos blancos de Nueva Jersey.

Por todo esto y mucho más con lo que no voy a aburrirte ahora, me he convertido en una luchadora nata, y he centrado toda mi existencia hacia un solo objetivo: triunfar en la vida -entendiendo por ésta trabajo, amigos y familia- a toda costa. Siempre que puedo me visto como si mis circunstancias fueran diferentes y mucho más normales. Nada me emociona tanto como que la gente que no me conozca crea que procedo de una típica familia cubana adinerada de Miami.

A veces pienso que he logrado dar el salto al otro lado, donde vive la gente equilibrada y «sin problemas»; pero entonces aparece un texicano cabezón como Ed y me paraliza nuevamente la certeza de que no importa la perfección que alcance, nunca seré tan importante para mi mamá como una pipa de hierba; no importa cuántos premios literarios traiga a casa, porque tampoco seré tan importante para mi papá como la Cuba anterior a 1959, donde el cielo era más azul y los tomates sabían mejor. Los hombres como Ed me buscan porque olfatean en el aire mi verdad secreta: me odio porque nadie se ha tomado jamás la molestia de amarme.

Vuelvo a preguntar: ¿Qué maldito psicoanalista puede ayudar a alguien como yo?

Sentada en las oficinas de la redacción durante aquella entrevista, vestida con mi traje azul marino de rebajas de Barami y mis bailarinas de hace tres años con un agujero en la suela, les dije lo que querían oír: «Sí, sí, seré su picara Carmen Miranda. Bailaré la lambada en su gris periódico». Pero lo que pensaba era: «Contráteme de una vez. Ya aprenderé español».


La primera semana de trabajo, un editor pasó por delante de mi mesa y dijo en un silábico y ensordecedor inglés que todos acabarían usando conmigo: «Me alegro mucho de que estés aquí representando a tu gente». Quise preguntarle quién demonios creía que era mi gente, pero sabía la respuesta. Mi gente, hasta donde él y los suyos llegan, son estereotipos: morenos de piel y pelo, pobres e incultos, que cruzan en estampida la frontera desde países «de allá abajo» con sus pertenencias en bolsas de supermercado de plástico.

Necesito otra cerveza. Desesperadamente.

– Oye -llamo a la camarera-. Tráeme otra.

Se apoya en su enorme cadera apartándose el pelo, largo y negro, de sus bonitos ojos.

– ¿Cómo? -pregunta.

Parece desconcertada.

Estaba viendo una telenovela mexicana en un pequeño televisor que hay detrás del mostrador y parece que le molesta que la interrumpan con, mira tú, trabajo. Tengo que repetir que quiero otra, porque tengo un acento muy cerrado en español. Sigue sin enterarse. Coño. Al final, sostengo la botella vacía al revés y levanto las cejas. El infalible idioma de los signos del prepotente. Asiente y se va refunfuñando a la parte de atrás a por otra cerveza. Está bien, aprendí español después, en el trabajo. Pero la camarera puertorriqueña sabe que soy una impostora.

Miro hacia la calle otra vez esperando ver un «coche temerario» conocido. Puede decirse mucho sobre un barrio por los coches que hay en él, ¿verdad? En éste hay un poco de todo hoy en día. Desde los bajos y temibles lowriders de Toyota y de Honda con pegatinas de «Témeme» o con un Calvin meón en la ventana trasera, salpicando las alcantarillas de anticongelante (por favor, que alguien me explique por qué los puertorriqueños piensan que los lowriders japoneses son una buena idea en Nueva Inglaterra), hasta flamantes Volvos conducidos por alguna mamá que va a la farmacia, mientras sus trillizos se arrancan mechones de pelo a tirones en la parte trasera.


Yo no tengo coche. Podría permitírmelo, así que no te rías. Ya he pasado la barrera de las legendarias seis cifras gracias a ese pequeño premio literario nacional. Pero cuando era estudiante me acostumbré al transporte público, y me gusta sentir su ajetreo. Además, en mi trabajo conviene salir y estar al tanto de cómo habla la gente en realidad.

Escribo una nueva columna en la sección semanal «Estilo» titulada piadosamente «Mi vida», pero ideada por Chuck Spring como «Mi vida loca», para, tal y como él mismo dijo, «conectar con la gente latina, o lo que sea».

Se supone que mi columna es confesional, el diario de una mujer (latina) con «gancho». ¿Preferiría perderme en un bosque vestida con un mono de camuflaje y vivir como Annie Dillard, observando la vida salvaje de… -¿quién demonios vive en el bosque?, ¿las hormigas?- las hormigas, cuando veo a Chuck Spring pavonearse con una sonrisa estúpida, listo para asistir a otra reunión de su Final Club de Harvard, donde hombres de mandíbula cuadrada beben martinis y arrojan dinero a las strippers? Sí. ¿Necesito este trabajo demasiado como para huir o quejarme? Un doble sí, con una guinda encima. Así que lo aguanto lo mejor que puedo.

No es que no me aprecien en el Gazette. Chuck y los otros editores valoran mi «diversidad», mientras piense como ellos, escriba como ellos y esté de acuerdo en todo. En lo que a mí respecta, puedo decir que la diversidad de la sala de noticias de la redacción consiste en contratar «jugadores de equipo», dóciles como perros apaleados, pero lo suficientemente diferentes en el tono de la piel, apellidos o país de origen, como para negarles pequeñas tonterías, como un ascenso. Significa enviar al único negro de la redacción a Haití a cubrir «disturbios sociales», aunque haya una reportera blanca sentada a su lado que casualmente habla un perfecto haitiano criollo; también significa tachar a la antes mencionada de ingrata y vitriólica llorona si protesta. Ahora mismo no quiero hablar de eso. Oh, oh, tengo jaqueca.

Ahora mismo, ya, quiero cerveza. ¡Eh, eh!

Me está resultando algo más difícil coger el transporte público desde que hace poco el Gazette empapeló la ciudad con carteles donde se ve mi cara pecosa, mi oscuro pelo rizado y una gran sonrisa, enmarcada en la necia frase: «Lauren Fernández: Her casa is your casa. Boston». Lo hicieron, claro, cuando las estadísticas más recientes revelaron que ahora mismo los hispanos son «la mayor minoría» de la nación. Antes de que todos los periódicos publicaran ese oxímoron en portada, los principales medios de comunicación no daban una chalupa Chihuahua por ellos. No conseguía que Chuck Spring se interesara en ninguna historia de hispanos que me diera de comer. Ahora que los hispanos parecen ser un buen negocio, sólo quiere que escriba sobre ellos.

El dinero habla, verás. A los hispanos ya no se les ve como una sucia amenaza extranjera que invade las escuelas públicas con su grotesco idioma; ahora somos un mercado nacional. Un objetivo de mercado. De ahí lo mío. Mi columna. Y mis carteles. La avaricia hace que la gente cometa locuras. La mayor de todas fue que el departamento de promoción oscureció mi cara en las fotos para que me pareciera más a lo que imaginan debe ser una latina. Ya saben, morena. El primer día que aparecieron esos anuncios en la ruta 93 y en las estaciones del metro, las temerarias empezaron a llamarme. «Eh, cubana, ¿cuándo te nos has vuelto chicana?» Respuesta: cuando le ha convenido al Gazette.

Esta noche hemos cedido a Usnavys el privilegio de escoger el sitio para celebrar la cena de aniversario, ya que fue ella quien bautizó a nuestro grupo. Fiel a su necesidad de volver a sus orígenes y demostrar que ha llegado más lejos y mejor de lo que cualquiera haya podido o querido aspirar jamás, escogió El Caballito. El propietario es un cubano canoso de sonrisa cálida que, te lo juro, es idéntico -pero idéntico, ¿eh?- a papi. Eso significa que mide un metro cincuenta y cinco, que es tan pálido que se le ven las venas en sus arqueadas piernas, que es calvo, y que tiene una nariz que recuerda a un personaje de «Barrio Sésamo». Cada vez que veo a ese fulano me invade la deprimente sensación de que soy el producto de siglos de entusiasta endogamia tropical.

De todas formas, a Usnavys -la mires desde donde la mires no es precisamente una sílfide- también le gusta El Caballito porque cada menú incluye, y no miento, montañas de comida en cuatro enormes platos de plástico. Uno con carne o pescado; otro rebosante de arroz blanco; frijoles negros o rojos en salsa en el tercero, y además, un plato de plátanos fritos grasientos de los llamados «maduros», que son maduros, blanditos y muy dulces, o de los «tostones», que se usan verdes, se cortan en rodajas y se fríen, para aplastarlos después, freírlos de nuevo y rehogarlos con ajo.

Plátanos refritos, si quieres.

Así es como tuvimos que explicárselo a Amber, porque ella cree que todas las latinas son como ella. Y que todas comemos lo que comía ella de pequeña en Oceanside, California. Piensa que todas mataríamos por el menuda, una sopa que preparan «a propósito» con tripas unas señoras mexicanas bajitas que enjuagan restos de excremento de los intestinos de un cerdo en el fregadero de la cocina. Ay, no. Lo siento. Eso no es para mí. Realmente piensa que la cocina mexicana de California tiene aceptación universal entre las latinas, así que los únicos plátanos que había visto en su vida antes de llegar a Boston eran los que su mamá compraba en Albertson's y le troceaba en los cereales antes de llevarla en la furgoneta a ensayar con la banda de música.

A estas alturas debería estar mejor informada pero, francamente, no sabría decir si se entera. Siempre que puede, sigue restregándome ese trasnochado movimiento Mexica de la década de los setenta, el de «moreno y orgulloso», y el lema de la costa Este de «Que viva la raza». Y cuando no me da la paliza a mí, se la da a Rebecca. Rebecca es su causa. Amber es un caso. Ya verás.

A veces te ponen un quinto plato en El Caballito, uno lleno de algo que los latinos caribeños llamamos «ensalada», es decir, un par de trozos de aguacate, cebolla cruda y tomate, aliñados con sal, aceite y vinagre. Hay un motivo por el que, amigas mías, todas las señoras puertorriqueñas y cubanas que ves por la calle son tan anchas como un maldito autobús. Hay una razón por la que los cubanos de Union City agitan en el aire dedos gordos como salchichas cuando hablan de política. A los cubanos y puertorriqueños no les gusta la ensalada, pero les encanta la fritanga, sobre todo si es de carne, de una que alguna vez haya hecho link-oink. La gente de aquellas islas, aisladas, podrías pensar, durante decenas de miles de años, parecen creer que la carne de cerdo te hace fuerte y es saludable. Hace un tiempo fui a Cuba para conocer a mis parientes, que sacrificaron en mi honor un huesudo cerdito de triste mirada, y al ver mi cara de pasmo, no cesaban de preguntarme qué me pasaba. «¿No comes carne? ¡Te vas a morir de lo flaquita que estás!»