Papi siempre dice que jamás se acostumbrará al concepto americano de la ensalada llena de «hojas» y «tan endemoniadamente complicada». Todavía hierve una lata de leche condensada para desayunar y devora esa empalagosa pasta a cucharadas, a pesar de tener la boca llena de caries. La familia de mi mamá, amiga mía, es más de huevosconpan (todo en una palabra y siempre junto), con pan blanco, Coca (el refresco o la droga, no hacen distinciones) y un cigarro de mentol de guarnición. Está bien, de acuerdo. Voy a dejar de hablar de papi. Mi psicoanalista estaría orgullosa de mí. Cubadectomía.

¿Y yo? Yo no sé de dónde demonios vengo. Podría tomarme una ensalada César cualquier día. Y desayuno bagels con queso de untar con sabor a salmón. Ah, y soy lo que podría denominarse una adicta a Starbucks. Creo que ponen cocaína y éxtasis en sus bebidas, pero eso a mí hasta me viene bien, incluso hubo un tiempo en que me molestaba esa sofisticación que les impide decir simplemente «pequeño, mediano y grande» como a todo el mundo, pero ya lo he superado. Si no consigo mi súper-cortado-con-leche-desnatada-caramelizado todas las mañanas -sí, he dicho «cortado», ¿y qué?- soy una inútil. Pero no se lo digas a mis editores. Ellos esperan que sea como esas vivarachas abogadas latinas de los anuncios de la tele que tienen orgasmos mientras se lavan la cabeza en un tribunal. Esperan que me estire y vaya cogiendo mangos del cesto de fruta que debo llevar siempre en la cabeza cuando no estoy en la redacción hablando, ya sabes, de los frijoles saltarines mexicanos. Un desayuno latino de mango y papaya: ¡Heeeey Macarena, aaaarh!

En realidad, todas las temerarias somos profesionales. No somos dóciles asistentas. Ni prostitutas de cha-cha-cha. No somos esas mujeres bajitas y silenciosas que llevan mantilla y rezan a la Virgen de Guadalupe. Ni siquiera somos como las heroínas de novela de las autoras chicanas de la vieja escuela; las que sirven mesas y ven antiguas películas mexicanas en decrépitos cines del centro en los que borrachos que apestan a whisky se mean en los asientos; las que conducen coches desvencijados y limpian retretes con las uñas llenas de Ajax; las que llevan pantalones de poliéster de centro comercial que huelen a tamales y que siempre están tristes porque algún borracho idiota con camisa vaquera canta canciones de José Alfredo Jiménez en una cantina de adobe, en lugar de volver a casa y arreglar la lámpara fundida que cuelga de un cable pelado y hacerle el amor apasionadamente como un verdadero hombre.

Órale.

Usnavys: vicepresidenta para Asuntos Públicos del United Way de Massachusetts Bay. Sara: una de las mejores diseñadoras de interiores y anfitrionas que he conocido en mi vida, ama de casa con dos mellizos de cinco años y esposa del abogado empresarial Roberto Asís, ambos respetados miembros de la comunidad judía de Brookline (sí, también entre las latinas hay judías, vergüenza debería darte esa cara de sorpresa). Elizabeth: copresentadora de un programa de televisión matutino de una cadena de Boston, actualmente finalista para un puesto de copresentadora de un prestigioso informativo nacional, ex modelo de pasarela, renacida evangélica (ex católica), y portavoz nacional de la organización Cristo para los Niños. Rebecca: dueña y fundadora de Ella, hoy en día la revista de la mujer hispana más popular del mercado nacional. Y Amber: cantante de rock en español y guitarrista que espera su gran oportunidad.

Y moi. A mis veintiocho años, soy la redactora más joven (y la única hispana) que el periódico ha tenido jamás, pero no pretendo presumir. Eddie Olmos puede perfectamente irse a freír espárragos en su casona de las afueras de L. A. Sabes lo que quiero decir, ¿no? Las chicas han llegado, Eddie, así que aparta tu apestoso y anticuado culo.


¡Ay, Dios! Debería haberme figurado que Usnavys iba a montar un numerito. Mírala. Ha llegado en un BMW plateado (alquilado), se ha pegado mucho a la acera conduciendo muy despacito con Vivaldi, o algo parecido, puesto a un volumen que hace vibrar las ventanas, ligeramente abiertas para llamar la atención de esas pobres mujeres que se refugian del viento y la nieve en la parada del bus con un montón de niños y bolsas de compra de la tienda de todo a 99 centavos. Abre la puerta, despacio, escudándose tras un minúsculo paraguas negro para no mojarse su maravilloso pelo. Está hablando por el móvil. Espera, es el colmo: usa un móvil minúsculo. Encoge cada vez que la veo. O quizá es ella la que crece, no lo tengo muy claro. La chica adora comer.

Dudo, incluso, de que esté hablando con alguien; sólo quiere llevar el móvil pegado a la oreja para que podamos decir, ¡guau, mirad eso! ¡Qué puertorriqueña más rica! ¿Y cómo saber que es puertorriqueña? Muy fácil. Porque está gritando en español puertorriqueño (sí, es diferente) a alguien, existente o no -imagina y acertarás-, que está al otro lado del auricular.

Pero eso no es lo peor. Lleva un abrigo de piel. Eso es lo peor. Un abrigo amplio, suave, largo, blanco. Conociéndola, apostaría a que todavía tiene dentro la etiqueta de Neiman Marcus para poder devolverlo mañana y que le abonen el dinero en su extenuada tarjeta de crédito. ¿Y ese pelazo? Se lo ha alisado tanto que parece una galleta holandesa, y se lo ha recogido como si acabara de terminar el rodaje de una telenovela; ella haría de heroína, claro, de no ser porque es demasiado oscura como para pasar el primer casting. Pero no se te ocurra decirle que es oscura. Aunque su padre era un dominicano negro como una aceituna de las de ensalada griega, su madre ha insistido desde el primer día en que Usnavys es clara, y le prohibe salir con «monos». Si sus antepasados africanos hubieran ido a parar a Nueva Orleans en lugar de a Santo Domingo y a San Juan, ella sería negra, ni siquiera mulata, pero mejor no hablar de eso ahora mismo. Como americana «latina», ¿es… blanca? Adivina.

Si te estás preguntando por su nombre, se pronuncia así: us-NA-vis. Nació en Puerto Rico, y a su madre se le metió en la cabeza irse con su hija de la isla para siempre y labrarse una vida mejor en «América» (supongo que ignoraba que ya estaba viviendo allí; Puerto Rico es territorio americano desde 1918). Quería que su hija fuera la típica americana, porque entonces, ya sabes, podría encontrar un buen hombre y llevar una vida perfecta junto a él. Por eso la bautizó con un nombre patriótico. En las tardes tranquilas (no las hay de otro modo en Puerto Rico, ¿vale?), la madre de Usnavys solía recorrer los muelles atenta al ir y venir de los buques americanos que iban camino de algún bombardeo por la isla de Viezquez, fascinada ante el hecho de que los marineros gringos barrieran y fregaran la cubierta sin avergonzarse. Eso, pensó, era la libertad. Hombres con fregonas. Y de allí, de aquellos barcos, surgió el gran nombre de su hija: U.S. Navy. No bromeo. Ésta es la historia del nombre de Usnavys. Puedes preguntárselo a ella. A veces finge que el nombre viene de un pariente lejano, un taino o algo así. Pero todos sabemos que a los amables, desnudos y pacíficos indios tainos los exterminaron los españoles. Usnavys debe su nombre a un portaaviones. Ahora saca su llavero de Tiffany, apunta en dirección a la pequeña cerradura del coche y conecta la alarma. Suena tres veces, como si gritase: ¡Bo-RI-cua! [4] Un par de tigres del barrio que pasean luciendo unas Timberland y parkas enormes clavan su mirada en ella tanto tiempo que al cruzarse terminan por volver totalmente la cabeza. Ella se alimenta de su propio ego, disfruta de ello como una verdadera estrella. No la envidio. (Recordadme que no use la palabra «envidia» en mis columnas.) De todas nosotras, es la única de Boston, y de pequeña vivió una triste pesadilla convertida en realidad; creció en uno de esos barrios de ladrillo rojo, acogida a subsidio. Vio cómo su hermano mayor -la única figura paterna que tuvo en la vida después de que su verdadero padre se largara cuando ella tenía cuatro años- moría de un tiro en el cuello al regresar del colegio. Murió en sus inocentes brazos de apenas nueve años. Pero a pesar de todo lo vivido, esconde un brillante cerebro bajo ese estirado y torturado afro. Todo un cerebro. Usnavys es tan lista que asusta. Se graduó entre las primeras de su clase de la escuela secundaria y consiguió una beca para estudiar en la Universidad de Boston, donde compartimos dormitorio. Se graduó cum laude, y se doctoró en Harvard, también becada. Ahora mantiene a su madre; le ha comprado una finca en Mayagüez, y le ha dado su propia tarjeta de crédito. Todo ello habiendo crecido pobre, morena y puertorriqueña en Nueva Inglaterra, y hablando spanglish. ¡No me digas que no merece pavonearse un poquito! Esta mujer es mi heroína. Me gusta meterme con ella por su materialismo, pero sólo porque la quiero mucho. Sabe que es en broma. Le encanta reírse de sí misma.

– ¡Sucia! -grito nuestra consigna cuando entra por la puerta.

Me mira, sonríe distraída, y sigue charlando por teléfono. Ay, perdón. Todas las dominicanas que trabajan tras el mostrador la miran con ojos de caballo cansado, y dejan ver su desesperación. El dueño mira por encima del periódico en español que está leyendo detrás de la caja. Contempla a Usnavys de arriba abajo y arquea las cejas como diciendo: «¿Quién es esta maravillosa criatura que viene del frío?». Ella me hace un gesto con una mano elegantemente enguantada, como si estuviera deteniendo el tráfico, para que me fije en el diminuto bolso de Fendi que le cuelga del brazo. Una coreografía estudiada, supongo, para causar el máximo efecto. Cuando se acerca de puntillas, me fijo en que lleva unos puntiagudos zapatos Blahnik; ¡con la nevada que está cayendo! Y cuando digo «puntiagudos» no hablo de una determinada tendencia de moda, son tan puntiagudos que podría sacarte un ojo con ellos. No es que yo sepa reconocer un Blahnik al verlo, es que ayer me los describió con todo lujo de detalles cuando hablamos por teléfono: «Son blanco invernal con rayas doradas». No pueden ser otros. Aguanto el tipo mientras escucho el final de su conversación y alucino de que pueda meter esos pies enormes en unos zapatos tan pequeños y delicados. Me recuerda a aquellos hipopótamos vestidos de bailarina que daban saltitos en Fantasía.

Antes, cuando dije que no hablaba nada de español al contar lo de mi entrevista de trabajo, estaba exagerando un poco. Aprendí una pizca, sobre todo cuando mi padre se cabreaba o tenía algún disgusto. Lo bueno es que como se cabreaba varias veces al día, recibí bastantes clases de español, y como mi mamá le engañaba cada dos fines de semana, hasta que finalmente la mandó a paseo, había disgustos para dar y tomar. Hasta que mi madre se fue, en casa hablábamos casi siempre en inglés, sobre todo porque ella se negaba a aprender el idioma de papá con más rotundidad que cuando dijo «no» la primera vez que mi hermano le pidió que le comprara marihuana. Después, cuando mamá estaba en la cárcel y mi hermano ya se había marchado de casa, papá y yo hablábamos en inglés porque era más fácil y él ya no se enfadaba tanto. Ahora que soy como la señorita Berlitz, el símbolo hispano del empleo, hablamos sólo en español. ¡Jesús! Estoy hablando de él otra vez, ¿no? Perdón. Me educó en la creencia de que él era lo más importante del mundo, seguido de cerca por Cuba, y como sucede en cualquier religión, es difícil deshacerse de la fe, incluso aunque dudes en secreto de su veracidad.

Me pregunto si hay anestesia para la Cubadectomía. Me refiero a otra anestesia que no sea la cerveza.

Por lo que puedo oír, Usnavys está pidiendo a una de sus ayudantes que convoque una importante rueda de prensa el mes que viene, y está detallando minuciosamente todo lo que hace falta, enumerándolo con sus dedos regordetes. Sólo ha contratado ayudantes latinas para los puestos que dependen de ella, incluso aunque estuvieran peor preparadas que otros solicitantes. Le digo que eso no es legal. Se ríe y dice que los blancos lo han hecho siempre y que ella está compensando injusticias pasadas.

– Mi meta -dice apuntándome a la cara- es hacerlo hasta que sean ellos los que necesiten una acción positiva para poder trabajar para nosotros. ¿Lo entiendes? ¡Uf! -dice, mientras se quita y cuelga el abrigo con un cuidado que me confirma que ha dejado la etiqueta puesta y no quiere que nadie se dé cuenta.

Bajo el abrigo, un traje chaqueta de pantalón en lana verde claro, aún más elegante. Es increíble que encuentre este tipo de prendas de su talla, que en los últimos cinco años ha debido de fluctuar entre una cuarenta y ocho y una cincuenta y dos.

Pero no te dejes engañar. Es guapísima. Tiene una cara delicada, una nariz de esas por las que cualquier mujer pagaría, y ojos castaños, grandes y expresivos, que le gusta esconder detrás de lentillas verdes. Se depila las cejas con cera cada tres o cuatro días en un salón que hay cerca de los edificios de protección oficial (jura que las chicas que trabajan allí son las únicas que lo hacen bien), y siempre lleva un maquillaje perfecto, hecho que atribuyo a su constante e incontrolable impulso de lucir la polvera de Bobbi Brown en público, para que todos sepamos que una puertorriqueña ha triunfado por fin. Come con la gracia y el apetito de un ciervo silvestre; uno podría pensar que vive de hierba, hambrienta a todas horas. Cuando está con nosotras se llama «la gordita», y se ríe. No la consolamos con mentiras diciéndole lo contrario. Su antebrazo es más ancho que el muslo de Rebecca.