Tal vez sea porque siempre ha sido gorda, ahora más que nunca, pero es la más sociable de todas. Antes, cuando salíamos a bailar y acabábamos en algún restaurante espantoso de los que abren veinticuatro horas, al terminar la noche, o mejor, cuando asomaba el sol, Usnavys se las arreglaba para que todos los presentes se hicieran amigos. La vi hacerlo con un grupo de ajedrecistas silenciosos y dentones del Wentworth Institute of Technology y uno de hermosas mujeres de una hermandad de estudiantes de la Universidad Brandéis. Hizo que todos acabaran cantando, contando chistes y haciendo payasadas. Por esa cualidad, prácticamente dirige el departamento de asuntos públicos de la mayor agencia sin fines lucrativos del Estado. Jamás encontrarás una mujer más amistosa, más inteligente, más organizada y sinceramente amable -y materialista, sí- que Usnavys Rivera.

Usnavys no tiene problemas para conseguir hombres. De todas nosotras, ella es la que más parece atraerlos. Es distante con ellos y eso les hace desearla más. La siguen, la llaman constantemente, le suplican que se case con ellos y amenazan con matarse si no les corresponde. Y no estamos hablando de tipos sospechosos. Hablamos de médicos, abogados y espías internacionales. Sí, espías. Ella no sale con menos de tres al mismo tiempo, pero no en plan cutre. Con la mayoría de ellos no se acuesta. Los usa de apoyo, juega con uno cada vez. Los hombres de Usnavys la siguen como cachorros. ¿Y ella los quiere? No. Ella sólo quiere a Juan. Juan Vásquez, aunque jamás lo admitirá en público.

No tengo nada contra Juan. A mí me gusta.

¿Y a las temerarias? No puedo decir que sientan lo mismo. Unas opinan que Juan, con su antiguo Volkswagen Polo, no gana suficiente dinero para una mujer como Usnavys. Juan dirige un pequeño centro sin ánimo de lucro en Mattapan que básicamente rehabilita y emplea a toxicómanos hispanos. Tiene un alto porcentaje de éxito, como se ha demostrado en numerosos artículos publicados por mi periódico. ¿Y qué si no gana mucho dinero? Sé que en lo más profundo de sí, Usnavys le corresponde, pero tiene lo que podríamos llamar una «asignatura pendiente» con el tema del dinero, como uno podría adivinar con sólo ver el abrigo de piel blanca y el BMW. A Juan, que es verdaderamente atractivo -para ser un hombre bajito-, esas cosas no podrían importarle menos. La única vez que me lo encontré fue en un acto de etiqueta para recaudar fondos para el candidato demócrata a la alcaldía de Boston; se presentó con una camiseta negra desteñida, con un esmoquin blanco dibujado encima, vaqueros negros, unas zapatillas de deporte rojas destrozadas, manchadas de nieve, y una biografía del Che Guevara que pesaba casi un kilo bajo el brazo. Usnavys, enjoyada y enfundada en un deslumbrante vestido, hizo como si no le conociera, aunque había pasado la noche en su casa el fin de semana anterior. Terminó marchándose con un doctor argentino blando y sudoroso que había conocido en la mesa de quesos y patés. Juan había ido sólo para ver a Usnavys; quería demostrarle que apoyaba al candidato del que ella hablaba a todas horas. Ella ni siquiera le devolvió su entusiasta saludo inicial con la mano. Cuando finalmente él se acercó y le dijo hola con la cabeza gacha como perro apaleado, ella fingió no recordar quién era y le presentó a aquel feo «hombre-paté» como el «doctor Hiram Gardel», dirigiendo a Juan la mirada más helada fuera de Groenlandia mientras se pavoneaba agarrada del gordo brazo del médico. Usnavys y Juan bailan al son de la misma música desde que se conocieron en la universidad.

A continuación llega Rebecca, conduciendo con precaución un flamante Grand Cherokee color burdeos nuevecito. Ahora no hay sitio para aparcar. Veo cómo pasa tres veces frente al restaurante antes de dejar el coche en el parking de la tienda de comestibles de enfrente. No monta ni remotamente el numerito que lió Usnavys al salir del coche, aunque puedo ver por la forma nerviosa de mirar a su alrededor y apresurarse a través de la nieve que no se siente precisamente cómoda en esta parte de la ciudad. Sonríe, como siempre, pero distingo el maligno tigre que lleva dentro listo para morder.

Rebecca ha estado aquí muchas veces, como todas nosotras, y aunque nunca se ha destapado y dicho que detesta este barrio -a las demás les gusta-, cualquiera con un poco de sensibilidad se daría cuenta por la expresión secundaria que se le pone cuando se menciona El Caballito, como si le pusieran un montón de mierda humeante bajo la nariz y fuera demasiado cortés para rechazarla. Digo «secundaria» porque Rebecca siempre parece tener dos expresiones faciales: la que ven los demás y la que veo yo. La mayoría de la gente que la conoce piensa que Rebecca es una de las personas más encantadoras y motivadas del universo. Nadie, excepto yo, parece notar cuánto odia y teme todo lo que la rodea. Toda la gente que conozco cree que es maravillosamente humanitaria. Y tengo que reconocerlo, nadie sabe llamar la atención como ella en este sentido, con una ligera inclinación de cabeza de falsa preocupación. Conozco pocas personas que donen tanto dinero como ella a los refugios para mujeres maltratadas y a hogares para jóvenes fugados, o que dedique tanto tiempo a voluntariados, como leer a los ciegos, incluso teniendo una agenda muy apretada. Pero la parte más cínica de mí cree que lo hace por un sentimiento de culpabilidad católica y la necesidad de ganarse el cielo. Demándame. La gente piensa que Rebecca es ese tipo de «superlatina», la típica que sabe suavizar la «r», pero yo creo que es una política astuta. Crecí rodeada por gente del entorno de mi madre, y tengo antenas para detectar impostores. O eso, o la envidio muchísimo por cómo controla sus emociones y hace amigos. Yo soy lo opuesto a eso.

Cuando corre para cruzar la calle, protegiéndose los ojos de la nieve con una mano enguantada en blanco, hace una mueca de tensión. Sería bonita si no pareciera que acabara de beber un sorbo de zumo de limón cuando sonríe. No me malinterpretes: a Rebecca le gusta divertirse tanto como a cualquiera, siempre que todo esté controlado, que se hayan respetado todas las reglas y que todo sea absolutamente seguro. Efectivamente, a Rebecca Baca (o Becca Baca, como me gusta llamarla: ella odia ese apodo) le gusta divertirse de una forma ordenada.

Me alivia ver que ha venido sola. A veces, el tarado de su marido, Brad, insiste en acompañarla en nuestras salidas. No me preguntes por qué. Le hemos pedido que deje de traerlo a las reuniones de las temerarias. Pero aun así, él aparece de vez en cuando. No es latino, es un tipo blanco, alto, de Bloomfíeld Hills, Michigan, que lleva los últimos ocho años trabajando en la misma tesis doctoral en la Universidad de Cambridge, en Inglaterra. No puedo recordar exactamente el tema, pero tiene que ver con la filosofía y con severos autores alemanes muertos de cejas espesas. Un montón de palabrería inútil, si quieres saber mi opinión. Pasa un par de meses al año en Inglaterra, y el resto yendo a conferencias, leyendo y escribiendo en Boston. Ocho años.

Espero que mi psicoanalista me perdone por mencionarlo de nuevo, pero papi consiguió su licenciatura y su doctorado en seis años, en un idioma que aprendió cuando tenía quince, y eso mientras trabajaba de conserje nocturno, criando dos hijos e intentando comprender por qué había tenido el infortunio de casarse con una psicópata disfrazada de Marilyn Monroe. No puedo entender cómo es que el simple de Brad está tardando tanto en terminar los estudios. Cuando se lo digo a Rebecca me mira con cara de que me meta en mis propios asuntos. Mirada fulminante, podríamos decir. (Recuérdenme no usar jamás la palabra «fulminante» en una columna.) ¿Por qué nadie más capta esa mirada? Cualquiera que describiera a Rebecca diría «buena y dulce». Yo no. Yo diría «la reina de hielo». Me da la impresión de que Rebecca me soporta como a la mascota familiar que se mea en el suelo. No tiene el valor de librarse de mí, pero no quedaría destrozada por el dolor si, digamos, alguien dejara «accidentalmente» la puerta de casa abierta y me atropellara, por ejemplo, un camión de UPS. Creo que viene a estas reuniones sobre todo para ver a Sara y a Elizabeth. Sé que no es para verme a mí. Y Dios sabe que no es para ver a Amber.

Cuando entra en el restaurante, Rebecca se sacude los copos de nieve de su pelo corto, negro y brillante, y después se lo arregla de nuevo. No sé cómo, pero siempre está impecable. Un año arrastró a las temerarias a un seminario comercial sobre etiqueta en el hotel Ritz-Carlton, en la calle Newbury, para que aprendiéramos a usar un tenedor de pescado y a coger del plato hondo, siempre hacia fuera, sopa cremosa de maíz. Es la única vez que he visto su cara iluminarse con una alegría desatada. Estaba sentada en la primera fila, tomaba apuntes de todo y asentía frenéticamente. Cuando la presentadora, una antigua debutante de mi ciudad natal, hizo una lista de las cosas que una profesional debe evitar si quiere triunfar y escribió «pelo justo a la altura de los hombros», en nítidas letras negras en la pizarra blanca impoluta, Rebecca se volvió y me miró como diciendo «te lo dije». Durante muchos años ha sugerido amablemente que las temerarias lleváramos el pelo corto, pero femenino, y en el peor de los casos, recogido en la oficina.

– Nadie te tomará en serio con esta locura tipo Thalia -me dijo recientemente con la sonrisa cordial y amistosa que pone cuando critica algo, mientras levantaba con dos dedos mis largos rizos, como quien recoge un mechón del desagüe del baño.

Me gusta mi pelo. Necesito todo ese volumen para camuflar mi cara regordeta y la nariz redonda. Así que déjame en paz.

No hace falta decir que el pelo oscuro de Rebecca es perfecto, elegante y corto, pero no demasiado, lo mejor que ofrece la calle Newbury. Su melena resalta unos enormes y preciosos ojos castaños, acentuados tan sólo por un toque de rímel negro y sombra de ojos malva. Siempre lleva pendientes diminutos, y pañuelos clásicos en el cuello. Me recuerda a esa mujer que se casó con Benjamín Bratt, Talisa Soto. Es ella, pero con el pelo corto. Odia ir de compras, así que tiene un «comprador» personal llamado Alberto. Rebecca, que yo sepa, nunca ha llevado falda por encima de la rodilla, y todos sus zapatos son planos, con el fino y delicado tacón que llevaría Janet Reno. Sólo tiene veintiocho años, pero Alberto le compra la ropa en Talbot's o en Lord amp; Taylor. De apariencia conservadora, es austera en sus emociones verdaderas, aunque las falsas las airea como quien tiende la ropa.

A su favor, el raro de Brad tiene una cara mona, aniñada, y el pelo rubio, corto y revuelto. Es alto. Pero se viste como un maldito vagabundo. Al ver a este tío merodeando por la calle, uno pensaría que está en libertad condicional, hundiéndose en la miseria, y que su suerte empeora por minutos. Creo que si pudiera llevaría barba, pero en su lugar tiene parches de una extraña pelusa, como un perro con sarna. Eso y la cara redonda le hacen parecer un adolescente, pero sólo hasta que sonríe y ves las patas de gallo, entonces te das cuenta de que este perdedor va a toda pastilla hacia ninguna parte, como un hámster achacoso dando vueltas en una rueda oxidada. Lleva gafas de montura metálica redonda, siempre sucias y torcidas como si se hubiera sentado encima de ellas más de una vez. Nos quedamos heladas al saber que aquél era el tipo con el que Rebecca planeaba casarse. Cuando nos lo presentó por primera vez, disimulamos e hicimos un esfuerzo por ser diplomáticas. Intentó hablar con nosotras, pero lo único que salió de su pequeña boca fueron incomprensibles tonterías robóticas. En menos de cinco minutos citó a Kant, a Hegel y a Nietzsche, y juraría que lo hizo mal. (Sí, las temerarias también hemos estudiado algo de filosofía.) Creo recordar que le corregí y no le gustó un pelo; perdió la mirada, alzó la vista al techo, inclinó la cabeza a continuación y se levantó para dar una vuelta sobre sí mismo antes de sentarse de nuevo. Lo único que me pasaba por la cabeza era: telegrama a uno mismo: «Dahmer, punto. Jeffrey, punto». Amber, incapaz de ocultar sus sentimientos, dijo:

– ¿Qué demonios haces, tío? ¿Giras sobre tu propio eje?

Él contestó que tenía un problema de vista y que tenía que hacer eso de vez en cuando para mantener el equilibrio.

– Sólo veo por un ojo -dijo con voz electrónica-, y mi visión cambia de uno a otro sin previo aviso.

Aaahhhh. Claaaaro. Y pensaba: Becca, bonita, te quiero como a mi propia hermana o como a mi prima hermana -de acuerdo, quizá como a una prima segunda-, pero ¿qué narices le ves a este tipo?

Tardamos unas semanas más en sonsacarle que Brad el rotatorio era Bradford T. Atkins, hijo de Henry Atkins, un rico promotor inmobiliario del centro de Estados Unidos, constructor de centros comerciales en serie que incluyen cadenas de cafeterías, bares de zumos y franquicias de videoclubs. Brad, al parecer, es la oveja negra de la familia Atkins, y consiguió estudiar en Cambridge porque su padre construyó una biblioteca para la universidad, no por méritos propios. Se calcula que la fortuna del viejo asciende a algo más de mil millones de dólares, y Brad heredará un tercio cuando él estire la pata, que puede ser en cualquier momento porque el querido Henry roza los noventa. Mientras, Brad, que dice desprecia los bienes materiales y opina que debemos «dar muerte a los capitalistas», vive feliz con los intereses de un fondo que le proporciona unos 60.000 dólares al año sólo por respirar con la boca abierta. No tanto como antes, según Rebecca. A Brad le daban 200.000 dólares anuales antes de casarse. El viejo y su esposa castigaron a Brad por casarse con una «inmigrante» cerrando un poco el grifo. Así que Brad, con todo lo raro que es, viene a nuestras reuniones y se sienta a unos metros de nosotras mientras escucha con esa jetita de niño rico, como si fuera Jane Goodall y nosotras los malditos gorilas, tomando apuntes. Apuntes, demonios. Al parecer, le fascinamos, sobre todo cuando hablamos español. Creo que por eso a la que más mira es a Elizabeth. En cuanto ese monstruo oye español, se ruboriza y parece que oculta una erección. Loco de remate. Estamos esperando que Rebecca se lo quite de encima, pero con más de 333 millones por delante puede resultar difícil.