– Una respuesta fácil.
– Casi siempre acierto.
– ¿De verdad lo crees?
Nicole se recostó sobre el asiento y miró por la ventana las luces de neón del viejo cine. Se preguntó por qué se había metido en esa conversación.
– Digamos que lo he vivido de primera mano -continuó él.
– Oh.
– Y me juré que la próxima crisis de la mediana edad que sufriera sería la mía.
Él aparcó delante de la pequeña casa y Nicole agarró el tirador de la puerta.
– Supongo que podría invitarte a pasar y a tomar un café, un chocolate, un té o algo.
– Podrías.
Ella vaciló, con una mano en el tirador.
– Aunque a lo mejor no es tan buena idea.
– ¿Y eso por qué?
Nicole alzó un poco la barbilla.
– Porque creo que esta relación está adquiriendo un tono demasiado personal.
– Y preferirías que no saliera de lo profesional.
– Sería mejor para todos. Para Randi… el bebé…
Para sorpresa de Nicole, un lado de la boca de Thorne se alzó en un gesto sexy y arrogante.
– ¿Es ésa la razón, doctora, o es que te doy miedo?
«No, Thorne, no me das miedo. Me doy miedo a mí misma».
– No te lo creas tanto.
– ¿Por qué iba a tener que parar ahora? -la atrajo hacia sí y comenzó a besarla. Se detuvo y dejó la boca a escasos centímetros de la suya, dejando que su respiración le acariciara el rostro-. Buenas noches, Nikki -y entonces la soltó. Ella abrió la puerta y casi se cayó de la camioneta. La vergüenza invadió sus mejillas según caminaba hacia su casa y lo sentía observándola, esperando a que entrara. Después, él arrancó el motor y desapareció a través de la cortina de plateada aguanieve.
Seis
– ¿Maldita sea! -Thorne colgó el teléfono y miró por la ventana el frío día donde la evidencia de la tormenta de la noche anterior aún brillaba sobre la hierba y colgaba de los aleros en relucientes carámbanos. Sintió un palpitante dolor de cabeza. Se había pasado toda la mañana al teléfono y engullendo tazas de café tan amargo como el corazón de una solterona.
Había dormido en su vieja habitación, la que lindaba con el dormitorio de sus padres, y del mismo modo sus hermanos habían elegido las habitaciones en las que habían crecido. Pero cuando había despertado esa mañana, se había encontrado solo en la casa.
Durante las horas que habían transcurrido había llamado al hospital, esperando que Randi y el bebé hubieran mejorado. Pero nada había cambiado. Su hermana seguía en coma y el bebé, aunque se encontraba estable, aún corría peligro. Había conectado su portátil a la anticuada línea telefónica y buscó todo lo que pudo sobre la enfermedad del niño. Por lo que pudo encontrar, todo lo que podía hacerse para atacar la meningitis ya se estaba haciendo en St. James. También había llamado a la oficina, había hablado con Eloise y le había dicho que esperaba que al final del día ya tuviera instalada una oficina en el estudio de su padre. Se preguntó qué habría hecho John Randall en una situación así y, al pensar en su padre, sacó del bolsillo el regalo que le había hecho. El anillo resplandeció con la luz del sol y Thorne cerró la mano alrededor de la alianza de plata y oro.
«Quiero que te cases. Dame nietos». La petición de John Randall pareció rebotar en las paredes de esa habitación panelada en madera de pino que aún olía ligeramente a los puros del viejo McCafferty, y la imagen de Nicole se presentó en su mente, la única mujer a la que había visto como madre de sus hijos. Ese pensamiento le había asustado hacía casi veinte años y aún seguía haciéndolo porque nada había cambiado. Sí, había habido muchas mujeres desde que había salido con ella, de ningún modo había sido célibe, pero ninguna de ellas había estado cerca de tocarle el corazón.
Hasta que había vuelto a ver a Nicole.
No era que quisiera una esposa o una madre para sus hijos o…
¿En qué estaba pensando? ¿Mujer? ¿Hijos? Ese no era él. Ya no. Y tal vez la razón por la que estaba pensando así era probablemente por lo que su padre le pidió antes de morir, por el anillo de boda que le había regalado y por el hecho de que él tampoco viviría para siempre. La situación de Randi era prueba de ello.
¡Oh, por Dios! Ya bastaba de esos pensamientos morbosos. Miró a su alrededor y se preguntó cuántos contratos se habrían cerrado allí mismo en el pasado. Cuántas decisiones familiares o de negocios tomadas mientras John Randall le había dado caladas a un puro, apoyando sus botas sobre el escritorio de arce arañado y recostado en un sillón de piel que se había suavizado por tantos años de uso.
Esa maldita alianza había sido el anillo de boda de su padre, un regalo de Larissa, la madre de Thorne, en el día de su boda. John Randall lo había llevado orgulloso hasta que Larissa había descubierto su relación con Penélope, la joven con la que su mujeriego marido se había estado viendo. La mujer que había roto un matrimonio que ya había empezado a irse a pique. La mujer que al cabo del tiempo le había dado a John Randall su única hija.Y ahora la madre de Thorne también estaba muerta, un infarto se la había llevado hacía dos años.
Se metió el anillo en el bolsillo y descolgó el teléfono otra vez. Marcó el número de Nicole y colgó cuando saltó su contestador automático. Tamborileando con los dedos sobre el escritorio, se preguntó si habría logrado que le remolcaran el coche, si habría encontrado otro medio de transporte y cómo estaría saliendo adelante siendo la madre soltera de dos gemelas de cuatro años. «No es asunto tuyo», se recordó, aunque sí que le importaba. Se preguntó también por el hombre que había sido su marido y después se obligó a concentrarse en los problemas que tenía entre manos porque, sin duda, ya tenía suficientes. Nicole era una profesional, una madre y una mujer sensata. Estaría bien. Tenía que estarlo.
Oyó el ruido de la puerta principal al abrirse y las fuertes pisadas de unas botas.
– ¿Hay alguien aquí? -oyó gritar a Slade.
– En el estudio.
Su hermano apareció en la puerta. Llevaba unas botas raídas, una camisa de franela y un bigote que no se había molestado en afeitarse. Una cazadora vaquera con los puños deshilachados era su única protección contra el tiempo. Llevaba una taza de café de papel en una mano.
– Buenos días.
– Aún no lo son.
El semblante de Slade se volvió adusto.
– No me digas que hay más malas noticias. He llamado al hospital hace un par de horas y me han dicho que no había ningún cambio.
– Y no lo hay. Randi sigue en estado crítico y el bebé también está grave -Thorne rodeó el escritorio y cerró su portátil, acabando así con su conexión con el mundo exterior: noticias, tiempo e informes de bolsa-. Me refería a todo lo demás.
– ¿Como por ejemplo…?
– Para empezar, tu amigo Striker no me ha devuelto las llamadas, el editor de Randi en el Clarion siempre está fuera o en una reunión. Creo que está evitándome. He hablado con la oficina del sheriff, pero hasta el momento no hay nada nuevo. Se supone que un detective tiene que llamarme. La buena noticia es que el equipo que he encargado para montar la oficina aquí llega hoy, y la compañía de teléfono va a venir a instalar unas líneas. He hablado también con una agencia especializada en niñeras porque vamos a necesitar una cuando J.R. vuelva a casa…
– ¿J.R.? -repitió Slade.
– Así es como llamo al bebé.
– ¿Por papá? -preguntó Slade, obviamente perplejo.
– Y por Randi.
Slade dejó escapar un largo silbido.
– Has estado ocupado, ¿verdad?
Thorne enarcó una ceja y recordó que hablaba con su hermano pequeño, el mujeriego, un hombre que nunca había sentado cabeza y que no se había responsabilizado de nada.
– Lo único para lo que he tenido tiempo esta mañana ha sido para llamar a Striker y para tomarme un par de cafés en el Pub'n'Grub. Allí me he encontrado con Larry Todd.
– ¿Por qué me suena ese nombre?
– Porque es el hombre que llevó este sitio cuando papá enfermó.
Thorne se acomodó en el sillón de su padre y se recostó hasta que éste protestó con un crujido.
– Escucha. Randi mantuvo a Larry como empleado cuando heredó parte del rancho.
Thorne lo recordaba, aunque no había prestado mucha atención al asunto porque en aquel momento había estado en negociaciones para la subdivisión de las Granjas Canterbury tratando asuntos legales, con un grupo medioambiental, con el ayuntamiento y con un problema de contabilidad porque uno de sus contables había hecho un desfalco en el proyecto anterior. Lo importante era que John Randall había muerto y Thorne, a pesar de saber que su padre se estaba muriendo, había quedado impactado y muy apenado por la noticia. No le había importado lo de la sexta parte del rancho que había heredado y le había permitido a Randi, propietaria de la mitad de los acres y de la vieja casa del rancho, que llevara el terreno como mejor creyera.
– Pero la semana pasada Randi llamó a Larry, le dijo que ya no lo necesitaba y que le pagaría dos meses de indemnización.
– ¿Por qué?
– No lo sé. Larry estaba muy enfadado.
– ¿Cuándo pasó eso?
– Un día antes del accidente.
– ¿Y contrató a alguien más?
– No lo sé, acabo de enterarme.
– Alguien tendría que venir a ocuparse del ganado.
– Se supone.
Thorne miró por la ventana y vio a Matt cerrándose el cuello de la chaqueta de camino a la puerta trasera. Slade frunció el ceño.
– Creo que debería ir a ayudar con el ganado. Le he dicho a Larry que lo contrataríamos otra vez, pero está muy enfadado. He pensado que Matt podría hablar con él.
– Vamos a ver qué pasa.
Se reunieron en la cocina, donde Matt había dejado su sombrero sobre la mesa y había colgado la cazadora en el respaldo de una silla. Estaba sirviéndose una taza de café.
– Por aquí no hay nada para comer -gruñó mientras buscaba en la nevera y después en el armario. Sacó un viejo tarro de leche en polvo y se echó una buena dosis a la vez que Slade y Thorne lo ponían al corriente de lo que ya habían hablado los dos.
– Necesitamos que Larry Todd vuelva a trabajar para nosotros -le dijo Thorne a Matt-. Slade se lo ha encontrado hoy y ha pensado que podrías hablar con él.
Matt observó el contenido de su taza y asintió lentamente.
– Puedo intentarlo, pero me llamó después de que Randi le dijera que ya no lo necesitaba, y decir que estaba un poco cabreado es quedarse corto.
– Mira a ver qué quiere -sugirió Thorne.
– Lo intentaré.
– Convéncelo.
– Lo intentaré -Matt removió el café lentamente-, pero Larry es muy testarudo.
– Ya nos ocuparemos de eso. Tengo que llamar a Juanita para saber si volverá con nosotros -dijo Thorne.
– Tal vez esté trabajando para alguien más ahora. Randi le dijo que podía irse cuando papá murió -Matt se sentó sobre la encimera y sus pies quedaron colgando.
– Entonces tendremos que plantearle una oferta atractiva para que vuelva.
– Tal vez no sea así de sencillo -dijo Slade tras darle un sorbo a su café-. Hay gente que se siente en la obligación de seguir con la persona que lo tiene contratado.
– Se puede comprar a todo el mundo.
Slade y Matt intercambiaron miradas.
Thorne ni se inmutó.
– Todo el mundo tiene un precio.
– ¿Incluso tú? -preguntó Matt.
– Sí.
Slade resopló.
– Eres un cínico.
– ¿No lo somos todos? -comentó Thorne sin dejarse intimidar-. Y todos necesitamos una cuidadora. Cuando Randi y el bebé vengan, necesitaremos ayuda profesional -estaba repasando una lista que tenía anotada en la cabeza-. Llamaré a un bufete de abogados con el que solía trabajar.
– ¿Un bufete de abogados? -Slade sacudió la cabeza-. ¿Por qué íbamos a necesitar abogados teniéndote a ti?
– Ya sabéis que soy abogado de empresa, y necesitamos a abogados especializados en Derecho de Familia. Para cuando encontrémos al padre del niño, podría querer la custodia.
– Y pueda que la obtenga, al menos parcialmente -comentó Matt.
– A lo mejor sí y a lo mejor no. No sabemos nada sobre ese tío.
Slade volteó los ojos y tiró al fregadero lo que le quedaba de café.
– Por amor de Dios, Thorne, ¿es que no confías en nadie?
– No.
– Si Randi eligió a ese tipo, puede que esté bien -opinó Matt.
– ¿Y entonces dónde está? Suponiendo que sepa que estaba embarazada, ¿por qué no ha aparecido? -ésas eran las preguntas que habían estado persiguiendo a Thorne desde que se había enterado del accidente de su hermana-. Si es un tío tan majo, ¿por qué no está con ella?
– A lo mejor ella no quiere que esté a su lado -Slade se encogió de hombros-. Eso pasa.
– Bueno, por si acaso, tendremos que ver cuáles son nuestros derechos, los derechos del bebé, los de Randi y…
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