– Y los del padre -señaló Matt antes de dar un largo trago de café-. Vale, tengo que ir a la ciudad y al supermercado. Cuando vuelva, llamaré a Larry.

Slade se metió la mano en el bolsillo y sacó un paquete de cigarrillos.

– Voy contigo -le dijo a Matt-. Quiero hablar con la oficina del sheriff para ver si me pueden dar alguna información del accidente de Randi.

– Buena idea -asintió Thorne-. He llamado, pero no he recibido respuesta.

– Le he dejado un mensaje a Striker, pero volveré a llamarlo -prometió Slade metiéndose el cigarrillo en la boca-. ¿Tú qué tienes pensado hacer?

– Voy a instalar mi oficina en el estudio cuando me traigan el equipo que he encargado y después iré a la ciudad a visitar a Randi y al bebé -no añadió que también tenía la intención de volver a ver a Nicole.

– Sí. Yo también había pensado en pasar por el hospital -dijo Matt-. Si llama Mike Kavanaugh, dile que le devolveré la llamada.

– ¿Quién es Kavanaugh? -preguntó Thorne.

– Mi vecino. Está cuidando mi finca mientras estoy aquí.

Slade arrugó su taza de papel vacía y la tiró a la basura.

– ¿Cuánto tiempo estará ocupándose de ella?

Matt se puso la chaqueta y el sombrero.

– Todo el tiempo que haga falta -miró a sus hermanos-. Randi y el bebé son lo primero.

Nicole entró con el coche de alquiler en el aparcamiento del hospital y quiso confiar en que los mecánicos encontraran el problema que tenía el todoterreno, lo solucionaran y se lo devolvieran pronto, sin que le costara un ojo de la cara.

Tenía algo más de media hora antes de empezar su turno y había planeado emplear ese tiempo en ir a ver a Randi McCafferty y al bebé.

Echó el freno de mano, apagó el motor, agarró su maletín y se dijo que su interés por Randi y el bebé no era más que una cuestión de cortesía y de preocupación profesional, que a menudo seguía la evolución de los pacientes cuando salían de urgencias. No se trataba de Thorne. En absoluto. El hecho de que él estuviera emparentado con Randi era algo secundario.

Estuvo discutiendo consigo misma en el ascensor y hasta llegar a su despacho.

– ¿Algo va mal? -le preguntó al pasar por el control de enfermeras del ala oeste una enfermera que conocía desde que había llegado al St. James.

– ¿Qué?

– Se te ve preocupada. ¿Están bien las gemelas?

– Sí, bueno Molly está resfriada, pero nada que un poco de mimos y cariño y una peli de Disney no puedan curar. Supongo que simplemente estaba pensando.

– Bueno, pues sonríe un poco cuando pienses -le dijo la enfermera guiñándole un ojo.

– Lo intentaré.

Llegó a la UCI y miró el historial de Randi.

– ¿Algún cambio?

– No mucho -dijo Betty, la enfermera de la UCI, sacudiendo unos rizos rojos perfectamente arreglados-. Sigue en coma. No responde, pero resiste. ¿Cómo está el bebé?

– No está bien -admitió Nicole mirando a una preocupada Betty-. Voy a verlo ahora.

La mujer apretó los labios. La cruz de oro que pendía de su cuello resplandecía sobre su piel.

– Es una pena -dijo.

– Mientras hay vida, hay esperanza.

Nicole se dirigió a la unidad de pediatría, donde el pequeño J.R., como Thorne lo llamaba, estaba luchando por su vida. Al ver al diminuto bebé lleno de tubos y conectado a unos monitores, se le encogió el corazón. Recordó el nacimiento de sus hijas, la euforia al verlas por primera vez y la tranquilidad de saber que eran perfectas y que estaban sanas. Había estado exultante de alegría e incluso Paul parecía feliz. La había mirado con lágrimas en los ojos y le había dicho: «Son preciosas, Nicole. Tan preciosas como su madre».

Sus dulces palabras aún la perseguían; ¿eran las últimas que le había dirigido? Seguro que no. Seguro que hubo unos cuantos cumplidos más y miradas tiernas ante de que unos empleos demasiado exigentes y unas hijas incansables les hubieran robado a su matrimonio lo que fuera que los había unido. Una inocente Nicole había pensado que tener hijos los uniría más… Por supuesto, se había equivocado. Mucho.

– ¿Ha venido hoy el doctor Arnold? -le preguntó a la enfermera.

– Dos veces.

– Bien – «vamos, J.R.», pensó mientras veía esos deditos cerrados en un puño. «Lucha. ¡Puedes hacerlo!».

Pero el bebé parecía tan frágil, tan pequeño, y sus constantes vitales no habían mejorado.

– ¿Ha estado aquí la familia?

– Los tres tíos.

Nicole se lo había imaginado. No había duda de que los hermanos McCafferty estaban decididos a que su hermana y su sobrino salieran adelante, aunque sólo fuera por esa fuerte voluntad que tenían en común. Ojalá con eso bastara.

– Volveré luego -dijo y salió al pasillo, donde casi se tropezó de lleno con Thorne. Lo miró a sus ojos grises y se sintió conmovida al ver que, sin duda, él amaba a ese pequeño.

– ¿Cómo está?

– Igual -respondió ella, girándose para mirar al bebé por el cristal-. Pensaba que ya habías estado aquí.

Thorne se aclaró la voz antes de decir:

– Tenía que hacer unas cosas en la ciudad y he pensado que podía volver a pasarme -miró al diminuto bebé y por un instante Nicole se preguntó cómo sería su vida si Thorne y él hubieran tenido hijos juntos. Si las cosas hubieran sido distintas, ¿se habrían convertido en padres? Eran unos pensamientos dulces y amargos a la vez porque si los dos se hubieran quedado en Grand Hope, ella no habría llegado a ser médico y tampoco tendría a sus preciosas hijas.

– J.R. es un luchador -dijo ella tocando la mano de Thorne-. Intenta no preocuparte.

– Me resulta imposible -respondió con una sonrisa cínica.

– Todo es posible, Thorne -Nicole se preguntó por qué se sentía obligada a consolarlo. Él volvió su mano y le rodeó los dedos.

– ¿De verdad lo crees?

– Con todo mi corazón -sus miradas quedaron enganchadas y Nicole se sintió como si fuera a desmayarse. El hospital pareció desvanecerse formando una suave bruma y tuvo la sensación de estar a solas con él en el universo. ¡No! Eso no era nada bueno…

Su busca sonó y se soltó la mano. Tras meterla en el bolsillo, y con mucho calor por el cuello, lo encontró y leyó el mensaje.

– Tengo que irme corriendo -volvió a mirarlo-. Ten fe, Thorne. J.R. saldrá adelante -por qué había dicho algo que no podía saber era algo que no entendía. Se dio la vuelta rápidamente y salió corriendo hacia la sala de urgencias donde tenía que comenzar su turno.

Al instante fue abordada por una enfermera.

– Todo lo malo viene de golpe. Llevamos horas muy tranquilos, y ahora estamos desbordados. Puedes empezar con la habitación tres. Tenemos una niña de siete años que se ha caído del caballo. Puede que tenga la muñeca rota.

– Voy.

– Después, hay un adolescente con sinusitis y un niño pequeño con un guisante atascado en la nariz. Una enfermera ha intentado atenderlo, pero la madre quiere que lo vea un médico -dijo la mujer volteando los ojos-. Madre primeriza. Es su primera urgencia.

– Asegúrate que la enfermera puede ocuparse de la extracción y dile que luego, cuando acabe con otros pacientes, yo misma iré a verlo.

– Vale… oh, no… -la enfermera frunció el ceño al mirar por encima de los hombros de Nicole.

– ¿Qué?

– Malas noticias. Son los de la prensa. Han estado husmeando por aquí desde el accidente de McCafferty, pero pensaba que ya se habrían calmado.

Por el rabillo del ojo, Nicole vio una furgoneta de una televisión local detenerse fuera de las ventanas de la sala de espera.

– Alguien debe de haber contado que el bebé está grave -añadió la mujer.

– Genial.

La enfermera mostró un gesto afligido.

– En Grand Hope no hace falta mucho para que se arme un revuelo, ¿verdad?

– Siempre ha sido así -dijo Nicole. Los McCafferty siempre habían sido objeto de interés para la gente de la ciudad, ya que John Randall había sido un hombre extravagante y rico que además había estado involucrado en la política de la zona. Su vida, tanto pública como privada, había estado en boca de muchos y además sus hijos habían sido unos adolescentes con un estilo de vida algo salvaje, siempre metiéndose en problemas. Pero a medida que la ciudad había ido creciendo y que los hijos de McCafferty se habían hecho adultos y se habían esparcido como semillas con el viento, habían despertado menos interés.

– Sera mejor que vaya a ver qué pasa -dijo la enfermera.

Nicole tenía cosas más importantes que hacer que preocuparse por la prensa. Miró el informe de la niña de la muñeca rota y al ver a la asustada niña rubia con la cara llena de lágrimas sentada en el borde de la camilla, forzó una sonrisa y se obligó a sacarse de la cabeza a la familia de Thorne. La pequeña tenía manchas de barro y de hierba por todo su peto y su madre, una diminuta mujer con ojos de preocupación escondidos tras unas gruesas gafas, se levantó cuando ella entró en la habitación.

– ¿Eres Sally? -le preguntó a la niña, que asintió lentamente con la cabeza.

– Sí, sí. Y yo soy su madre. Leslie Biggs. Estaba montando a caballo y se ha caído justo cuando volvían al establo. Yo estaba en el porche cuando la he oído llorar… -la voz de la madre se fue apagando.

– Yo me caí del caballo cuando tenía más o menos tu edad -le dijo Nicole a su paciente.

– ¿Sí? -preguntó la niña con cierta desconfianza en sus palabras, como si se hubiera esperado que la doctora intentara engatusarla para animarla.

– Sí, pero tuve suerte, no me hice daño en ninguna parte, sólo en mi orgullo. Estaba presumiendo delante de un niño, creí que podía hacer que mi poni saltara una pila de leña, pero frenó en seco y yo salí volando hasta aterrizar sobre una boñiga de vaca -miró a la madre-. Creo que una ley física básica tuvo algo que ver.

– Qué asco -dijo la niña riéndose, aunque al momento gritó cuando Nicole le tocó el brazo hinchado.

– Sí. Después de eso nunca conseguí una cita con Teddy Crenshaw. No. Es más, le contó la historia a todo el colegio.

– Qué tonto.

– Eso pensé yo. Pasé mucha vergüenza. Bueno, vamos a ver qué tenemos aquí. Parece que vamos a necesitar rayos X…


Tras acabar su turno, una agotadísima Nicole dobló la esquina que daba a su despacho y se encontró a Thorne apoyado en el marco de la puerta cerrada con llave. Resultaba menos imponente con unos pantalones informales, un jersey y un abrigo de cuero con la cremallera bajada.

Estuvo a punto de tropezar y su tonto corazón latió con fuerza ante la intensidad de su mirada plateada. ¿Pero qué tenía ese hombre que siempre lograba ponerla así de nerviosa? La pura verdad era que siempre la había perturbado. Siempre. Le recordaba a un tren fuera de control descendiendo por una colina, a una locomotora tomando velocidad para precipitarse hacia su destino.

– ¿Ahora trabajas aquí? -bromeó ella.

– Como si lo hiciera.

– En serio, ¿llevas aquí todo este rato?

– No -él le ofreció los restos de una sonrisa-. Lo creas o no, tengo una vida propia. He vuelto a buscarte.

– ¿A mí? -no sabía si sentirse halagada o si mostrar cautela-. ¿Y has esperado en mi despacho? ¿Cómo sabías que iba a subir? A veces me marcho a casa directamente desde urgencias.

– Supongo que he tenido suerte.

Ella enarcó una ceja al abrir la puerta.

– No sé por qué no creo que tú confíes en la suerte.

La puerta se abrió y dieron un paso al frente, él detrás de ella.

– Imagino que has vuelto a ver a tu hermana y al bebé.

– Sí.

– ¿Algún cambio?

– Nadie me ha dicho nada.

– He llamado al doctor Arnold.

– Yo también.

Tras rodear su escritorio, se dejó caer en la silla y dijo:

– Espera que compruebe mis mensajes.

Thorne esperó de pie junto a la puerta y ella le indicó que pasara mientras escuchaba varios de los mensajes grabados. Uno era del mecánico; decía que habían encontrado el repuesto y que empezarían a trabajar cuando lo recibieran. La segunda llamada era de Jenny diciéndole que se llevaba a las niñas al parque. Había otros dos más de especialistas a los que había consultado y finalmente un breve mensaje del doctor Arnold para informarla sobre el bebé. Le devolvió la llamada, volvió a saltar el contestador y le dejó otro mensaje.

Tras colgar, se encogió de hombros.

– Nada. El bebé sigue estable, su estado no ha empeorado y el doctor Arnold se muestra optimista, aunque con cautela -notó la mandíbula de Thorne tensarse de frustración.

– Tiene que haber algo que puedas hacer.

Ella se sintió algo molesta.

– Ya sabes que el doctor Arnold está en contacto con otros médicos y unidades de pediatría de todo el país.

– A lo mejor no es suficiente.

– ¿Y qué sugieres?

– Tú eres el médico.

– Pues entonces confía en mí, confía en el doctor Arnold.