– Supongo que no me quedan muchas otras opciones -admitió frotándose la barbilla.

– Siempre hay opciones, Thorne, pero algunas no son las buenas. Trasladar al bebé a otro hospital sería un gran error.

– Como ya te he dicho, no me quedan más opciones.

Sintiéndose como si él estuviera cuestionando la integridad del hospital, quiso discutir, pero no lo hizo. Él estaba disgustado y era normal. Era un hombre acostumbrado a tenerlo todo bajo control, cada aspecto de su vida, que había quedado reducido a un mero estatus de mortal.

– Ten un poco de fe -le dijo.

Ojalá pudiera. Mientras miraba los ojos ámbar de Nicole, Thorne sintió unos instantes de bienestar, pero se obligó a no dejarse seducir sólo porque esa mujer estuviera empezando a importarle. No podía permitirse ese lujo ni dormirse en los laureles, no mientras su hermana y el bebé estaban luchando por sus vidas. Tenía que haber algo más que pudiera hacer.

– Lo intentaré -dijo y captó la sombra de una sonrisa en los labios de Nicole.

Por un segundo pensó en el beso que habían compartido recientemente, en cómo sus manos se habían entrelazado esa misma tarde y en cómo había sido hacerle el amor dulce y sensualmente años atrás.

Era una locura estar pensando en eso allí, en ese despacho, rodeado de los sonidos del hospital, pero aun así no podía evitar pensar en otra cosa que no fuera aquella época inocente en la que los dos habían hecho el amor entre el alto heno listo para ser cortado mientras el sol de Montana brillaba sobre dos cuerpos desnudos reluciendo por el sudor y sonrojados por el calor de la pasión y de la juventud. Después la había besado y ella, riéndose, se había levantado y había corrido por la alta hierba hasta llegar al arroyo donde había chapoteado en el agua. Él, después de ir tras ella, la había alcanzado. La había besado otra vez, con el frío agua arremolinándose alrededor de sus rodillas, la había levantado en brazos y allí mismo, en el riachuelo, le había hecho el amor, iluminados por el sol que atravesaba las ramas de los pinos y los álamos y que destellaba sobre la limpia superficie del agua.

Tanagras habían revoloteado sobre las ramas y cantado sobre el murmullo del arroyo, y las mariposas se habían unido a unas cuantas abejas situadas cerca del agua, pero lo único que Thorne recordaba era la sedosa piel de Nicole contra la suya, el movimiento de sus músculos y el sabor de su boca mientras la besaba apasionadamente.

Ahora, al mirarla, experimentaba las mismas sensaciones que lo habían embargado siempre que había estado cerca de ella. Ya no era una jovencita bronceada corriendo desnuda por un campo, era una mujer, una doctora vestida con una bata blanca y sentada en un despacho, que daba muestras de la gran profesional en la que se había convertido.

Rodeada de libros de medicina, de un brillante ordenador, de títulos decorando las paredes, Nicole Stevenson era una mujer que había recorrido un largo camino desde que había sido Nikki Sanders, una inteligente y preciosa chica de instituto con grandes sueños y poco más.

Como si, en ese segundo, ella también hubiera recordado su exultante pasión, se aclaró la voz antes de decir:

– Bueno, pues eso es todo.

– ¿Cuándo terminas aquí?

– Estoy a punto -admitió y colocó los archivadores que tenía esparcidos por la mesa. Una taza de café a medio beber y manchada con pintalabios color melocotón era ignorada junto al ordenador. Sobre una pequeña librería y junto a unos libros de medicina, había varios marcos que mostraban fotos de sus hijas posando para la cámara, sonrientes y con los ojos iluminados.

– Así que éstas son tus hijas -supuso él.

Ella asintió, con los ojos brillantes de orgullo de madre.

– Molly y Mindy. Y, sí, puedo diferenciarlas.

Él se rió.

– Pero nadie más puede.

– Sólo su padre -admitió, y de pronto pareció sentirse incómoda-. O al menos podía hacerlo. Hace mucho que no las ve.

– ¿Por qué?

Ella vaciló, suspiró y levantó una de las fotos.

– Por muchas razones. Tiempo. Distancia. Espacio… Pero creo que lo principal es que no tiene interés en ellas. Pero tampoco me hagas mucho caso, no soy más que una ex mujer llena de rencor -dejó la fotografía en la estantería y le pasó un dedo por encima como para colocarla o comprobar si tenía polvo-. Bueno, estoy segura de que no has venido aquí para oír cómo me quejo de mi divorcio.

– La verdad es que he venido para ver si necesitabas que te llevara a casa. No he visto tu coche en el aparcamiento.

– Se lo ha llevado una grúa. Y gracias -se sintió conmovida por el hecho de que hubiera pensado en ella y a continuación se recordó que no debía confiar en él. Ya la había dejado una vez, destrozando así sus tontas fantasías de juventud-. Pero he alquilado uno.

– ¿Cuándo tendrás listo el todoterreno?

– Esa es la pregunta del millón. Aún no lo sé.

– Pues si necesitas otro coche, en el rancho nos sobran y yo puedo llevarte en cualquier momento.

Se la quedó mirando fijamente durante un segundo y sus ojos se llenaron de mensajes a los que no dio voz.

– Gracias. Te lo diré.

– Hazlo. Y… una cosa más.

– ¿Qué? -le preguntó.

– ¿Cenarías conmigo?

– ¿Qué?

Para su sorpresa, ella pareció quedarse impactada. Thorne curvó los labios en una sonrisa de satisfacción.

– Sólo te he pedido una cita. El sábado por la noche. No debería ser tanta sorpresa. Creo que ya lo hemos hablado hace unos días -se cruzó de brazos por encima de su ancho pecho y sonrió-. Bueno, doctora, entonces, ¿qué dices?

Siete

– No quiero que nadie vuelva a fastidiarme los planes -dijo Larry Todd. Era alto, cerca de metro noventa, con un pelo liso y rubio que le caía sobre sus penetrantes ojos verdes. De entre cuarenta y cinco y cincuenta años, estaba en el porche, con una chaqueta gruesa abrochada hasta el cuello y rodeado por un fuerte viento que azotaba el valle.

– Redactaré un contrato con duración de un año -le aseguró Thorne-. Para entonces Randi ya debería estar de nuevo al mando de todo esto y podrás hablarlo con ella.

Con el ceño ligeramente fruncido, el hombre asintió.

– De acuerdo -miró a los tres hermanos, que habían pasado el día enseñándole el lugar que ya conocía como la palma de su mano. Larry había señalado los fallos que tenía el rancho, las zonas de valla que había que reparar, cómo la tierra estaba erosionándose por la zona norte, por qué sería buena idea vender parte de los árboles madereros situados en las pendientes más bajas de las colinas y había sugerido que era necesario invertir en un nuevo tractor. Sabía del toro de un vecino, uno que había ganado premios y al que podían intercambiar por otro del rancho para mezclar los genes de la manada. Thorne no comprendía cómo Randi podía haberlo despedido.

– Bueno, ¿cómo está vuestra hermana? -preguntó Larry con gesto de preocupación a pesar de su enfado con Randi.

– Sigue en coma -Slade le dio una patada a un pequeño montón de tierra.

– Pero lo superará.

– Eso piensan los médicos -dijo Thorne.

– ¿Y el bebé?

Los hombres intercambiaron miradas. Thorne dijo:

– Nos hemos llevado un buen susto. Aún no está fuera de peligro, pero está mejorando.

– Bien. Bien – Larry se ajustaba los guantes entre los dedos justo cuando el teléfono sonó desde dentro de la casa-. Redactad el contrato y ya volveremos a hablar.

Bajó las escaleras hacia su camioneta cuando Thorne oyó a Juanita gritar su nombre.

– Señor Thorne. ¡Teléfono! -gritó y los tres sonrieron. Era agradable tenerla con ellos de nuevo. Habían crecido con sus sinceras convicciones, sus ojos oscuros y su estricto sentido del bien y del mal.

Thorne entró en la casa.

– ¡Botas fuera! -se oyó decir a Juanita desde la cocina. Apareció con su rostro redondeado y su cabello negro, ahora corto y con mechones grises, y secándose las manos en el delantal-. Es su secretaria.

– Hablaré desde el estudio -Thorne levantó el auricular y escuchó mientras su secretaria lo ponía al día de los proyectos que se estaban llevando a cabo. El asunto que tenía entre manos con el padre de Annette presentaba problemas con la comisión de urbanismo, había amenaza de una huelga de carpinteros y un agente inmobiliario con el que trabajaba estaba desesperado por hablar con él.

Para cuando colgó el teléfono, sus hermanos ya se encontraban en el salón. Estaban de pie, calentándose las piernas con el fuego. Sus vaqueros se veían mugrientos y olían a caballo y a suciedad. Una hebilla plateada, la que su padre había ganado en un rodeo hacía mucho tiempo, sujetaba los Levi's de Matt, y el reloj que John Randall había llevado desde que Thorne podía recordar estaba abrochado alrededor de la muñeca de Slade. Todos ellos llevaban recuerdos de su padre, regalos personales que él les había concedido, como el anillo de Thorne. Tenía curiosidad por saber qué promesas les habría pedido cumplir a sus hermanos pequeños, pero no se molestó en preguntarles.

– ¿Qué es eso de que tienes una cita? -preguntó Slade, con una sonrisa que destacaba de la sombra negra que le bordeaba la barbilla.

Thorne miró a su hermano.

– Se me ha ocurrido llevar a Nicole a cenar. Eso es todo.

– Claro -Slade no estaba tan convencido.

Una sonrisa algo maliciosa se fijó en el rostro de Matt mientras se cambiaba de sitio el palillo que tenía en la boca.

– No es exactamente tu tipo, ¿no?

– ¿Qué quieres decir?

– Que es demasiado sencilla para ti -dijo Matt, sin duda divirtiéndose-. Una mujer con tanto cerebro como belleza.

– Esa clase de mujer con la que uno sienta la cabeza -añadió Slade.

Thorne se negó a molestarse por los comentarios fastidiosos de sus hermanos. Ninguno de ellos tenía mucho que opinar en lo que respectaba a asuntos del corazón.

– Es sólo una cita -dijo, aunque sentía que había algo más. Había tenido cientos de citas en su vida, había pasado horas y horas en compañía de muchas mujeres y aun así lo de esa noche parecía diferente… como un poco más serio. Tal vez era porque Nicole trabajaba en el hospital donde su hermana y su sobrino estaban ingresados, pero eso no podía explicar el modo en que se le aceleraba el pulso al verla, las noches en las que soñaba con hacerle el amor, ni el hecho de que estuviera rompiendo una de sus reglas más sagradas: no volver nunca atrás.

Jamás en su vida había salido con una persona con la que ya hubiera estado antes. Le parecía que no servia de nada; si una historia de amor no había funcionado en el pasado, ¿por qué iba a garantizar el éxito una segunda oportunidad? Ya lo decía el refrán: «Más vale prevenir que curar». Y aun así allí estaba, planeando una cita con una mujer que ya había sido su amante mucho tiempo atrás. Se quedó pensativo un segundo y recordó que la había seducido, que le había robado la virginidad y que, después de unas breves semanas de verano, la había abandonado.

No fue porque se hubiera cansado de ella, todo lo contrario. Cuanto más había estado con Nicole, más había querido seguir a su lado, y eso le había aterrorizado. En ese punto de su vida aún le quedaba mucho por hacer, tenía demasiadas ambiciones que satisfacer y no tuvo tiempo para una relación seria ni para una chica a la que bien podría haber elegido como esposa.

Lo cierto era que sus sentimientos por Nicole le habían asustado, pero por otro lado, en aquella época era poco más que un chiquillo. Ahora las cosas habían cambiado.

– Si es sólo una cita, entonces ¿a qué viene todo ese secretismo y por qué me has pedido que…?

– Ocúpate de eso, ¿vale? -le dijo Thorne con brusquedad.

– Vale, vale -respondió Matt con las manos en alto-. Ya lo tienes: dos caballos con sus monturas.

– ¿Qué? -exclamó Slade-. ¿Caballos? ¿Has perdido la chaveta? Vas a salir con una doctora. Una doctora que ejerció en San Francisco antes de venir aquí. Es una dama con clase, sofisticada.

– ¿Pero no una con las que suelo salir? -le preguntó Thorne.

– No la clase de mujer que se sube a un caballo con este tiempo -Slade sacudió la cabeza como si su hermano se hubiera vuelto completamente loco.

– A lo mejor no voy a salir con una doctora -dijo Thorne, aunque vio que era necesario que se explicara-. A lo mejor voy a salir con una vieja amiga, con Nikki Sanders.

– Que ahora es madre, divorciada y licenciada en Medicina.

– Bueno, chicos, vosotros os quedáis aquí guardando el fuerte que ya me ocupo yo de Nikki.

– O ella se ocupa de ti… -apuntó Matt-. Escucha, ten cuidado, ¿vale? No parece ser mujer de una sola noche.

– Y puede que tengamos que ponernos en contacto contigo si hay algún cambio en el estado de Randi o del bebé -aclaró Slade.