– ¿Estás loco? -preguntó Nicole sacudiendo la cabeza cuando Thorne entró en el camino que conducía al rancho Flying M, el último lugar en el mundo en el que ella quería estar. Demasiados recuerdos, demasiados sentimientos hacía tiempo olvidados que amenazaban con poner en peligro su estabilidad mental.
– Me han acusado de eso más veces de las que crees.
– Creía que íbamos a ver una película o a cenar o… -dejó su frase inacabada cuando limpió el vaho de la ventana y vio la invernal noche tachonada de estrellas.
El hielo se aferraba a las briznas de hierba y reflejaba la luz de los faros. En el campo iluminado por una luna perlada, las oscuras siluetas del ganado y los caballos se movían en silencio. La casa del rancho brillaba en la distancia. Unos cálidos parches de luz resplandecían desde algunas de las ventanas y las luces exteriores le daban al lugar un aire de misterio.Thorne aparcó cerca del garaje y se metió las llaves en el bolsillo.
– No me digas que vas a cocinar tú -murmuró Nicole sarcásticamente.
– ¡No! No me gustaría envenenarte -bajó del coche, lo rodeó y le abrió la puerta a ella.
– ¿Entonces?
– Ya lo verás.
– Otra vez te pones enigmático -comentó al tomar la mano que le había tendido y saltar sobre la arenilla que crujía bajo sus botas mientras se dirigían a los establos de la mano. El corazón ya le golpeaba el pecho con fuerza y un torrente de adrenalina difícil de ignorar la recorría por dentro. ¿Qué tendría Thorne en mente?
Él abrió la puerta y Nicole entró. No estaban solos. Allí había dos caballos, embridados y ensillados.
– Estás loco.
– ¿Eso crees?
– Sin duda.
– Vamos, doctora. ¿Dónde está tu sentido de la aventura? Tú eliges: aquí tienes a General, es dócil como un corderito -dijo Thorne, señalando al caballo color castaño-. O si lo prefieres, puedes quedarte con la señorita Brown, pero he de avisarte porque, al igual que todas las mujeres, tiene mucho carácter.
– Machista.
– Siempre -su sonrisa aumentó mientras ella, negándose a echarse atrás, desataba las riendas de la señorita Brown. Los oscuros ojos del animal la observaron.
– Hace mucho que no me subo a un caballo -admitió Nicole dirigiéndose a la yegua a la vez que la acariciaba-, pero creo que vamos a llevarnos bien -la señorita Brown sacudió su negra cabeza y la brida sonó con fuerza.
– ¿Estás segura? -Thorne se mostraba escéptico.
– Totalmente.
– Sera tu funeral.
– Pues en ese caso asegúrate de mandarme flores.
– Creo que eso ya lo he hecho. Bueno, al menos una flor -Thorne se rió a carcajadas.
Sacaron los caballos por una puerta trasera que daba a unos prados que conducían a un campo cubierto de escarcha.
– Esto es una locura -pensó Nicole en voz alta al comenzar a desabrocharse unos botones de la falda para subir al caballo. La señorita Brown se echó a un lado y se movió inquieta mientras que General esperaba pacientemente a que Thorne montara-. ¿Adonde vamos exactamente? -preguntó agarrando con fuerza las riendas para que su caballo no saliera corriendo-. Y no me digas «ya lo verás».
– Adivínalo.
– No podría -mintió, porque en su interior sabía la respuesta, con tanta seguridad como si él se la hubiera dicho. Cruzaron varias verjas; los animales se mostraban inquietos y la luna parecía una bandeja brillante sobre las oscuras colinas recorridas por el riachuelo.
El corazón de Nicole seguía palpitando con fuerza y se mordisqueó un labio cuando en la última verja Thorne golpeó con la rodilla al caballo y General comenzó a trotar suavemente. La señorita Brown desbocó estirando sus patas, algo más cortas, e intentando desesperadamente no quedarse atrás.
– Tranquila, chica. A su debido tiempo -inclinándose hacia delante, Nicole la acarició, pero según pronunciaba las palabras se preguntó si estaba hablando con el caballo o dándose a sí misma un necesario consejo. ¿A qué venía ese paseo a caballo con Thorne bajo la luz de la luna?
El viento le azotaba el pelo y el aire frío le rozaba las mejillas. Su falda volaba tras ella y un estado de euforia le levantó el espíritu. ¡Podría dejarse llevar por el romanticismo con tanta facilidad! Pero no lo haría.
Por Thorne. No podía confiar en ese hombre, ya se lo había demostrado en su momento y sería una auténtica tonta si volvía a entregarle su corazón.
– Nunca -se juró en voz alta.
– ¿Qué? -Thorne volvió la cabeza. Con gesto tranquilo y el pelo alborotado por el viento parecía más peligroso y oscuro que nunca. Ya no era el pez gordo de una empresa, sino un hombre poderoso, tan salvaje y firme como esa extensión de tierra de Montana.
– Nada. No… No es nada -dijo y, en un intento de evadir las preguntas que pudiera lanzarle, arreó a su pequeña yegua y le dio rienda suelta.
La señorita Brown salió disparada, sus cascos resonaban con fuerza y sus patas se estiraban y retraían. Más y más deprisa, adelantando al caballo más grande como si él estuviera caminando pesadamente.
Nicole se rió. La luz de la luna jugaba con su corazón y con su mente. El viento le arrancaba lágrimas de los ojos y le enmarañaba el pelo. Se sentía más libre y joven que en años, una chica invadida por el amor. Miró hacia atrás y vio a Thorne, agachado hacia delante, con sus ojos como el punto de mira de un rifle y su boca cerrada en un gesto de determinación y satisfacción.
– Oh, Dios -susurró Nicole, y después gritó-: ¡Arre! -la pequeña yegua corrió incluso más deprisa, el polvo se arremolinaba a su alrededor. Avanzaron sobre la tierra lisa hasta que aparecieron los árboles que rodeaban el riachuelo, unas torres negras y enormes que bordeaban el campo y que cada vez estaban más cerca. Nicole tiró de las riendas y oyó a General bufar cuando Thorne lo hizo detenerse.
Intentó recuperar el aliento.
¿Cuánto hacía desde la última vez que había estado allí? ¿Diecisiete años? ¿Dieciocho? Pero entonces había sido verano, una época de juventud y calor, de días excitantes en los que el roce de los labios de Thorne contra su nuca resultaba tan sensual y agradable como una fría brisa.
Recordó cómo habían hecho el amor allí, hacía tanto tiempo, de un modo tan ardiente, tan desinhibido. ¿Por qué la había llevado allí ahora, en esa noche con el invierno tan cerca como lo había estado el verano aquel año?
Él se bajó del caballo y se quedó mirándola.
– ¿Necesitas ayuda?
– No… Yo… -se aclaró la voz y se obligó a reaccionar. ¡Ya no era la chiquilla que se trababa al hablar! Era una mujer adulta, una madre, una doctora-. Estoy bien -dijo, aunque mintió porque lo cierto era que en absoluto se encontraba bien. Sin embargo, bajó del caballo y aterrizó sobre el duro suelo a escasos centímetros de él y dispuesta a no dejar ver que la intimidaba. Con polvo en las manos, esperaba que se la viera más serena de lo que en realidad estaba-. Bueno… ¿para qué me has traído aquí? ¿Sólo para recordar los viejos tiempos?
– Algo parecido.
– Vaya, ¡y yo que pensaba que no eras nada nostálgico!
– A lo mejor estabas equivocada conmigo.
Se le hizo un nudo en la garganta.
– Yo… eh… creo que no -le ofreció una sonrisa llena de una soberbia que no sentía realmente. Una ráfaga de aire que resonó entre las hojas de los árboles y agitó las briznas más altas de hierba le levantó la falda-. Me sorprende que necesites hacer un viaje por el camino de los recuerdos.
– ¿Tú no quieres hacerlo a veces? -su voz era suave y sus ojos se veían plateados con la luz de la luna. Todo ello hizo que a Nicole se le quedara la respiración atrapada en la garganta.
– No -sacudió la cabeza-. De hecho, creo que sería una mala idea.
– ¿Sí? -la rodeó con los brazos y le acarició la nariz con la suya-. Pues a mí me parece una idea perfecta -sus labios se rozaron y ella respiró entrecortadamente al abrir la boca y darle acceso libre a la lengua de Thorne. Se dijo que estaba siendo una tonta, que estar con él era como cometer un suicidio emocional, que relacionarse con un hombre apellidado McCafferty le rompería el corazón una y otra vez, pero a pesar de todo, no podía detenerse. Unas emociones, tanto viejas como nuevas, la envolvieron, y el deseo invadió sus venas. Como si actuaran por su cuenta, sus traicioneros brazos lo rodearon por el cuello, sus ojos se cerraron y se dejó caer sobre él.
«Oh, Thorne… ha pasado tanto tiempo…».
Los labios de Thorne ejercían una cálida y dulce presión, sus grandes y fuertes manos le acariciaban la espalda y la combinación de la fría y estrellada noche con su ardiente piel resultó seductora y erótica. A Nicole se le escapó un pequeño gemido al que Thorne respondió del mismo modo.
«No hagas esto, Nicole», se dijo en silencio, aunque fue en vano. Sentía los caballos moviéndose a su alrededor, podía oír, por encima de los cada vez más fuertes latidos de su corazón, el suave golpe de sus cascos y el tintineo de las bridas al intentar arrancar las briznas heladas de hierba. En algún lugar en la distancia un búho ululaba y una suave brisa azotaba las secas hojas de los álamos que guardaban el arroyo.
– He querido esto desde la primera vez que volví a verte -admitió Thorne acariciándole el pelo. La miró con unos ojos que reflejaban la luz de la luna.
– ¿Desde la primera vez que volviste a verme?
– Sí.
– ¿En el hospital?
– En el hospital.
– Mentiroso.
– Nunca -volvió a besarla y en aquella ocasión ella respondió despojada de las trabas del pasado.
Lo besó con el mismo desenfreno que tenía de joven. Resultó tan agradable sentir cómo sus brazos la tendieron en el suelo, tan natural girar la cabeza para que los labios y la lengua de Thorne encontraran ese punto en la cuna de su cuello que hacía que todo su cuerpo convulsionara…
Unas sensaciones cálidas y líquidas la invadieron. Le ardía la sangre y el corazón le palpitaba con fuerza a medida que él la besaba como si no fuera a detenerse nunca.
Sintió su chaqueta abrirse y las manos de Thorne se colaron bajo su jersey. Ella arqueó la espalda al sentir sus cálidos dedos, y sus besos.
Una docena de razones gritaban en su interior diciéndole que lo rechazara.
Pero muchas otras silenciaron sus dudas. ¿Por qué no podía hacerle el amor a ese hombre? ¿Qué daño podía hacerle eso? Ya había estado con él, ya había sentido la seducción de su beso y el poder de su cuerpo uniéndose al suyo.
La lengua de Thorne resultaba una suave persuasión mientras sus dedos encontraban los pocos botones que aún unían los dos pliegues de la falda. Nicole dio un grito ahogado cuando él acarició la piel desnuda de sus muslos. «¡Detenlo, Nicole! ¿Estás loca? No puedes hacer el amor con él. ¡No puedes!». Y con la misma certeza con la que sabía que el sol saldría sobre el horizonte del este, sabía que volvería a amarlo.
En minutos su falda y su jersey ya estaban sobre el suelo y Thorne tendido sobre ella, besándola, tocándola, haciendo que su sangre ardiera y danzara. Cuando abrió los ojos, vio un rostro que una vez había amado, un rostro marcado por los años, un rostro anguloso y de rasgos duros, pero en la profundidad de sus ojos y en el gesto de su boca vio arrepentimiento… una mínima muestra de arrepentimiento.
El hielo que rodeaba el corazón de Nicole se rompió y ella parpadeó para evitar unas repentinas lágrimas. A través de ellas vio la luna sobre Thorne, un disco brillante y gélido rodeado por miles de titilantes estrellas, y oyó el suave murmullo del arroyo.
– Nunca te he dicho que lo siento -dijo Thorne con un ronco susurro.
– Shh -le puso un dedo en los labios-. No tienes que decir… ooh…
Él rodeó el dedo con la calidez de su boca.
– Oh, no…
Pero ella no lo retiró mientras su ardiente y húmeda lengua trazaba incesantes círculos alrededor de su piel.
– Thorne… por favor…
Intentó rechazarlo, pero no tuvo la oportunidad.
En un instante, él le soltó el dedo y comenzó a besarla. Ella encontró la cremallera de su cazadora y los botones de su camisa de lana. Le palpitaba la piel, la sangre le ardía.
Se besaron y se acariciaron. Los dedos algo ásperos de Thorne mimaron su piel desnuda y ella también lo acarició y lo besó mientras le quitaba la ropa. Trazó con los dedos sus duros músculos, besó el vello que cubría su torso y fue recompensada con la misma sensualidad cuando él comenzó a recorrer con la lengua los frágiles huesos de su clavícula hasta llegar a sus pechos, donde acarició un endurecido pezón y besó el otro.
– Eres más preciosa de lo que recordaba -le dijo haciendo que su frío aliento rozara la ardiente piel de Nicole.
«No escuches esto, no le creas…». Pero ya estaba perdida.
Un calor la recorría y su mente danzaba en deliciosos círculos. Su parte más íntima se humedeció y sintió un cosquilleo. El deseo retumbaba en su sangre y parecía resplandecer en el frío aire invernal. La respiración de Thorne era tan fuerte como la suya, sus habilidosas manos la acariciaron y crearon una vorágine que la hizo gemir.
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