El Destino Aguarda

Los McCaffertys, 1

Titulo original: The McCaffertys: Thorne

Traducido por Esther Mendía Picazo

Prólogo

Verano. Un año antes…

– Hijo, lo cierto es que tengo que pedirte algo -dijo John Randall McCafferty desde su silla de ruedas. Le había pedido a Thorne que lo llevara hacia la valla situada a treinta metros de la entrada del rancho al que había considerado su hogar durante toda su vida.

– Odio tener que preguntarte qué es -comentó Thorne.

– Es simple. Quiero que te cases. Tienes treinta y nueve años, hijo, Matt tiene treinta y siete y Slade… bueno, sigue siendo un niño, pero tiene treinta y seis. Ninguno os habéis casado y no tengo nietos… al menos, no que yo sepa -frunció el ceño-. Ni siquiera vuestra hermana ha asentado su vida.

– Randi sólo tiene veintiséis.

– Suficientes -dijo J. Randall. Aunque no era más que la sombra del hombre que había sido una vez, agarró con tanta fuerza los brazos de su silla de metal, a la que solía referirse como «ese maldito artilugio», que los nudillos se le pusieron blancos. Una vieja manta le cubría las piernas a pesar de los muchos grados que marcaba el antiguo termómetro situado en el lado norte del granero. Sobre el regazo llevaba su bastón, otro símbolo odiado de su precaria salud.

– Hablo en serio, hijo. Necesito saber que el linaje de los McCafferty no va a morir con vosotros, chicos.

– Esa es una forma de pensar muy arcaica -a Thorne no iban a presionarlo. Ni su padre. Ni nadie.

– Pues que lo sea. ¿Es que no has notado que no me queda mucho tiempo? -J. Randall levantó el bastón de su regazo y lo clavó en el suelo para darle más énfasis a sus palabras.

Harold, el perro de caza lisiado de J. Randall, lanzó un ladrido de descontento desde el porche delantero y un ratón de campo salió disparado hacia unas zarzas.

– No te entiendo -gruñó J. Randall-. Esto podría haber sido tuyo, hijo. Todo tuyo -trazó un amplio arco con el bastón y la mirada de Thorne siguió el gesto de su padre. Potros larguiruchos jugueteaban en un pasto mientras una manada de ganado moteado con tonos rojizos, negros y marrones pastaba cerca del arroyo seco que atravesaba lo que era comúnmente conocido como «el gran prado». La pintura del granero se había desconchado, había que reemplazar las ventanas de los establos y aquel maldito lugar al completo parecía estar padeciendo la misma enfermedad que había debilitado a su propietario.

El rancho Flying M. El orgullo y la felicidad de John Randall McCafferty, aunque ahora estaba al cuidado de un capataz porque él estaba demasiado enfermo y sus hijos demasiado ocupados con sus propias vidas.

Thorne contempló los acres que se extendían ante él con una mezcla de emociones que iban desde el amor al odio.

– No voy a casarme, papá. No por mucho tiempo.

– ¿A qué viene la espera? Y no me digas que necesitas tiempo para dejar huella. Eso ya lo has hecho, chico -unos viejos ojos azules lo miraron y parpadearon ante los rayos del cegador sol de Montana-. ¿Cuánto vales ahora? ¿Tres millones? ¿Cinco?

– Alrededor de siete.

Su padre resopló.

– Una vez yo fui un hombre rico. ¿Y qué conseguí con ello? -arrugó sus viejos labios-. Dos mujeres que me dejaron seco cuando nos divorciamos y un montón de preocupaciones por haberlo perdido todo. No, el dinero no es lo que importa, Thorne. Son los hijos. Y la tierra. Maldita sea… -mordiéndose el labio inferior, se metió la mano en el bolsillo-, ¿dónde demonios está?… Ah, aquí.

Lentamente sacó un anillo que resplandeció ante la luz del sol y a Thorne se le encogió el estómago al reconocerlo: era el anillo de la primera boda de su padre, el mismo que no había llevado puesto en aproximadamente un cuarto de siglo.

– Quiero que lo tengas -dijo el hombre sosteniendo la alianza de oro con su exquisita incrustación de plata-. Tu madre me lo dio el día que nos casamos.

– Lo sé -Thorne, aun sabiendo que cometía un grave error, aceptó el anillo. Lo sintió frío entre sus dedos, un aro de metal que no guardaba ninguna calidez, ninguna promesa, ninguna alegría. El símbolo de unos sueños rotos. Se guardó el maldito anillo en el bolsillo.

– Prométeme una cosa, hijo.

– ¿Qué?

– Que te casarás.

Thorne ni siquiera se inmutó.

– Algún día.

– Que sea pronto, ¿de acuerdo? Me gustaría marcharme de esta tierra sabiendo que vas a tener una familia.

– Lo pensaré -respondió Thorne y de pronto la pequeña alianza de oro y plata que llevaba en el bolsillo pareció pesar cientos de kilos.

Uno

Grand Hope, Montana Octubre

La doctora Nicole Stevenson sintió una subida de adrenalina como siempre le ocurría cada vez que víctimas de accidentes entraban en la sala de urgencias del Hospital St. James.

Vio la intensidad de la mirada de la doctora Maureen Oliverio cuando la otra mujer colgó el teléfono.

– ¡El helicóptero ha llegado! ¡Vamos! -el equipo de médicos y enfermeras, que tan apresuradamente había sido reunido, respondió-. Los paramédicos están trayendo al paciente. Doctora Stevenson, tu turno.

– ¿Qué tenemos? -preguntó Nicole.

La doctora Oliverio, seria y eficiente, fue marcando el camino a través de las puertas dobles.

– Accidente de un único coche en Glacier Park. La paciente es una mujer de veintitantos años y está embarazada. Fracturas, daño interno, conmoción, un auténtico desastre. Ha roto aguas y es probable que tengamos que hacer una cesárea debido al resto de daños que ha sufrido. Una vez dentro, repararemos otras lesiones. ¿Estáis todos? La doctora Stevenson está al mando hasta que enviemos a la paciente al quirófano.

Nicole miró a los otros médicos mientras se ponían las mascarillas y los guantes. Su trabajo consistía en estabilizar al paciente antes de que entrara a quirófano.

Las puertas de la sala de emergencias del Hospital St. James se abrieron de par en par dando paso a una camilla empujada por dos paramédicos.

– ¿Qué tenemos? -le preguntó Nicole al paramédico que tenía más cerca, un hombre bajo con la cara colorada y el pelo y el bigote canosos-. ¿Cómo están las constantes vitales? ¿Y el bebé?

– Presión sanguínea normal, ritmo cardíaco sesenta y dos, pero está cayendo ligeramente… -mientras el paramédico le iba dando la información que había reunido, Nicole escuchaba mirando a la paciente, una mujer en estado inconsciente cuyo rostro probablemente había sido bello aunque ahora estuviera cubierto de sangre y magullado. Tenía el abdomen hinchado, un líquido le entraba en el brazo por medio de una intravenosa y tenía el cuello y la cabeza sujetos-, desgarros, quemaduras, cráneo, mandíbula y fémur fracturados, posible hemorragia interna…

– ¡Hay que monitorizar al feto! -ordenó Nicole.

– Enseguida.

– Bien -asintió Nicole-. Bien, bien, ahora ramos a estabilizar a la madre.

– ¿Se ha informado ya al marido? ¿Tenemos consentimiento? -preguntó la doctora Oliverio.

– No lo sabemos -respondió un paramédico con gesto sombrío-. La policía está intentando localizar a los familiares. Según su carné de identidad, se llama Randi McCafferty y en su permiso de conducir no aparece nada sobre alergias a ningún medicamento, ni lleva ningún medicamento en el bolso.

– ¡Oh, Dios mío! -el corazón de Nicole casi se detuvo. Se quedó paralizada. Durante un segundo se desconcentró-. ¿Estás seguro? -preguntó.

– Completamente.

– Randi McCafferty -repitió la doctora Oliverio con la respiración entrecortada-. Mi hija fue al colegio con ella. Su padre ha muerto. J. Randall, un hombre que en su tiempo fue muy importante por aquí. Era el dueño del rancho Flying M, está a unos treinta kilómetros de aquí. Randi tiene tres hermanastros.

«Y Thorne es uno de ellos», pensó Nicole.

– ¿Qué hay del novio o del marido? El bebé tiene que tener un padre por alguna parte -insistió la doctora Oliverio.

– No lo sé.

– Bueno, ya lo averiguaremos luego -dijo Nicole, tomando las riendas una vez más-. Ahora mismo vamos a concentrarnos únicamente en estabilizarlos a ella y al bebé.

La doctora Oliverio asintió.

– ¡Vamos! ¡Hay que monitorizar al bebé!

– Enseguida -respondió una enfermera.

– La presión sanguínea está cayendo, doctora -dijo otra enfermera.

– Maldita sea -el corazón de Nicole comenzó a latir con fuerza. No iba a perder a su paciente. «Vamos, Randi», dijo animándola en silencio. «¿Dónde está esa fuerza de los McCafferty? ¡Vamos, vamos!»-. ¿Dónde está el anestesista?

– Viene de camino.

– ¿Quién es?

– Brummel -la doctora Oliverio miró a Nicole-. Es un buen hombre. Vendrá.

– El monitor está preparado -dijo una enfermera justo cuando el doctor Brummel, un hombre delgado con gafas, empujó las puertas.

– ¿Qué tenemos? -preguntó al mirar a la paciente.

– Mujer. Inconsciente. A punto de dar a luz. Accidente de un único coche. No se conocen alergias, no tenemos historial médico, pero estamos comprobándolo -dijo Nicole-. Tiene fractura de cráneo y otras muchas, neumotorax, así que ya está entubada. Ha roto las membranas, el bebé está en camino y puede que tenga más daños abdominales.

– La presión sanguínea de la madre se está estabilizando -gritó una enfermera, pero Nicole no se relajó. No podía. La vida de Randi McCafferty aún no era algo seguro.

– No dejes de vigilarla. ¿Cómo está el bebé? -preguntó Nicole.

– Tenemos problemas. Hay sufrimiento fetal -dijo la doctora Oliverio al leer el resultado del monitor.

– Entonces hay que sacarlo.

– Estaré listo en un minuto -dijo el doctor Brummel desde detrás de su mascarilla mientras ajustaba el tubo respiratorio. Satisfecho, alzó la vista hacia Nicole-. Vamos.

– Tenemos un neonatólogo de guardia.

– Bien -Nicole comprobó las constantes de Randi una última vez-. La paciente se encuentra estable -miró al equipo y después a la doctora Oliverio. Ahora Randi McCafferty tendría que luchar una batalla por su vida. Al igual que el bebé-. Muy bien, doctores, los pacientes son todos suyos.


Thorne conducía como un loco. Slade lo había llamado unas tres horas antes para comunicarle que Randi había tenido un accidente de coche en Glacier Park, allí en Montana.

Cuando recibió la llamada, se encontraba en Denver, en una reunión de negocios en las oficinas de McCafferty Internacional y se había marchado repentinamente. Le dijo a su secretaria que se ocupara de todo y que reorganizara su agenda, después había agarrado una bolsa con ropa que siempre tenía guardada en un armario y había conducido hasta el aeródromo. En una hora ya estaba en el aire, volando en el jet de la compañía directamente hasta una pista de aterrizaje privada que tenían en el rancho. No se había molestado en ir a ver si estaban sus hermanos, sino que directamente había tomado las llaves de una camioneta que tenía preparada, había metido dentro la bolsa y se había puesto en marcha hacia el hospital St. James, donde Randi estaba luchando por su vida.

Pisó el acelerador, dobló una esquina demasiado deprisa y oyó los neumáticos chirriar a modo de protesta. No sabía lo que estaba pasando; la llamada de su hermano Slade se había cortado y más tarde el teléfono había aparecido como desconectado, ya que allí la cobertura no era de las mejores. Pero sí que entendió que la vida de Randi corría peligro y que el nombre de la doctora que la había atendido era Stevenson. Aparte de eso, no sabía nada más.

A ambos lados del coche iba dejando campos oscurecidos por la noche. Los limpiaparabrisas apartaban el aguanieve a medida que la mandíbula de Thorne se iba tensando más y más. ¿Qué demonios había sucedido? ¿Por qué estaba Randi en Montana si trabajaba en Seattle? ¿Qué había estado haciendo en Glacier Park? ¿Cómo de grave era su estado? ¿De verdad su vida corría peligro? Algo de lo que le había dicho Slade se le clavó en el cerebro. ¿No le había dicho su hermano algo sobre que Randi estaba embarazada? Imposible. No hacía ni seis meses que la había visto. Estaba soltera, ni siquiera tenía novio formal. ¿O sí? ¿Qué sabía en realidad sobre su hermanastra?

No mucho.

La culpabilidad lo invadió. «Deberías haber mantenido el contacto. Eres el mayor. Era tu responsabilidad. No fue culpa suya que su madre sedujera a tu padre hace veinticinco años y que rompiera el primer matrimonio de Randall. No fue culpa suya que tú estuvieras demasiado ocupado con tu propia vida».

Decenas de preguntas le ardían en la conciencia mientras veía las luces de la ciudad brillando en la distancia.

Muy pronto tendría las respuestas.

Si es que Randi sobrevivía.

Apretó con fuerza el volante y de pronto se vio rezando a un Dios del que, desde hacía mucho tiempo, pensaba que lo había ignorado.