– Y tampoco sabes si lo ha habido.

– ¿Pero por qué? Le caía bien a todo el mundo que conoce, según ha dicho Slade, daba consejos a los enamorados deprimidos. Eso no tiene ningún misterio, no es como si hubiera estado destapando escándalos o metida en política.

– Era más que un tema de enamorados -aclaró Slade-. Su columna era para gente soltera…

– Sí, eso ya lo sé -contestó Matt bruscamente.

– Pero el caso es que ninguno sabemos qué estaba haciendo con su vida, ¿no? -Thorne se remangó-. Ni siquiera nos contó que estaba embarazada. Existe la posibilidad de que alguien, ya sea por accidente o intencionadamente, estuviera implicado en el accidente, y tenemos que descubrir quién.

– Y un porqué -Matt agitó una mano exasperado-. ¿No necesitamos un motivo?

– No si fue un accidente y alguien se asustó y huyó -Slade se terminó su botella.

– Bueno, entonces, mirar en su ordenador y entrar en su apartamento no sería necesario, ¿verdad? -apuntó Matt.

– ¡Ey! ¡Merece la pena intentarlo todo! -Slade fue hacia su hermano-. ¿No crees que deberíamos considerarlo todo? -estaba encendido, con la mandíbula tensa, igual que cuando de niños estaban a punto de empezar a pegarse.

Matt le dirigió esa sonrisa que tanto irritaba a sus dos hermanos.

– No sabemos mucho -dijo Slade con los dientes apretados-. Kurt va a ayudarnos a llegar al fondo del asunto. ¿Tienes algún problema con eso?

Los ojos de Matt se entrecerraron y posaron en los de su hermano pequeño.

– Ningún problema. Sólo quiero lo que sea mejor para Randi y J.R., eso ya lo sabéis. Y si algún bastardo es el culpable de su estado, quiero encontrarlo y encerrarlo, aunque para eso está la oficina del sheriff.

– A menos que estén sentados sin hacer nada -dijo Slade.

– Eso es. Pero no creo que debiéramos empezar una caza de brujas hasta que no estemos seguros de que hay una bruja.

Kurt se levantó.

– No te preocupes. Si la hay, la encontraré.

– Bien -Slade dio un paso atrás.

– Haz lo que tengas que hacer -le dijo Thorne antes de acompañarlo a la puerta, donde volvieron a estrecharse la mano. El teléfono sonó cuando la puerta se cerró tras el investigador-. Yo contesto -dijo yendo hacia el estudio. Tenía trabajo que hacer y no podía permitir que el mal humor de sus hermanos se lo impidiera.

– ¿Diga? -preguntó casi gritando.

– Chico, estás de mal humor -anunció la voz de Annette por la línea.

– Sólo ocupado -respondió él sin mucha gana.

– ¿Cuándo vuelves a Denver? -Annette no se andaba con rodeos.

– No lo sé -admitió, apoyando una cadera en el escritorio de su padre y balanceando una pierna. La idea de volver a la oficina, a su ático y a la agitada vida que llevaba allí no le resultaba demasiado atractiva ahora.

– ¿Así que te gusta volver a ser un vaquero? -preguntó y se rió sin la más mínima acritud, como si no hubiera cambiado nada entre los dos.

– Lo creas o no, me gusta estar aquí -dijo sinceramente-. No creas que soy un vaquero.

– Oh, vaya, yo que iba a ponerme mi falda vaquera y mi camisa de cuadros.

– ¿Querías algo?

– Mmm. La verdad es que sí. Papá te ha perdonado.

Thorne lo dudaba.

– Y aún sigue queriendo trabajar contigo.

– Entonces, ¿por qué no me ha llamado?

– Porque quería hacerlo yo, para asegurarme de que no había rencores.

– No por mi parte, al menos -dijo, a pesar de que no se fiaba de ella.

– Bien. Y no te preocupes. Papá te llamará. Avísame cuando estés en la ciudad. ¡Ah!, y Thorne… quítate el corbatín, no es tu estilo.

– No llevo ningún tipo de corbata.

– Oh, querido. Pues eso es todavía peor. Bueno, adiós, amigo -dijo con una risa. Se oyó un clic al otro lado de la línea y él se quedó allí con el auricular en la mano y preguntándose por qué se había molestado en llamar.

– No importa -se dijo, porque no sentía nada por ella; nunca lo había sentido. Tampoco había experimentado ninguna clase de vínculo especial con ninguna mujer en los últimos años… hasta que había vuelto a ver a Nicole. Desde el momento en que había puesto los ojos en ella en el hospital, lo había atrapado. Se preguntó qué estaría haciendo en ese instante, pensó en marcar su número, que ya había memorizado, pero después se recordó que tenía otras cosas importantes que hacer.

Durante las dos horas siguientes, volvió a hacer llamadas, a mandar correos electrónicos, pero no podía concentrarse y no podía sacarse de la cabeza ni a su hermana ni al bebé.

Cuando había colgado después de atender una llamada de su abogado, se recostó sobre la silla del escritorio hasta que ésta chirrió. Tamborileando con los dedos sobre el brazo curvado, miró por la ventana y una decena de preguntas lo asaltaron. ¿Qué hacía Randi en Montana? ¿Quién era el padre del bebé? ¿Había habido otro vehículo implicado en el accidente? ¿Se pondrían bien Randi y el niño? ¿Cuándo saldría del coma?

No tenía respuestas a ninguna de ellas y otro pensamiento, uno que había mantenido alejado, invadió su cerebro. Se preguntó qué haría Nicole esa noche. «Olvídalo», pensó, pero su mente no dejaba de volver a ese momento en el que habían hecho el amor, con sus cuerpos brillando por el sudor bajo las estrellas de la fría noche. ¿Cuándo volvería a verla? Miró al teléfono, maldijo para sí y se preguntó cómo se había colado tan dentro de su corazón.

Recordó el momento en que la abrazó en el aparcamiento y su grito contenido de sorpresa cuando la había besado; recordó cómo había gemido al hacerle el amor junto al riachuelo y cómo había mecido al bebé en la enfermería mientras le sonreía y susurraba, con tanta naturalidad como si fuera su madre. El efecto que eso había provocado en él había sido inmediato y le había detenido el corazón.

Podría pensar que estaba enamorándose, pero eso era ridículo. Él no era la clase de hombre que caía en esa trampa.

No estaba preparado para atarse a una mujer, no todavía. Tenía mucho por hacer.

«¿Ah, sí? ¿Y qué es? ¿Ganar otro millón o dos? ¿Hacer que una empresa hundida se convierta en una de prestigio? ¿Desarrollar otra subdivisión? ¿Volver a un ático vacío en una ciudad donde tus únicos amigos son tus compañeros de trabajo?».

Se levantó y estiró los brazos por encima de la cabeza. Por supuesto, volvería a Denver y seguiría con su vida. ¿Qué otra opción tenía? ¿Quedarse allí? ¿Casarse con Nicole?

Se quedó paralizado.

«¿Casarme con Nicole?». ¿Con la doctora Stevenson? ¡Imposible! ¡De ningún modo!

Pero no obstante, la idea lo atraía peligrosamente.


– Esto es ridículo -se dijo Nicole cuando terminó su turno y entró en su despacho. Por suerte, había sido un día tranquilo en urgencias, con sólo una cadera rota, un ataque de asma, una mordedura de perro, una apendicitis aguda y dos niños con contusiones y conmoción por un pequeño accidente entre una bici y un coche. Entre paciente y paciente había podido seguir con sus informes, visitar a algunos pacientes como Randi y J.R. y además pensar en Thorne McCafferty.

Últimamente había pensado mucho en él. Demasiado. Se sentó en su escritorio y jugueteó con un bolígrafo. Habían hablado por teléfono un par de veces desde que habían hecho el amor junto al arroyo y, por supuesto, se habían visto el día que habían almorzado juntos y cuando él había ido a visitar a su hermana. Siempre había pasado a verla y por ello ya se habían levantado rumores y algunos de sus compañeros le habían guiñado un ojo cada vez que él aparecía.

– Olvídate de él -se dijo, sabiendo que era imposible. A pesar de que ya la había traicionado una vez, no podía evitar sentir algo por él. No le había dado ninguna explicación, se había marchado a perseguir su sueño de dejar huella en el mundo, dejándola con el corazón roto. A pesar de ello, ese hombre la fascinaba. Como a una estúpida. Pero no podía permitir que volviera a hacerle daño.

Terminó con el papeleo pendiente y después hizo unas fotocopias de algunas de las columnas de Randi que Clare Santiago, la tocoginecóloga, le había dado. Movida por la curiosidad, Clare había encontrado algunos de los artículos en Internet y los había imprimido.

Ahora, según los leía, Nicole sonreía. Randi aconsejaba de forma generosa. Con tonos de ironía y sarcasmo, daba consejos muy sensatos a gente soltera que le había escrito contándole sus problemas amorosos, laborales, relaciones pasadas o dificultades para compaginar unas agendas demasiado apretadas. Randi hacía uso de clichés literarios, de viejos refranes y aderezaba la columna con palabras coloquiales, pero gran parte de los consejos que ofrecía mostraba su astuto y algunas veces cortante ingenio. Nicole se rió con algunos fragmentos y se preguntó si sus hermanos mayores también tenían esa lengua afilada. Ojalá pudiera hablar.

Tras guardar los artículos en una carpeta, decidió dar por finalizado el día. Apagó el ordenador y la lamparita, se estiró y salió al pasillo. Antes de volver a casa, iría a ver a la hermana de Thorne, la mujer en estado de coma cuyos consejos habían llegado a millones de personas.

Fuera de las puertas de la UCI, encontró a Slade y a Matt McCafferty esperando con impaciencia.

– Hola -Matt, que estaba de pie, se quitó el sombrero rápidamente.

Slade, sentado en una silla en la pequeña sala de espera, soltó una revista y se levantó.

– Quería ver a vuestra hermana antes de irme a casa.

– No ha habido ningún cambio -dijo Slade-. Cuando estaba dentro, los doctores estaban hablando sobre tratarle los huesos que tiene rotos ahora que la hinchazón ha bajado -se miró a las manos, que rodeaban el ala de su sombrero-. Tiene un aspecto honible.

– Pero está mejorando -le respondió Nicole-. Estas cosas llevan tiempo.

– Ojalá despierte -la frente de Matt estaba surcada por profundas arrugas de preocupación. Señaló hacia las puertas cerradas-. Thorne está con ella ahora.

– ¿Sí? -¿por qué había reaccionado así su corazón ante la sola mención de su nombre?

– Sí -Slade miró al reloj-. No creo que tarde en salir, si es que quieres hablar con él.

La boca de Matt se alzó en una media sonrisa.

– Bueno… ¿qué hay entre Thorne y tú?

– ¿Es que hay algo? -dijo ella, devolviéndole la sonrisa.

– Yo diría que sí -intervino Slade-. Nunca he visto a Thorne tan… contento.

– No está contento -dijo Matt sacudiendo la cabeza-. Él no conoce el significado de esa palabra, pero sí que se le ve menos nervioso y tenso, más distraído.

– ¿Sí?

Las puertas se abrieron y Thorne, con pantalones y cazadora vaqueros, salió como una flecha. Su expresión era sombría y tenía los ojos entrecerrados hasta que los posó con toda su fuerza en Nicole.

– ¿Ocurre algo? -preguntó ella.

– Sí, ocurre algo. Sigue en coma y tiene un aspecto horrible. Los médicos siguen diciendo que está progresando tan bien como se esperaba, pero no sé si creerlos. Ya ha pasado una semana desde que la trajeron aquí.

– Se está haciendo todo lo que…

– ¿Sí? ¿Y eso cómo lo sé?

– Pensaba que ya habíamos hablado de esto… de lo competente que es el personal, de la eficiencia del hospital, del tiempo que llevan estas cosas…

– Ya basta -la miró y se pasó la mano por el pelo con frustración-. ¡Maldita sea!

– ¿Qué quieres? -le preguntó ella.

– ¿Te refieres aparte de que mi hermana y su hijo se recuperen, aparte de encontrar al padre del niño, de descubrir la verdad sobre el accidente y de conseguir la paz en el mundo?

– ¿Eso es todo? -ella enarcó una ceja con gesto arrogante y le sostuvo esa irresistible mirada.

– No, ¡también me vendría bien una taza de café!

– Bueno, pues eso puedo conseguírtelo en cuanto cure a tu hermana y remate unos últimos detalles en el asunto de la paz en el mundo -respondió bruscamente y, al oír una risita detrás de ella, se volvió para encontrar a Slade intentando ocultar una sonrisa-. ¿Te hace gracia?

– En absoluto, pero estoy disfrutando mucho del espectáculo. No suele verse cómo alguien pone al viejo Thorne en su sitio.

– ¿Es eso lo que está haciendo? -preguntó Thorne y después, antes de que Nicole pudiera protestar, la agarró por el codo y la sacó al pasillo-. Vosotros -gritó mirando hacia atrás- podéis iros. Luego os veo.

– Espera un minuto. ¿Qué crees que estás haciendo? -le preguntó Nicole cuando él la llevó por el pasillo hasta una pequeña alcoba con un asiento empotrado bajo la ventana y unas macetas.

– Esto -no perdió el tiempo; bajó la cabeza y la besó con tanta intensidad que ella no podía respirar.

Sintió cómo sus huesos comenzaban a derretirse y se dijo que era una locura, que él no tenía derecho a arrastrarla a ninguna parte, y menos allí, en el hospital donde trabajaba. Sin embargo, había una parte de ella que respondió a su espontaneidad, a la intensidad de un hombre que la deseaba tanto como para llevarla casi a rastras hasta la relativa intimidad de esa pequeña habitación.