Pidió una cola-cola light y leche para las niñas y después esperó nerviosa hasta que vio a Thorne empujar una de las dos puertas de cristal. Alto, de hombros anchos, y expresión de determinación, miró a su alrededor hasta que la encontró. Ante esa intensa mirada, ella se quedó sin respiración y se reprendió por reaccionar como una tonta colegiala. «Es sólo un hombre». ¿Qué tenía que hacía que su idiota corazón diera esos vuelcos con sólo verlo? Lo saludó con la mano y él se abrió paso entre el laberinto de mesas.

– ¿Dónde…? -empezó a preguntar él antes de ver a las gemelas de pie en unas sillas mirando por encima de los niños que jugaban a los videojuegos-. Ah.

– Ahora vienen. Tengo suerte de que no entiendan que necesitan dinero para que las máquinas funcionen.

– Entonces cuando se enteren te van a arruinar.

– Exactamente.

Después de colgar su cazadora donde ya colgaban los abrigos de las gemelas, Thorne echó un vistazo al restaurante y se sentó en el banco, junto a Nicole.

– No es exactamente lo que tenía en mente cuando he llamado -admitió-, pero servirá.

– ¿Ah, sí?

– No había venido aquí desde el instituto.

– ¿Buenos recuerdos? -Nicole logró controlar la voz porque en muchas ocasiones ella había estado allí sentada en esa misma mesa esperando que Thorne McCafferty llamara o regresara a Grand Hope. Pero no había ocurrido.

– Unos mejores que otros -la miró fijamente y después levantó una carta de menú plastificada-. Aquí tuve la primera cita de mi vida, con Mary Lou Bennett, el primer año de instituto. Estaba muerto de miedo. Y en otra ocasión me peleé con un chico un poco mayor que yo. ¿Cómo se llamaba? Era un gallito… Mike algo… Wilkins… eso es. Mike Wilkins. Me molió a palos en el aparcamiento.

– ¿Te pegó?

– Sí, pero odio reconocerlo -enarcó una ceja-. Sí, doctora Stevenson, no siempre he sido el tipo duro y frío que ves ante ti.

– ¿Qué sucedió? -preguntó fascinada. Nunca había oído esa historia.

– Vino la policía y nos tomó declaración a los dos y a todos los chicos que habían presenciado la pelea. Mi padre tuvo que venir a sacarme y casi me echaron del instituto y del equipo de rugby, pero como siempre, John Randall lo arregló todo. El peor castigo que me llevé fue un ojo morado, unos dientes rotos y un ego herido.

– Algo que probablemente te merecías.

– Probablemente -alzó un lado de la boca en una sonrisa de desaprobación-. Era un poco chulito.

– ¿Eras?

Él se rió.

– ¿Por qué fue la pelea? -preguntó Nicole sorprendida por su franqueza.

– ¿Por qué iba a ser? Por una chica. Yo iba detras de su novia. No recuerdo su nombre, pero era pelirroja, con una sonrisa preciosa y otros cuantos atributos.

– ¿Y eso era lo que te atraía? ¿Sus atributos?

– Y el hecho de que fuera la novia de Mike Wilkins -sus ojos grises resplandecieron-. Siempre me han gustado los desafíos y un poco de competencia nunca hace daño a nadie.

En ese momento Molly llegó corriendo.

– Quiero veinticinco centavos.

– ¿Por qué?

– Porque ese niño -señaló con un dedo acusatorio a un niño con el pelo rubio de punta y pecas- dice que los necesito para jugar.

Nicole miró a Thorne.

– Pues ahora no tenemos tiempo. Ve a buscar a tu hermana, que vamos a pedir la cena.

– ¡No! Quiero veinticinco centavos.

– Escucha, esta noche no, ¿vale? Ahora, vamos -miró a Thorne y suspiró-. Discúlpame un segundo -fue hacia los videojuegos y bajó a Mindy de la silla sobre la que estaba subida. Mindy, como de costumbre, se mostró mesurada en su protesta, mientras que Molly, siempre más gritona, estaba llegando a resultar repelente.

– ¡Quiero veinticinco centavos! -exigió dando patadas al suelo.

– Y yo te he dicho que no vendríamos a menos que os comportarais -logró sentarlas a las dos a la mesa, una a su lado y la otra junto a Thorne.

– Quiero patatas fritas -dijo Molly con rotundidad.

– ¿Ah, sí? Vaya, qué sorpresa.

– Y un perrito caliente.

– Yo también -dijo Mindy. Resistieron en sus asientos hasta que la camarera, una jovencita delgada con pantalones negros, camisa blanca impoluta y una pajarita roja, les tomó nota. Después volvieron a irse, derechitas a las máquinas de videojuegos. Mientras, el restaurante seguía llenándose de gente y las conversaciones flotaban en el aire.

– ¿Ves lo que te espera? -la mirada de Nicole siguió a las niñas-. Puede que yo tenga gemelas, pero tú tendrás que lidiar con un recién nacido.

– Sólo hasta que Randi se recupere -su gesto se volvió serio.

– Supongo que no habéis podido localizar al padre del niño.

– Aún no, pero lo haremos -su determinación quedó reflejada en el gesto de su boca.

A Nicole le decepcionó que tuviera tantas ganas de desentenderse de sus responsabilidades como padre temporal. Mientras la camarera volvía con sus bebidas, se recordó que después de todo era un soltero empedernido, un hombre más interesado en hacer dinero que en hacer bebés.

Thorne se fijó en la mezcla de emociones que cruzaron el rostro de Nicole y en cómo, de pronto, su sonrisa se había desvanecido.

– La razón por la que te he llamado es porque necesito tu ayuda. Necesitamos una niñera hasta que Randi esté lo suficientemente bien como para cuidar de él.

– Ya.

Intentó no fijarse en el modo tan sexy con que sus dientes delanteros descansaban sobre su labio inferior al mirar a sus hijas, o en cómo su blusa se abría seductoramente insinuando un escote. Ella lo miró y en ese segundo en que sus ojos dorados se toparon con los de él, Thorne sintió la increíble y apremiante necesidad de besarla de nuevo… algo que siempre le sucedía.

– No debería ser tan difícil encontrar a alguien adecuado. Estoy dispuesto a pagar lo que haga falta.

– El dinero no es el problema

– Claro que sí.

Ella volteó sus expresivos ojos y le quitó el plástico a su pajita.

– Aún no lo entiendes, ¿verdad? No se trata del dinero -le dio un largo trago a su refresco-. Sabes que ése siempre ha sido tu problema. ¿No entiendes que no puedes comprar el amor? No puedes encontrar a la niñera más cariñosa y encantadora sólo ofreciéndole unos cuantos dólares más. La gente es como es, no cambia cuando tú le pones un cheque delante de las narices.

– Lo sé, pero la mayoría de la gente actúa y finge por dinero.

– Tú no quieres alguien que actúe, quieres alguien que se preocupe. Hay una gran diferencia. No estoy diciendo que no les pagues bien, porque eso, por supuesto tienes que hacerlo. Pero primero encuentra a esa persona cariñosa y afectuosa y luego págale lo que merezca.

– ¿Es eso lo que hiciste tú?

– Por supuesto. Encontré a Jenny por medio de un anuncio que puse en el periódico. Después de entrevistar a un montón de mujeres y de preguntar en guarderías, ella me llamó, nos vimos y el resto es historia. Estudia en la universidad y es la chica más agradable que te puedas encontrar. Es cariñosa, cercana, sana y tiene un gran sentido del humor, cosa que necesitas para estar con niños. Lo arreglamos para que nuestros horarios encajaran. Es un poco difícil, pero se puede arreglar -la enfermera llegó con sus bandejas de comida y Thorne ayudó a Nicole a sentar a las niñas. En ese momento, su busca sonó.

– Tengo que hacer una llamada y tengo el móvil en el coche. ¿Te importaría vigilar a las niñas un minuto?

Thorne alzó un hombro.

– ¡No, mami! -gritó una de las gemelas.

– Vuelvo enseguida. Lo prometo. El señor McCafferty os ayudará a abrir las bolsitas de ketchup para vuestras patatas.

– Claro -dijo Thorne, aunque pensar en estar con dos terremotos de cuatro años era algo sobrecogedor.

Cuando Nicole salió, las gemelas hicieron intención de salir corriendo tras ella, pero Thorne las distrajo con sus batidos. Le quitó el plástico a las pajitas y las metió en las copas.

Mientras una empezaba con su batido, la otra abría bolsitas de ketchup. Una vez más, las ayudó y después echó la salsa roja encima de las patatas fritas.

– ¡Nooo! -gritó la niña-. ¡Quiero mojarlas!

– ¿Qué?

– Quiero mojarlas. No lo quiero por encima -tenía su pequeña carita arrugada en un gesto de enfado mientras miraba la cesta de patatas. La otra niña sorbía desesperada el batido, intentando que el líquido demasiado espeso subiera por la pajita.

– No sube -se quejó.

– Sorbe más fuerte.

– ¡Eso hago!

– No me gusta -dijo la otra niña y Thorne le quitó el perrito, se lo puso en su plato y se lo cambió por su hamburguesa. Además le dio una bolsita de ketchup ya abierta.

– Échatelo como quieras -le quitó de las manos el batido a la otra niña, levantó la tapa y usó la pajita para remover esa masa de color chocolate-. Así mejor -le dijo, y volvió a ponerle la tapa-. Si no funciona, espera un poco hasta que se derrita.

– ¿Dónde está mami? -preguntó una de ellas mientras hundía una patata en la piscina de ketchup que había creado.

– En el coche, haciendo una llamada.

– ¿Va a volver?

– Eso creo -dijo y guiñó un ojo.

Las niñas empezaron a echar en su comida mucho más ketchup y mostaza de los necesarios, pero Thorne, nada acostumbrado a estar con niños, decidió dejarles hacer lo que quisieran. Para cuando Nicole volvió, tenían salsas en la cara, en las manos, en la ropa e incluso en el pelo.

– ¿Va todo bien? -quiso saber Thorne.

– Una emergencia, nada serio. Ya me he ocupado. Oh, ¿qué ha pasado? -preguntó Nicole al ver a sus hijas.

– Que han comido.

– ¿Y los baberos? -posó los ojos sobre los dos baberos de plástico que había en la bandeja.

– No los hemos visto.

Suspirando, Nicole les limpió la cara antes de, por fin, prestarle atención a su cena.-Tienes mucho que aprender -dijo y le dio un mordisco a su hamburguesa.

– Por eso necesito una niñera.

– O dos -respondió ella.

– Como ya te he dicho, esperaba que pudieras ayudarme en ese aspecto.

– ¿Cómo?

– A lo mejor tú o tu niñera podríais darme números de gente que pudiera estar interesada en cuidar del bebé a tiempo completo. Al menos hasta que Randi puede ocuparse de él.

– Es posible -dijo limpiándose la comisura de los labios con una servilleta antes de, automáticamente, limpiarle la mejilla a una de sus hijas.

– ¡No! -gritó la niña.

– Oh, Molly, no seas tan gruñona -Nicole no cedió y enseguida, a pesar de muchas quejas, la cara de la niña ya estaba libre de condimentos y las dos habían reanudado su comida.

Thorne observaba a Nicole con sus hijas, cómo jugaba y bromeaba con ellas incluso cuando les imponía disciplina. No alzaba la voz, siempre les prestaba atención cuando hablaban y corregía sus errores con un guiño de ojos y una sonrisa. La más precoz desafiaba a su madre y la más tímida a veces ni hablaba y la ignoraba, pero lo que quedó claro durante la cena fue que la doctora Nicole Sanders Stevenson era toda una madraza.

Aunque tampoco era algo que a Thorne le importara, porque no estaba buscando a una mujer para criar a sus hijos. En realidad, ni siquiera estaba buscando una mujer. Punto.

Sin embargo, y por alguna razón que desconocía, seguía llevando en el bolsillo ese maldito anillo que su padre le había dado.

Doce

Thorne nunca se había sentido tan incómodo en su vida. Acababa de dar de comer al bebé, lo había puesto a eructar y oía sus suaves suspiros contra su hombro mientras iba del salón al estudio y se preguntaba cómo demonios iba a meterlo en la cuna sin despertarlo. El bebé, sano y con ojos brillantes, parecía mucho más contento cuando estaba en brazos, y eso suponía un problema.

Thorne, deportista nato, había hecho muchas cosas que requerían de fuerza, pero cuando se trataba de tener a un bebé en brazos, de alimentarlo, y de cambiarle los pañales, era muy torpe.

Y tampoco podía decirse que sus hermanos fueran mejores. Matt se había pasado la vida en el rancho y se había ocupado tanto de pollitos recién nacidos a corderitos y potros rechazados por las yeguas que acababan de parirlos. Había ayudado a traer al mundo a carnadas de cachorros y gatitos, pero cuando se trataba de ocuparse de bebés humanos, él también parecía estar fuera de lugar. Slade era el peor. Aunque estaba fascinado con el bebé, parecía darle pánico tomar en brazos a J.R. Según Thorne, eso era ridículo, aunque a Matt le hacía gracia que a su temerario hermano le diera miedo el niño. J.R. abrió los ojos. Oh-oh…

En cuestión de segundos armó un escándalo y Thorne intentó que no le entrara el pánico.

– No pasa nada -le dijo, maravillándose del modo en que las madres parecían tener una especie de ritmo natural para acunar a los bebés. Y había podido ver esa misma reacción natural a través del cristal del hospital cuando Nicole había mecido al niño mientras le daba de comer.