Diez horas después de que la primera ambulancia hubiera llegado y se hubieran ocupado de las víctimas más graves, las cosas por fin empezaban a calmarse. El resto de los pacientes, una mujer que se había quemado, un niño de ocho años que se había pillado un dedo con la puerta del coche, tres casos de gripe y un hombre que se quejaba de mareos, habían tenido que esperar.

Pero lo peor ya había pasado, los pacientes estaban estabilizados y habían llegado médicos de relevo. Por fin, Nicole podía irse a casa. Se sirvió una taza de café recién hecho, redactó unos informes en el ordenador rápidamente antes de agarrar su chaqueta, su portátil y su maletín y salir del St. James.

El aparcamiento parecía una manta blanca ya que había estado nevando durante todo el día. Había quince centímetros de nieve y en el parabrisas del todoterreno se habían acumulado hielo y nieve. Esperó a que el desempañador y los limpiaparabrisas despejaran el cristal y luego condujo hasta casa con cuidado.

No sabía nada de Thorne desde la mañana anterior y estaba empezando a echarlo de menos, aunque no quería admitir lo unida que se sentía emocionalmente tanto a él como a su familia.

– Venga, no seas tonta -se dijo. Decidió que llamaría a Thorne cuando llegara a casa para hablarle de una amiga de Jenny que estaba interesada en el trabajo de niñera y también, por qué no, para volver a hablar con él. Después de todo, en esos días de la liberación de la mujer, ¿por qué no podía llamarlo en lugar de quedarse esperando sentada junto al teléfono o preguntándose qué estaría haciendo?

Al llegar a casa encontró a las niñas ya con los pijamas puestos y listas para irse a dormir.

– Siento llegar tarde -dijo disculpándose ante Jenny después de darle un abrazo a las niñas y de escucharlas mientras le contaban lo que habían hecho durante el día. Hablaron de un muñeco de nieve en el patio trasero y Mindy se quejó de que Molly le había lanzado una bola de nieve.

– ¡No lo he hecho! -gritó Molly, pero la culpabilidad se reflejó en su pequeña cara y, después de confesar finalmente sin el más mínimo arrepentimiento, acusó a su hermana de chivata.

– Han sido muy buenas -admitió Jenny antes de abrazar a las niñas y marcharse. Junto a las gemelas, subidas en el sillón y con la nariz pegada contra el cristal de la ventana, Nicole vio a Jenny alejarse en su destartalada ranchera bajo la tormenta mientras las luces traseras despedían un rojo brillante contra una ducha de copos de nieve.

Casi dos horas más tarde, una vez que las niñas ya estaban dormidas, marcó el número del Flying M. La llamada fue atendida por una mujer con acento hispano.

– Rancho McCafferty.

– Soy Nicole Stevenson. Estoy buscando a…

– La doctora. ¡Dios mío! ¿Le ha ocurrido algo a la señorita Randi?

– No, sólo quería hablar con Thorne.

– Pero Randi… ¿sigue igual?

– Sí, por lo que sé.

Se oyó un fuerte suspiro al otro lado de la línea.

– Thorne no está aquí, pero puede hablar con Slade si quiere.

La decepción le perforó el alma.

– No, no pasa nada. ¿Puede decirle que me llame cuando regrese?

– No volverá en un tiempo -dijo la mujer que, tras poner la mano sobre el altavoz, habló con otra persona. En unos segundos, oyó la voz de Slade.

– ¿Nicole?

– Sí.

Se produjo un momento de duda.

– Vaya, pensaba que lo sabías. Thorne está en Denver y creemos que no volverá hasta dentro de unos días. No estamos seguros, pero allí la tormenta ha golpeado fuerte y parece que no podrá volver cuando tenía previsto -de fondo oyó al bebé-. ¿Quieres que le dé algún mensaje?

– No -respondió abatida-. Creía que estaba buscando una niñera y tengo el número de una mujer que podría ser una buena opción.

El bebé estaba llorando con todas sus fuerzas.

– Genial. Aún no hemos encontrado a nadie. ¿Por qué no me das la información?

– Claro. El nombre de la mujer es Christina Foster -le dio el número de teléfono y estaba a punto de colgar cuando recordó algo que quería haberle dicho a Thorne, pero para lo que no había tenido la oportunidad-. Por cierto, Slade, la otra noche estaba leyendo un artículo en una revista que trataba sobre padres solteros y estaba firmado por una tal R.J. McKay. Sé que puede parecer una locura, pero el estilo era idéntico al que utiliza vuestra hermana.

– ¿Sí? -Slade era todo oídos-. ¿Aún lo tienes?

– Sí.

– Me gustaría verlo.

– Claro, pero como te he dicho, no estoy segura de que lo haya escrito Randi.

– De todos modos.

– Te haré una copia y te la enviaré.

– Gracias.

Colgó y sintió una tristeza amenazando con apoderarse de ella. Con que Thorne estaba en Denver… Bueno, ¿y qué?

«¿Por qué no mencionó que se marchaba? ¿Por qué no ha llamado?».

– ¿Para! -se dijo. Ella no sería una de esas mujeres que se quedan sentadas sufriendo por un hombre. No, de ningún modo. Sin embargo, al correr las cortinas y ver la noche nevada, no pudo evitar desear que Thorne estuviera allí con ella, rodeándola con sus brazos y haciéndole el amor como si no fuera a detenerse jamás.


Con una taza de café en la mano, Thorne se asomó a contemplar la gris mañana. La nieve seguía cayendo y no tenía pinta de parar y además el aeropuerto era un caos. En otro momento de su vida, se habría mantenido ocupado, habría ido a la oficina, se habría volcado en el trabajo, habría seguido con su vida a pesar del desastre natural que parecía empeñado en causarle problemas. Quería volver a Grand Hope, a Montana, al rancho, junto a Randi, al pequeño J.R. y especialmente Nicole. Grand Hope era su hogar. Allí era donde tenía que estar, con sus hermanos. Con su sobrino. Con la mujer que amaba.

Dio un sorbo de café y se rió de sí mismo. Thorne McCafferty, el que una vez había sido un soltero empedernido, ahora contemplaba no sólo vivir con una mujer durante el resto de su vida, sino casarse con ella.

Matt y Slade se burlarían de él sin piedad cuando se enteraran. Pero no le importaba.

Le dolía la cabeza por el jaleo de la fiesta de la noche anterior. Kent Williams había estado muy atento y le había presentado unas ideas: un bloque de pisos en Aspen, casas unifamiliares en el campo en un complejo a las afueras de Denver, y un complejo de apartamentos en Boulder. Estaba seguro de que llegarían a un acuerdo. Y mientras hablaba con otros empresarios y con periodistas que estaban cubriendo el evento, Annette había estado rondando a su alrededor, tocándolo, sonriéndole y luciendo su esbelto cuerpo en un vestido de seda corto. Incluso le había tomado del brazo mientras un periodista de una revista de sociedad hablaba con él y les habían sacado una foto.

Thorne no se había mostrado interesado en sus acercamientos, pero había intentado mostrarse sonriente ante su comportamiento. Sólo cuando se estaba marchando y ella le sugirió que la invitara a su casa a tomar una copa, la llevó hasta una alcoba privada y le dijo que lo suyo había acabado. Ante su gesto de disgusto, había tenido que decirle que tenía una relación con otra mujer. Ella no lo había creído y lo había rodeado por el cuello e intentado besarlo. Y sólo entonces, cuando él no respondió, fue cuando se dio cuenta de que lo decía en serio.

– Espero que sepa lo que tiene en ti -le había dicho fríamente-. Ninguna mujer con corazón quiere un hombre casado con su trabajo.

Él no había respondido, pero en silencio había pensado que Nicole ni siquiera sabía que la amaba y que probablemente lo rechazaría cuando le pidiera matrimonio. Sonrió por primera vez en veinticuatro horas. El recuerdo de cómo habían hecho el amor había permanecido en su mente, aunque eso no era todo. Había sido una experiencia salvaje y apasionada, pero el sexo no era lo más importante. No, él amaba a Nicole, la doctora preocupada; Nicole, la madre bondadosa; Nicole, la mujer que lo ponía en su sitio y que bromeaba con él; Nicole, la mujer sexy que quería tener en su cama para siempre.

Y allí estaba, atrapado en Denver. Genial. Bueno, pues ya que estaba podía aprovechar el tiempo. Decidió ir a la oficina, hacer todo el trabajo que pudiera mientras estaba allí y después, en cuanto el tiempo mejorara, volvería a las laderas pobladas de pinos de Montana adonde pertenecía.

Se duchó, se puso un traje en el que se sentía extrañamente incómodo y después caminó unas cuantas calles cubiertas de nieve hasta la oficina. Pasó la hora siguiente con Eloise, su secretaria, que lo puso al día con sus proyectos.

– Bueno -le dijo sentada enfrente de él mientras marcaba otro punto de su lista-, esto está funcionando mejor de lo que esperaba.

– ¿El qué?

– El que estés en el rancho en Montana. Tengo que admitir que cuando me lo planteaste, me pareció una locura.

– El arte de las telecomunicaciones.

– Supongo.

– O a lo mejor es que te gusta estar al mando cuando yo estoy ausente.

– Oh, sí, claro, es eso -los ojos le brillaron-. Bueno, ¿algo más?

– Sí, ¿eres tan amable de llamar a una floristería?

– ¿Quieres que mande flores en tu nombre?

Thorne se recostó en su silla.

– No, en esta ocasión las entregaré personalmente.

– Vaya, ¿alguien especial?

– Muchísimo -notó la expresión de sorpresa de su secretaría-. Es muy especial para mí.

– Lo haré -salió de su despacho, lo llamó unos minutos después y le dijo que tenía al florista por la línea dos. Thorne le dijo al hombre lo que quería y cuando terminó, esbozó una amplia sonrisa. Eso dejaría impresionada a Nicole.

El interfono sonó insistentemente y cuando lo atendió, Eloise le dijo que un hombre llamado Kurt Striker estaba a la espera.

– Pásamelo -se oyó un pitido-. ¿Striker?

– Sí. Escucha, me dijiste que te avisara si descubría algo sobre el accidente de tu hermana.

Todos los músculos de su espalda se contrajeron.

– Lo recuerdo.

– Bueno, pues he estado husmeando por ahí.

– ¿Y?

– Me temo que en el accidente hubo otro vehículo implicado, un Ford rojo. O la echó de la carretera a propósito o le dio en el guardabarros, le hizo perder el control y el conductor se asustó tanto que no se preocupó en parar. Lo mínimo que podría ser sería un accidente con fuga y lo peor, un intento de homicidio.

A Thorne le dio un vuelco el corazón y un ojo comenzó a temblarle.

– ¿Estás seguro?

– Sí -dijo Striker con una voz tan fuerte como el acero-. Apostaría mi vida por ello sin ningún problema.

Trece

– Supongo que cuando te llamas McCafferty no puedes librarte de la prensa -Maureen Oliverio puso el periódico sobre la mesa y se sentó en una silla de la cafetería donde Nicole estaba terminándose su almuerzo.

– No me digas que están volviendo a hablar de Randi.

– No sólo de Randi, sino de toda la familia -Maureen abrió un sobre de leche en polvo y se lo echó en el café-. Página tres.

Nicole apartó a un lado su tazón de sopa y abrió el periódico. El corazón casi se le detuvo. Sí, había un artículo sobre los McCafferty y el accidente de Randi, pero el texto además trataba a fondo la figura de John Randall McCafferty, que había sido un hombre muy influyente en Grand Hope y alrededores. Además había un artículo sobre sus hijos. Había fotos viejas de los hermanos McCafferty jugando al fútbol, una foto de Slade después de su accidente de esquí, una de Matt montando en un rodeo y otra, tomada el día anterior si la fecha era correcta, de Thorne en una fiesta benéfica en Denver. Enganchada a su brazo había una impresionante mujer que brillaba con su vestido de diseño y sus diamantes.

El mundo de Nicole dio un vuelco. La garganta se le cerró e intentó negar lo que era obvio. Después, mordiéndose los labios y tras encontrar un poquito de autoestima, le echó un vistazo al artículo antes de alzar la vista y ver la preocupación en la mirada de Maureen.

– No sé qué me ha pasado para comprar esto -dijo la jefa del equipo de urgencias-, pero pensé que te gustaría verlo.

– Sí, gracias -no hubo palabras, Maureen no la haría sentirse avergonzada al decirle lo obvio: que Thorne estaba saliendo con otras mujeres mientras se veía con ella y que Nicole no tenía que excusarlo ni defenderlo. La amistad que unía a las dos mujeres era demasiado profunda para esa clase de falso orgullo. Eran más que colegas, eran amigas. Pertenecían a una hermandad secreta de madres solteras.

– Puedes quedártelo.

– Gracias.

Su busca sonó y Nicole leyó el mensaje; era un código que le indicaba que la necesitaban en urgencias. El busca de Maureen sonó también.

– Tengo que irme -dijo Nicole.

– Yo también. Te veo en urgencias.

Ya de pie, se colocó el periódico bajo el brazo. ¿Qué esperaba? Por supuesto que Thorne había salido con otras mujeres, probablemente hasta tenía una en cada ciudad en la que trabajaba… Sólo pensarlo le provocó un nudo en el estómago. ¿Por qué? ¿Por qué se había enamorado de él?