Esperó, como si pensara que él fuera a responder y rezó por sentir un pellizco en sus dedos, por ver un rápido movimiento de ojos en sus párpados cerrados o incluso un cambio en su forma de respirar, pero quedó decepcionada. Al igual que su hermana, que seguía en la UCI, Thorne no oyó nada y no hizo ni el más mínimo gesto.

Salió de la habitación como si cargara sobre los hombros un peso más grande que todo Montana. Escribió sus notas rápidamente, se puso la cazadora, se cambió de calzado y se marchó a casa. Fuera continuaba la ráfaga de nieve, girando y bailando por el helado paisaje. Con los guantes y la cazadora de esquí puesta, encendió la radio y puso la calefacción al máximo, pero no pudo derretir el hielo que le cubría el alma al pensar en el accidente de Thorne y lo cerca que había estado de perder la vida.

«¿Y cómo te habrías sentido si eso hubiera sucedido? ¿Si hubiera muerto o corriera un grave peligro de perder la vida? ¿O quedara paralizado para el resto de su vida?».

Se estremeció e intentó concentrarse en una canción que salía por los altavoces, pero la letra que hablaba de falso amor le llegó demasiado dentro. Enfadada, apagó la radio. Ya no tenía una relación con Thorne, así lo había querido él. Había sido un error volver a estar con él, pero ya había acabado. Acabado. ¡Acabado! Él lo había elegido. Se detuvo en un semáforo y esperó con impaciencia, dando golpecitos en el volante con sus manos enguantadas a la vez que algunas almas valientes provistas de bufandas, botas y gruesos abrigos corrían por las calles cubiertas de nieve de Grand Hope. Los árboles alzaban sus brazos desnudos al cielo de la noche, donde millones de copos de nieve seguían cayendo sobre las luces de neón de la ciudad.

«¿Y qué esperabas de él? ¿Una proposición de matrimonio?», se burló su díscola mente cuando el semáforo cambió a verde y ella pisó el acelerador.

Ese pensamiento la hizo reír sin la más mínima pizca de humor. Minutos después, aún perdida en sus pensamientos, giró hacia la calle donde vivía y se prometió que de una vez por todas superaría lo de Thorne McCafferty. Tenía a sus hijas. Tenía su trabajo. Tenía una vida. Sin Thorne. No lo necesitaba.

Las ruedas del todoterreno se deslizaron un poco al doblar hacia el camino de entrada, pero logró aparcar frente al garaje. Con su maletín y el portátil encima, corrió hacia el porche trasero. Tras dar patadas contra el suelo para quitarse la nieve de las botas y sacarse los guantes con los dientes, abrió la puerta y oyó unos gritos llenos de alegría.

– jMami, mami! Ven -cuatro piececitos retumbaban por el suelo mientras las niñas corrían a la cocina.

Nicole estaba bajándose la cremallera de la cazadora, pero se agachó para abrazar a las gemelas. Sí, su vida estaba llena. No necesitaba un hombre, y mucho menos a Thorne McCafferty.

Parches saltó a la encimera.

– Las flores. Montones, montones, montones de flores -dijo Molly, separando los brazos todo lo que pudo.

– ¿Flores? -preguntó Nicole y percibió la fragancia a rosas que parecía impregnar el aire.

– Sí -Mindy le tiraba de la mano arrastrándola hacia el salón. Molly le agarró la otra.

– ¡Abajo! -le ordenó Nicole al gato cuando pasaron por delante de él, y el animal saltó al suelo justo cuando entraron en el salón y ella profirió un grito ahogado. Jenny estaba de pie junto a la chimenea con el fuego encendido. Varios troncos resplandecían al arder, y por toda la habitación, sobre cada mesa, en las esquinas y en el suelo, había docenas y docenas de rosas. Rojas, blancas, rosas, amarillas… un ramo tras otro-. ¿Pero qué es…? -susurró.

– Hay una tarjeta -Jenny señaló a un ramo de tres rosas blancas.

– ¡Que la lea! ¡Que la lea! -canturrearon las niñas.

Con dedos temblorosos, abrió el pequeño sobre blanco que decía simplemente: Cásate conmigo.

Las lágrimas le ardían tras los párpados.

– ¿Sabéis quién las ha enviado? -preguntó.

Jenny sonrió.

– ¿Tú no?

Se dejó caer en una silla.

– Dios mío…

– ¿Qué pasa, mami? ¿Qué? -preguntó Mindy enarcando sus pequeñas cejas con gesto de preocupación.

– Thorne está en el hospital.

– ¿Qué? -la sonrisa de Jenny se desvaneció y con voz entrecortada Nicole le contó lo del accidente-. Oh, Dios mío. Pues tienes que volver. Tienes que estar con él.

– Pero las niñas…

– No te preocupes por ellas. Yo me ocupo -las gemelas agacharon la cabeza y Jenny añadió-: Pediremos una pizza, haremos palomitas y… una sorpresa para mamá.

– Pero yo no quiero que mamá se vaya -dijo Mindy.

– ¡Bebé! -gritó Molly señalándola con un dedo.

– ¡No soy un bebé!

– Shh… shh… aquí nadie es un bebé -dijo Jenny, zanjando la discusión.

Conmovida por el impresionante despliegue de flores, Nicole contempló los suaves pétalos y los largos tallos y el corazón le latió con un amor que hacía un momento había intentado negar.

– Tengo que ir al hospital -dijo-, pero volveré pronto.

Mindy arrugó la cara.

– ¿Lo prometes?

Nicole la besó en la frente y se levantó, a pesar de que sus piernas amenazaban con fallarle. Sacó una rosa roja de su jarrón y le guiñó un ojo a sus hijas.

– Lo prometo.


A través de un velo de dolor, Thorne oyó la puerta abrirse y supuso que se trataría de la enfermera con la medicación que tanto necesitaba.

– ¿Thorne?

Era la voz de Nicole. El corazón le dio un salto, pero él no se movió. Ella tampoco encendió las luces al ir hacia su cama. Con cuidado, le puso una rosa en el pecho.

– No… No sé qué decir.

Él no respondió. No se movió. Mientras estaba semi inconsciente unas horas antes, le había oído decir que lo amaba, pero que su relación había acabado, y por eso se había imaginado que había recibido las flores y lo había rechazado. En ese momento, no había podido responder y tampoco sabía si podría hacerlo ahora. Apenas recordaba el accidente. Había habido un problema, le había fallado un motor y se había visto obligado a aterrizar en un campo, y casi lo había logrado cuando el avión chocó contra unos árboles… Tuvo suerte…

– He recibido las flores. Decenas y decenas. No deberías haberlo… Oh, Thorne -susurró llevándolo de nuevo al presente, junto a ella. Junto a la bella y sexy Nicole-. Ojalá pudieras oírme. Quiero explicarte…

«Va a repetir lo que había dicho antes». Sin moverse, se preparó para lo peor.

– Estoy… abrumada -se aclaró la garganta y él sintió cómo le tomaba la mano-. He leído la tarjeta.

Thorne se sentía como un idiota. ¿Por qué había desnudado su alma ante ella? Nicole no quería estar con él, eso ya lo había dejado claro.

– Y me gustaría que pudieras oírme, que entendieras cuánto te quiero. ¿Casarme contigo? ¡Oh! Si supieras cuánto lo he deseado, pero he visto tu fotografía con esa mujer en la gala benéfica en Denver y… creía que no estabas preparado para hacerlo, que nunca querrías una relación seria, así que no sé qué hacer. Si existiera la oportunidad de que pudiéramos estar juntos, tú, las niñas y yo, créeme que me…

A pesar del dolor, Thorne obligó a su mano a moverse. Sentía como si la cabeza le fuera a explotar, pero agarró la mano de Nicole, la agarró con fuerza. La rosa cayó al suelo.

– ¡Oh! ¡Dios mío!

– Cásate conmigo -dijo. Con dificultad, esas palabras salieron de sus labios agrietados e hinchados. El dolor gritaba por todo su cuerpo, pero no le importó.

– Pero… ¿qué? ¿Puedes…?

– Cásate conmigo -le apretó los dedos con tanta fuerza que ella volvió a estremecerse.

– ¿Puedes oírme?

Thorne abrió los ojos y parpadeó contra la tenue luz que parecía cegarlo.

– Nicole… ¿puedes responder? -como pudo, logró centrar la vista en su cara… Era una cara maravillosa-. ¿Te casaras conmigo?

– Pero ¿qué pasa con la otra mujer? ¿La del periódico?

– No hay otra mujer. Sólo tú -la miró con la esperanza de que lo creyera-. Y tú serás la única mujer en mi vida. Lo juro.

Ella lo miró, y se mordió el labio, luchando contra la indecisión.

– Te amaré para siempre -le juró él y entonces unas lágrimas comenzaron a brotar, cada vez con más rapidez, de los preciosos ojos ámbar de Nicole-. Cásate conmigo, Nicole. Sé mi esposa.

Con la mano que tenía libre, ella se secó las lágrimas.

– Sí -susurró, con la voz quebrada-. Claro que sí.

Thorne tiró y la echó sobre él, y cuando sus labios se encontraron, una parte del dolor desapareció y supo que desde ese día en adelante renunciaría con mucho gusto a todo lo que tuviera, supo que nada podría compararse al amor que sentía por ella y que querría a esa mujer hasta que diera su última bocanada de aliento.

– Te quiero, doctora -dijo cuando ella levantó la cabeza y se rió-. Y esta vez, créeme, nunca te dejaré y nunca te dejaré marchar.

– Oh, seguro que eso se lo dices a todas las doctoras -bromeó con los ojos brillantes por las lágrimas mientras recogía la rosa del suelo y la ponía junto a él.

– No. Sólo a una.

– Qué suerte tengo -dijo entre sollozos. Se agachó y lo besó.

– No. La suerte la tengo yo -y de eso estaba seguro.

Epílogo

– ¿Estás seguro de que quieres vivir aquí? -preguntó Nicole cuando contempló los acres cubiertos de nieve desde el porche mientras las gemelas, con abrigos iguales, jugueteaban por el jardín. Harold, el viejo perro, ladró y se unió a ellas como si fuera un cachorro. El ganado y los caballos salpicaban el paisaje. Slade, vestido con una gruesa cazadora de piel de borrego, estaba cerca del granero echándole un vistazo a los abrevaderos.

Era maravilloso estar allí y el corazón de Nicole estaba pletórico. Thorne tenía la pierna escayolada, pero habían planeado casarse cuando ya estuviera recuperado.

– Viviré aquí siempre que Randi me deje.

Randi era la única preocupación. Casi había pasado un mes desde el accidente y seguía inconsciente. Aunque Kurt Striker aún seguía investigando su hipótesis del otro coche involucrado, no había encontrado sospechosos y el avión de Thorne aún estaba siendo analizado. ¿Había sido una mala jugada de alguien? Thorne no lo creía, o eso decía, ya que debería haber hecho que le revisaran el avión antes de despegar, pero había estado tan impaciente por regresar a Montana que no lo había hecho.

– Por cierto -dijo-. Tengo algo para ti.

– ¿Qué es?

– Algo para hacer oficial nuestro compromiso.

– ¿Sí? -Nicole enarcó una ceja cuando él se metió la mano en el bolsillo de sus vaqueros. Despacio, sacó un anillo, una alianza de oro y plata.

– Era de mi padre, de cuando se casó con mi madre -explicó, y cuando se lo puso en el dedo a Nicole, ella se conmovió y sintió un nudo en la garganta-. Tal vez por nostalgia, la guardó incluso después del divorcio y mientras estuvo casado con la madre de Randi. Me lo dio antes de morir y ahora… por tradición, supongo, quiero que lo tengas -sonrió-. Aunque me parece que tendremos que ajustártelo -el anillo era demasiado grande para su dedo, pero Nicole lo rodeó fuertemente con su mano, sabiendo lo mucho que significaba para Thorne. Sabiendo que el que lo hubiera compartido con ella decía mucho.

– Es precioso.

– Y especial.

– Oh, Thorne, gracias -susurró, lo besó y él la abrazó.

– Y tú eres especial para mí, Nicole, y las niñas también.

Jamás, ni en sus mejores sueños, se había imaginado Nicole oír esas palabras de Thorne McCafferty, el hombre que la había usado para luego abandonarla.

Y como si él pudiera leerle el pensamiento, le dio un beso en la cabeza.

– Sé que cometí un error y me he torturado muchas veces por ello, pero quiero compensároslo, a ti y a las gemelas. Yo… jamás pensé que sentaría la cabeza, que tendría mi propia familia… -se detuvo un momento y contempló los campos cubiertos de nieve-, que viviría aquí, en el Flying M., pero lo estoy haciendo. Por ti -la miró-. Eres la única, Nicole. La mujer de mi vida.

Ella suspiró y miró el anillo. ¡Cuánto lo amaba! Conteniendo unas lágrimas de felicidad, le dijo con un susurro:

– Te quiero.

– ¿Seguro? -le respondió con una sexy sonrisa.

– Palabra de scout -Thorne le contagió la sonrisa-. ¿Es que no me crees?

– A lo mejor…

– ¿Pero a lo mejor no?

– Podrías demostrármelo.

Nicole se rió.

– ¿Y cómo quieres que lo haga?

Los ojos de Thorne resplandecieron con picardía.

– Bueno, se me ocurren muchas formas…

– Y a mí más.

Él se levantó con dificultad y la atrajo hacia sí.

– Entonces empecemos, ¿te parece? Como diría mi padre, «no hay que perder el tiempo». Y además, dijo que quería nietos.

– ¿Y qué pasa con J.R. y las gemelas?

– Eso es sólo un empiece.