Thorne McCafferty.

La última persona en la tierra con la que Nicole quería tratar. Pero, sin duda estaría allí. Mientras se quitaba los guantes, se obligó a animarse. Él no era más que otro familiar preocupado de una paciente. Nada más.

Sin embargo, a Nicole no le gustaba la idea de verlo otra vez. Había demasiadas heridas abiertas, demasiado dolor del que nunca había llegado a recuperarse, demasiadas emociones que había encerrado años atrás. Cuando se había mudado allí tras su divorcio, se había dado cuenta de que no podría evitar a Thorne para siempre. Grand Hope, a pesar de su reciente crecimiento, seguía siendo una ciudad pequeña y John Randall McCafferty había sido uno de sus ciudadanos más destacados. Sus hijos habían crecido allí.

Así que tendría que volver a ver a Thorne. Era cuestión de tiempo. Por desgracia, la situación, con su hermana debatiéndose entre la vida y la muerte, no era la mejor de las circunstancias.

Nicole se metió el estetoscopio en el bolsillo y se rodeó con los brazos. No sólo tendría que volver a ver a Thorne, sino también a los otros hermanos afligidos de Randi McCafferty, que había conocido mucho tiempo atrás, cuando había salido con su hermano mayor. Sin embargo, el tiempo que había pasado con Thorne había sido corto. Intenso e inolvidable, pero por fortuna, breve. Sus hermanos pequeños, que en aquel momento habían estado ensimismados en sus propias vidas, no se acordarían de ella.

«No te creas. Al tratarse de mujeres, los hombres McCafferty eran casi legendarios en sus conquistas. Conocían a todas las chicas de la ciudad».

Otra dolorosa herida abierta porque Nicole había tenido que enfrentarse al hecho de no haber sido más que otra de las conquistas de Thorne McCafferty, sólo otro agujero más en su cinturón. Una pobre chica tímida y estudiosa que, durante un breve tiempo en un verano, le había llamado la atención.

Una forma de pensar muy antigua, pero terriblemente cierta.

Por una ventana alta vio el movimiento de las grises nubes de tormenta que reflejaban sus propios pensamientos sombríos. Aunque sólo era octubre, la predicción del tiempo había estado anunciando nieve.

Llevaba todo el día en urgencias y casi había terminado su guardia cuando habían trasladado hasta allí a Randi McCafferty.

Le dolían los pies, sentía que la cabeza iba a estallarle y pensar en una ducha le parecía el paraíso: una ducha, una copa de Chardonnay frío, el crepitar del fuego en la chimenea y las gemelas acurrucadas con ella bajo el edredón en su mecedora favorita mientras les leía un cuento. No pudo evitar sonreír. «Luego», se recordó. Primero tenía un asunto importante que atender.

Randi, aún en recuperación, no estaba todavía fuera de peligro, y pasaría un tiempo hasta que lo estuviera. En estado comatoso y luchando por su vida, pasaría gran parte de la siguiente semana monitorizada en la UCI, donde vigilarían sus constantes vitales las veinticuatro horas del día.

La buena noticia era que el bebé, un robusto niño, había sobrevivido al accidente y a un rápido parto por cesárea.

Sudorosa y forzando una sonrisa que no sentía, Nicole se puso su bata blanca y empujó las puertas que daban a la sala de espera donde dos de los hermanos de Randi se encontraban sentados, hojeando unas revistas y con sus tazas de café ignoradas en una mesa rinconera. Los dos eran altos y desgarbados, hombres guapos con rasgos fuertes, ojos expresivos y la preocupación escrita en sus caras.

Tras alzar la vista cuando se abrieron las puertas, soltaron las revistas y se levantaron apresuradamente.

– ¿Señor McCafferty? -preguntó, aunque los había visto al instante.

– Soy Matt -dijo el más alto como si no la reconociera. Y tal vez era mejor así, que la situación fuera lo más profesional posible. Con algo más de metro ochenta, ojos marrones oscuros y el pelo casi negro, Matt llevaba unos pantalones vaqueros y una camisa de cuadros muy al estilo del oeste, con las mangas remangadas. Unas botas de vaquero le cubrían los pies y de una de las comisuras del labio le salía una cucharita de café de plástico mordisqueada.

– Este es mi hermano, Slade.

Una vez más, ninguna muestra de reconocimiento por parte de Slade, el más pequeño de los hermanos McCafferty, el más alborotador. Era un poco más bajo que Matt, una fina cicatriz le bajaba por un lado de la cara, de rasgos duros, y sus ojos eran profundos y asombrosamente azules. Llevaba una camisa de franela, unos vaqueros descoloridos y unas zapatillas de deporte viejas. Se movió nerviosamente, cambiando de un pie a otro.

– Soy la doctora Stevenson. Estaba de guardia cuando han traído a su hermana a urgencias.

– ¿Cómo se encuentra? -preguntó Slade nervioso. Sus ojos se estrecharon un poco al mirarla y ella se dio cuenta de que el proceso de reconocimiento había comenzado, aunque le llevaría un poco de tiempo. Habían pasado años desde que lo había visto por última vez, su nombre ya no era el de antes, y había docenas de mujeres entre las que tendría que recordarla.

Pero ahora no tenía tiempo para eso. Su trabajo consistía en disipar sus miedos a la vez que les explicaba el estado en que se encontraba Randi.

– La operación ha ido bien, pero su hermana se encontraba en muy mal estado cuando la trajeron, en coma, pero de parto. La doctora Oliverio atendió el parto de su sobrino y parece estar sano, aunque un pediatra le hará un examen completo. El pronóstico de Randi parece bueno, a menos que se produzcan complicaciones imprevistas, pero ha sobrevivido a un traumatismo increíble.

Mientras los hermanos escuchaban atentamente, Nicole les describía las lesiones de Randi: conmoción cerebral, pulmón perforado, costillas rotas, mandíbula fracturada, fémur prácticamente destrozado… la lista era larga y de gravedad. La preocupación se reflejaba en los rostros de ambos hermanos, y unas nubes de tormenta se concentraron en sus ojos. Nicole les explicó los procedimientos que se habían empleado para reparar los daños, utilizando para ello los términos más sencillos posibles. La oscura piel de Matt palideció ligeramente y hubo un momento en que su rostro se estremeció, mientras miraba por la ventana y mordía la cucharita de plástico hasta dejarla tan fina como un pergamino. Por otro lado, el hermano pequeño, Slade, la miraba directamente a la cara, con la mandíbula tensa y parpadeando muy de vez en cuando.

Cuando terminó, Slade dejó escapar un suave soplido.

– Maldita sea.

Matt se frotó la escasa barba que le cubría la barbilla y la miró.

– Pero lo superará, ¿verdad?

– A menos que dé un giro inesperado y empeore, creo que sí. Siempre queda una duda cuando se trata de lesiones en la cabeza, pero está estable.

Slade frunció el ceño.

– Sigue en coma.

– Sí. Tienen que entender que yo soy la doctora de urgencias y que otros médicos se han hecho cargo del cuidado de su hermana. Cada uno de ellos se pondrá en contacto con ustedes.

– ¿Cuándo? -preguntó Slade.

– En cuanto puedan.

Logró mostrar una sonrisa tranquilizadora.

– Mi turno acaba pronto. Los otros médicos de Randi también querrán hablar con ustedes. He salido antes porque sabía que estarían nerviosos e impacientes por saber algo -«y, maldita sea, porque tengo una conexión personal con vuestra familia».

– Nerviosismo es poco -dijo Matt y miró al reloj-. ¿No debería estar Thorne a punto de llegar ya? -le preguntó a su hermano.

– Ha dicho que estaba de camino -la mirada de Slade volvió a Nicole-. Es nuestro hermano mayor. Querrá un informe completo.

– No lo dudo -dijo ella y los ojos de Matt se estrecharon-. Lo conocí. Hace años.

Casi podía ver las ruedas girar dentro de las mentes de los hermanos McCafferty, pero la situación en la que se encontraba su hermana era demasiado inminente, demasiado nefasta como para ignorarla.

– Pero Randi se pondrá bien -dijo Matt lentamente, con la duda ensombreciéndole los ojos.

– Tenemos esperanzas. Como he dicho, está estable, pero siempre queda una duda cuando se trata de lesiones en la cabeza -deseó poder infundirles más confianza, disipar sus preocupaciones, pero no podía-. Lo cierto es que durante un tiempo la situación será crítica, pero estará vigilada constantemente.

– ¡Dios! -exclamó Slade con un susurro y las palabras parecieron más una plegaria que una maldición.

– Yo… apreciamos todo lo que usted y el resto de médicos han hecho -Matt le lanzó a su hermano una mirada para hacerlo callar-. Quiero que sepa que queremos que tenga todo lo que necesite, especialistas, equipo, lo que sea.

– Lo tiene -dijo Nicole firmemente. En su opinión, los empleados, las instalaciones y los equipos del St. James eran excelentes, lo mejor que había visto en una ciudad del tamaño de Grand Hope.

– ¿Y el bebé? Ha dicho que está bien, ¿verdad? -preguntó Matt.

– Parece estar bien, pero está en observación por si tuviera alguna clase de traumatismo. Está en la UCI de pediatría, como medida de precaución durante las próximas horas, para asegurarnos de que está fuerte. A primera vista, está sano y saludable, pero estamos siendo el doble de cautos, sobre todo porque su hermana se puso de parto y rompió aguas antes de llegar al hospital. La doctora Oliverio tendrá más detalles y, por supuesto, el pediatra también se pondrá en contacto con ustedes.

– Maldita sea -susurró Slade mientras Matt permanecía en silencio y con gesto adusto.

– ¿Cuándo podemos ver a Randi? -preguntó Matt.

– Pronto. Sigue en recuperación. Una vez que se la traslade y que sus médicos queden satisfechos con su estado, podrá recibir visitas, solamente la familia más inmediata y sólo durante unos minutos al día. Una persona por visita. Esto también se lo hará saber su médico.

Matt asintió y Slade cerró el puño, pero ninguno de los dos objetó nada. Ambos tenían las mandíbulas cuadradas, el parecido McCafferty resultaba imposible de ignorar.

– Tienen que entender que Randi se encuentra en coma. No recibirán ningún tipo de respuesta suya hasta que no despierte, y no sé cuándo será eso… Oh, aquí está. Uno de los médicos de Randi -tras observar a la doctora Oliverio avanzar por el pasillo, Nicole se la presentó a los hermanos McCafferty y a continuación se excusó para dirigirse a su despacho.

Era una habitación pequeña sin ventanas, apenas tenía espacio suficiente para su escritorio y un archivador. Solía redactar sus propios informes y por eso, después de quitarse la bata blanca, encendió el ordenador y pasó casi media hora frente al teclado escribiendo un informe sobre Randi McCafferty. Al terminar, levantó el teléfono. Marcó el número de casa y mientras se masajeaba la nuca, oyó la música ambiental por primera vez desde que había entrado en el hospital horas antes.

– ¿Diga? -Jenny Riley respondió al segundo tono. Jenny, una estudiante de una universidad de la zona, cuidaba a las gemelas mientras Nicole trabajaba.

– Hola, soy Nicole. Sólo quería saber qué tal iba todo. Saldré de trabajar dentro de poco… -miró el reloj y suspiró-, puede que en una hora. ¿Quieres que te lleve algo de camino a casa?

– ¿Qué tal uno o dos rayos de sol para Molly? -bromeó Jenny-. Ha estado de mal humor desde que se ha levantado de la siesta.

– ¿Sí? -Nicole sonrió al recostarse sobre su silla, que chirrió a modo de protesta. Molly, más precoz que su hermana gemela, siempre se levantaba de mal humor mientras que Mindy, la más tímida de las dos niñas, siempre sonreía, incluso cuando se la despertaba de la siesta.

– Es terrible.

– ¡No! -dijo una diminuta e impertinente voz.

– Claro que sí, pero te quiero de todos modos -dijo Jenny con una voz más suave al apartarse del teléfono.

– ¡Yo no soy terrible!

Sin dejar de sonreír, Nicole apoyó los pies sobre la mesa y suspiró. Las dificultades del día se desvanecían cuando pensaba en sus hijas, dos diablillos de cuatro años que le daban energía para seguir, que eran la razón por la que no se había vuelto loca después del divorcio.

– Diles que llevaré pizza si son buenas -oyó a Jenny darles el mensaje y la correspondiente muestra de alegría.

– Ahora se han puesto como locas -le aseguró la joven y Nicole rió justo cuando se oyó un fuerte golpe en la puerta y ésta se abrió bruscamente. Un hombre alto, que probablemente superaba el metro noventa, casi ocupaba todo el marco de la puerta. El corazón le dio un vuelco al reconocer a Thorne.

– ¿Doctora Stevenson? -preguntó, con gesto adusto antes de que sus ojos reflejaran que la había reconocido. Por unos segundos, Nicole pudo ver un cierto arrepentimiento surcándole la cara.

– Jenny, tengo que dejarte -dijo antes de colgar lentamente, ponerse derecha y bajar los pies al suelo.

– ¿Nikki? -dijo él con incredulidad.