El cuerpo de Nicole al completo se tensó y apartó la cabeza como si algo la hubiera quemado.

– No -le advirtió, con voz ronca y labios temblorosos. Tragó saliva, no sin dificultad, y se echó hacia atrás para mirarlo-. Nunca vuelvas a hacer esto. Esto… -alzó una mano que dejó caer otra vez- está fuera de lugar… y es completamente… completamente inapropiado.

– Completamente -asintió él, aunque sin soltarla.

– Lo digo en serio, Thorne.

– ¿Por qué? ¿Porque te doy miedo?

– Porque lo que fuera que tú y yo compartimos ya está acabado.

Él alzó una ceja con gesto de duda mientras el agua se deslizaba por su cara.

– ¿Entonces por qué…?

– ¡Acabado! -Nicole entrecerró los ojos y se liberó de su abrazo.

A pesar de que lo único que él quería era volver a tenerla cerca, la dejó ir y sofocó el fuego que irrumpió con fuerza en su sangre, la palpitante lujuria que había estallado en su cerebro y le había provocado un ardiente calor en la entrepierna.

– No sé qué te ha pasado en los últimos diecisiete años, pero créeme, deberías dar unas cuantas clases de sutileza -le dijo ella.

– ¿Sí? A lo mejor tú podrías dármelas.

– ¿Yo? -Nicole dejó escapar una suave carcajada-. Vale. Pues espera sentado.

Se metió en el interior del coche y alargó la mano hacia el tirador de la puerta, pero antes de que pudiera cerrarla, Thorne le dijo:

– Vale, a lo mejor me he pasado.

– ¿Sí? ¿Tú crees?

– Lo sé.

– Vale, entonces no volverá a pasar -metió la llave en el contacto, farfulló algo sobre hombres engreídos, giró la muñeca y le lanzó una mirada que pretendía hacerle daño. El motor del todoterreno se encendió, pero al instante se apagó-. No me hagas esto -dijo, y Thorne se preguntó si estaba hablando con él o con su coche-. No me hagas esto -volvió a girar la llave, pero el motor no respondió-. ¡Maldita sea!

– Si necesitas que te lleve…

– Arrancará. Últimamente tiene mucho carácter.

– Como su dueña.

– Si tú lo dices -respiró hondo, se abrochó el cinturón de seguridad y agarró el tirador de la puerta-. Buenas noches, Thorne -cerró la puerta, volvió a girar la llave y finalmente el coche rugió lleno de vida. Sin dejar de pisar el pedal del acelerador, bajó la ventanilla-. Te llamaré si el estado de tu hermana cambia -y con eso salió del aparcamiento dejándolo allí, viendo cómo se alejaban las luces traseras y mentalmente abatido.

Había sido tonto al tomarla entre sus brazos.

Pero aun así, sabía que volvería a hacerlo. Cuando se presentara la más mínima oportunidad.

Sí, lo haría sin pensarlo.

Tres

– Que Dios me ayude -susurró Nicole intentando comprender por qué demonios Thorne la había abrazado de ese modo, y lo peor de todo, por qué no lo había detenido.

«Porque querías que lo hiciera, tonta».

Al salir del aparcamiento, miró por el retrovisor y lo vio allí de pie. Ese hombre alto, ancho de hombros, con la cabeza descubierta y la lluvia goteándole por la nariz y por el dobladillo del abrigo, la estaba viendo marchar.

– Sinvergüenza engreído -murmuró al poner el intermitente e incorporarse al ligero tráfico. Deseaba que Thorne Todopoderoso McCafferty se calara hasta los huesos. Aumentó la velocidad de los limpiaparabrisas. ¿Quién era él para avasallarla de ese modo, para cuestionar su integridad y la del hospital y para después tener el descaro y la arrogancia de agarrarla como si fuera una boba débil e ilusa?

«¿Te refieres a la chica que eras antes, a la misma que él recuerda?».

Se sonrojó y sus dedos se aferraron con fuerza al volante. Había trabajado mucho durante años para superar su timidez, para convertirse en la doctora de urgencias segura de sí misma y erudita que era hoy y Thorne McCafferty parecía dispuesto a cambiar eso. Pues bien, no le dejaría. De ningún modo. Ya no era la jovencita a la que había abandonado hacía tantos años… su corazón roto se había recuperado.

Tras pisar el freno para detenerse en un semáforo, puso la radio y fue cambiando de emisora hasta que oyó una melodía que le resultó familiar, Whitney Houston cantando un tema que debería recordar, e intentó calmarse. No entendía por qué había dejado que Thorne se acercara tanto a ella.

Giró el volante y entró en una calle lateral para ver unas luces de neón y la fachada al estilo del oeste de la Pizzeria Montana Joe.

Entró en el aparcamiento, corrió adentro y esperó tras otros cinco o seis clientes cuyos chubasqueros, parkas y cazadoras de esquí chorreaban agua sobre el suelo de baldosas delante del mostrador. Se oía el sonido del fuego de la chimenea situada en una esquina de la sala dividida en distintas zonas. Picos y palas y otros objetos de mineros colgaban de las paredes de cedro y en una esquina, Montana Joe, un bisonte disecado, miraba a través de sus ojos de cristal a los clientes que estaban escuchando el último éxito de Garth Brooks a la vez que bebían cerveza y tomaban un pedazo de pizza caliente elaborada con la salsa de tomate «secreta» de Joe.

Mientras guardaba cola y miraba en su monedero para ver cuánto dinero llevaba suelto, no pudo evitar oír algunas de las conversaciones de los otros clientes. Dos hombres delante de ella estaban hablando sobre el partido de rugby del instituto del pasado viernes. Al parecer los Glotones de Grand Hope fueron vencidos por un rival en una ciudad cercana aunque hubo algunas discusiones por algunas de las decisiones tomadas durante el partido. Típico.

Otras conversaciones sonaron a su alrededor y oyó el nombre McCafferty más de lo que hubiera querido.

«Terrible accidente… hermanastra, y ¿sabes?… embarazada, pero no se sabe nada ni de un padre ni de un marido… Siempre hubo mucho resentimiento en esa familia… Lo que se siembra se cosecha, te lo aseguro…».

Nicole levantó una carta del mostrador y desvió la atención de los cotilleos que se arremolinaban a su alrededor. Aunque Grand Hope había crecido a pasos agigantados en los últimos años y se había convertido en una metrópolis importante tratándose de Montana, en su esencia seguía siendo una ciudad pequeña donde muchos de los ciudadanos se conocían. Hizo su pedido, se situó cerca de la máquina de discos y escuchó tres o cuatro canciones, entre ellas una de Patsy Cline y otra de Wynona Judd. Después, cuando dijeron su nombre, recogió su pizza y se negó a pensar en ningún miembro de la familia McCafferty, especialmente en Thorne. Estaba prohibido. Punto.

La razón por las que había respondido a su beso era simple: hacía cerca de dos años que no besaba a un hombre y al menos cinco desde que había sentido una mínima chispa de pasión. Ni siquiera quería pensar en todo el tiempo que había pasado desde la última vez que el deseo la había consumido; ese pensamiento en particular la arrastraba hasta un camino que no quería recorrer, un camino que la llevaba de vuelta a su juventud y a Thorne. Ahora mismo era vulnerable, eso era todo. Nada más. No tenía nada que ver con la química entre los dos. Nada.

Cuando estuvo de nuevo en su todoterreno, giró la llave y el motor se negó a arrancar.

– Vamos, vamos -farfulló. Volvió a intentarlo mientras por dentro se reprendía por no haber llevado el coche al taller para su revisión-. Puedes hacerlo -y finalmente, en el último intento, el motor arrancó-. Mañana -prometió mientras daba unas palmaditas sobre el salpicadero como si estuviera animando al coche, como si eso fuera de ayuda-. Te llevaré al taller. Lo prometo.

De nuevo en la carretera, condujo por las calles laterales hasta su casita en las afueras de la ciudad. El estómago le rugía a medida que los penetrantes aromas del queso fundido y de la salsa picante llenaban el interior del coche, y en ese momento su mente volvió a Thorne y a la sensación de tener sus labios sobre los suyos. Él era todo lo que detestaba en un hombre: arrogante, competitivo, que siempre quería controlarlo todo y resuelto; la clase de hombre que había intentado evitar como a la peste. Pero bajo su capa de orgullo y su complejo de superioridad, había captado rasgos de un hombre mas complejo, de un alma más delicada que se desmoronaba al hablar con su hermana en coma. Había intentado comunicarse con Randi, con la nuca colorada por la vergüenza y sus ojos color acero guardando un crudo dolor por el estado de su hermana… como si de algún modo se culpara por el accidente.

– No intentes ver más de lo que hay -se advirtió justo en el momento en el que giró hacia la entrada de su casa. Se detuvo frente al garaje y se anotó mentalmente que además de ayudar en la guardería, las clases de baile de las gemelas, la casa y la compra, debería llamar a un reparador de tejados.

Haciendo malabarismos con el maletín y la caja de la pizza, corrió hasta el porche trasero y logró abrir la puerta con la llave para luego empujarla con la cadera y entrar.

Parches, su gato negro y blanco, pasó por delante como un rayo y Nicole casi se tropezó con él. Unos diminutos pasos resonaron con fuerza por toda la casa.

– ¡Mami, mami, mami! -gritaron las gemelas, que irrumpieron en la cocina deslizándose sobre el linóleo amarillo mientras el gato corría hacia el pasillo de las habitaciones. Molly y Mindy llevaban unas pantuflas idénticas rosas y blancas. Tenían el pelo mojado y caía en rizos color castaño oscuro alrededor de sus rostros angelicales y de sus brillantes ojos marrones.

Nicole dejó la pizza sobre la encimera, se arrodilló y abrió los brazos. Los diablillos de cuatro años casi se cayeron encima de ella.

– ¿Me habéis echado de menos? -preguntó a las niñas.

– Sí -respondió Mindy tímidamente a la vez que asentía con la cabeza y sonreía.

– ¿Traes pizza? -preguntó Molly-. Me muero de hambre.

– Claro que sí. Mucha -plantó besos en sus cabezas mojadas, se puso de pie, se quitó la chaqueta y la colgó en un diminuto armario que había al lado del comedor.

Jenny Riley apareció en el arco que separaba la cocina de esa habitación. Alta y es-belta, con un pelo negro largo y liso y un pendiente en la nariz, la chica de veinte años había sido la niñera de las gemelas desde que Nicole se había mudado a Grand Hope.

– ¿Qué tal ha ido el día? -le preguntó Nicole.

– Tan espantoso como siempre -respondió Jenny, sus ojos verdes brillantes.

– ¡No! -dijo Molly plantando sus pequeños puños sobre las caderas-. Habernos sido buenas.

– «Hemos» -la corrigió Nicole-. «Hemos sido buenas».

– Sí -dijo Mindy dándole la razón a su espabilada hermana-. Muy buenas.

Jenny se rió y se agachó para abrocharse los cordones de sus zapatillas deportivas.

– Ah, vale, he mentido -admitió-. Habéis sido buenas. Las dos. Muy buenas.

– ¡Mentir no está bien! -dijo Molly sacudiendo sus rizos.

– Lo sé, lo sé, no volveré a hacerlo -prometió Jenny. Se levantó y se echó el bolso al hombro.

– ¿Quieres pizza? -le ofreció Nicole. Con los dedos y una espátula que había tomado de un gancho colocado sobre la cocina, colocó unas calientes porciones de pizza en unos platos. Las chicas se sentaron. Nicole lamió el queso fundido que le había caído entre los dedos y miró a Jenny.

– No, gracias. Mamá está esperándome para cenar y… -guiñó un ojo- después tengo una cita.

– Oooh -exclamó Nicole, que seguía relamiendo el queso que tenía entre los dedos-. ¿Alguien que yo conozca?

– No, a menos que conozcas a vaqueros de veintidós años.

– Sólo en urgencias. Los he atendido de vez en cuando.

– A éste no -dijo Jenny con una amplia sonrisa y un ligero rubor.

– Cuéntame un poco más.

– Se llama Adam. Trabaja en el rancho McCafferty y… bueno, ya te contaré algo más.

El buen humor de Nicole se esfumó ante la mención de los McCafferty. Al parecer ese día no podía evitarlos ni por un minuto.

– Tengo que irme corriendo -dijo Jenny mientras Molly quitaba lonchas de pepperoni de la porción de pizza de su hermana.

Mindy lanzó un grito que podría haber despertado a los muertos de todos los cementerios del condado.

– ¡No! -gritó-. jMaaaami!

Sonriendo, Molly sostuvo sobre su boca abierta todas las lonchas de pepperoni robado antes de dejarlas caer dentro. Regodeándose, las masticó delante de su hermana.

– Me voy -dijo Jenny y salió por la puerta mientras Nicole intentaba solucionar el problema y Parches, que salió del pasillo, saltaba sobre la encimera, al lado del microondas.

– ¡Abajo! -gritó Nicole, dando una palmada. El gato saltó al suelo y corrió al salón-. Parece que hoy todo el mundo está rebelde -centró la atención en las gemelas y señaló a Molly-. No toques la comida de tu hermana.

– No se la está comiendo -protestó Molly mientras masticaba.

– ¡Sí que como! -unas grandes lágrimas se deslizaron por la cara de Mindy.