– Pero es suya y…
– Hay que compartir. Tú lo dices.
– Pero no la comida… bueno, no ahora. Sabes muy bien a qué me refiero. Venga, aquí no ha pasado nada -quitó unas lonchas de pepperoni de otra porción de pizza y las colocó en el pedazo a medio comer que había sobre el plato de Mindy-. Como nueva.
Pero el daño ya estaba hecho y durante el rato que duró la cena, Mindy no dejó de sollozar y de señalar a su gemela con un dedo inquisidor.
– ¡Mala!
Molly sacudió la cabeza.
– No soy mala.
Nicole le lanzó una mirada a su parlanchina hija para hacerla callar, después levantó a Mindy en brazos y la consoló mientras iba hacia el pasillo susurrándole al oído:
– Vamos, chica grande, a lavarte los dientes y a la cama.
– No quiero… -se quejó Mindy y Molly se rió socarronamente antes de darse cuenta de que se había quedado sola. Rápidamente bajó de la silla y corrió tras Nicole y su hermana.
En el baño, la pelea quedó olvidada, las lágrimas se secaron y los dientes de las gemelas quedaron limpios. A la vez que la pizza se enfriaba y la mozzarella se quedaba sólida, Nicole y las niñas pasaron los siguientes veinte minutos acurrucadas bajo un edredón en la vieja mecedora de su abuela. Les leyó dos cuentos que ya habían oído una decena de veces antes. Los ojos de Mindy se cerraron inmediatamente mientras que Molly, la luchadora, se resistía a dormir, aunque lo hizo sólo unos minutos después.
Por primera vez en todo el día, Nicole sintió algo de paz. Observó el fuego que Jenny había encendido. Unas ascuas casi extinguidas y unos pedazos de carbón brillante eran todo lo que quedaba para iluminar el pequeño salón con tonos dorados y rojos. Tarareando, meció la silla hasta quedar también casi dormida.
Tras levantarse con dificultad, logró llevar a las niñas a su dormitorio y las metió en las camas. Mindy bostezó y se dio la vuelta a la vez que, de manera instintiva, se llevaba el pulgar a la boca. Molly parpadeó dos veces y dijo:
– Te quiero, mami -después se quedó dormida otra vez.
– Yo también, cariño, yo también -las besó a las dos, olió el aroma del champú y de los polvos de talco y fue hacia la puerta sin hacer ruido.
Molly suspiró fuertemente. Mindy se relamió sus diminutos labios y, con los brazos cruzados, Nicole se apoyó en el marco de la puerta.
Las palabras de su marido retumbaron por su mente: «Nunca podrás hacerlo sola».
«Bien, Paul», pensaba ella ahora, «pero no estoy sola. Tengo a las niñas. Y voy a hacerlo. Yo sola».
Cada minuto de aquel doloroso y maldito matrimonio había merecido la pena porque tenía a las niñas. Eran una familia, tal vez no una de esas típicas y tradicionales de las series de televisión de los años cincuenta, pero una familia al fin y al cabo.
Pensó en el bebé de Randi, que estaba en la maternidad, sin su padre y con su madre en coma, y se preguntó qué sería del pequeño.
«Pero el bebé tiene a Thorne, a Matt y a Slade». Entre los tres, no había duda de que el niño recibiría cuidados. Cada uno de los hermanos McCafferty parecía interesarse por el bebé, pero todos ellos eran solteros.
– Eso no importa -se recordó y miró a la calle donde la lluvia estaba cayendo por las canaletas y golpeando la ventana. Volvió a pensar en Thorne, en su beso, y se dio cuenta de que tenía que evitar estar a solas con él. Su relación no podía pasar de lo profesional porque sabía por experiencia que Thorne podía traerle problemas.
Grandes problemas.
Estaba cometiendo un error de increíbles proporciones y lo sabía, pero no podía evitarlo. Mientras conducía por las calles de la ciudad y se maravillaba de cómo había crecido, Thorne había decidido volver a ver a Nikki antes de regresar al rancho. Probablemente lo echaría de casa, y no la culparía, pero tenía que volver a verla.
Después de verla salir del aparcamiento tras su último enfrentamiento, había vuelto al hospital, se había tomado una taza de café amargo en la cafetería y había intentado localizar a cualquier doctor que pudiera estar relacionado de alguna forma con Randi y el bebé. No había tenido suerte con la mayoría, les había dejado mensajes en sus contestadores y después de hablar con una enfermera de pediatría y con otra de la UCI, había llamado al rancho. Le había dicho a Slade que volvería pronto y después se había detenido en la tienda de regalos situada en el vestíbulo del hospital, había comprado una rosa blanca y, tras encoger los hombros para protegerse de la lluvia, había salido corriendo hacia la camioneta.
– Esto es una locura -se dijo al cruzar un puente en dirección a la calle que había encontrado en la agenda cuando había telefoneado a los otros médicos. Preparándose para un recibimiento virulento, aparcó delante de la casita, agarró la flor y bajó del coche.
Corrió por el camino de cemento y, antes de poder cambiar de idea, presionó el botón del timbre. ¡Se había visto en situaciones más difíciles que ésa! Oyó ruido dentro, el sonido de unas pisadas. La luz del porche se encendió y vio los ojos de Nicole asomarse por una de las tres pequeñas ventanas que tenía la puerta. Un momento después, desaparecieron, seguramente porque ella ya no estaba de puntillas.
Se oyeron los cerrojos, la puerta se abrió y allí apareció, envuelta en una suave bata blanca.
– ¿Puedo hacer algo por ti? -preguntó con gesto serio. Sus ojos se movieron desde su cara hasta la flor que llevaba en la mano.
Él estuvo a punto de reírse.
– Ya sabes, en su momento me ha parecido una buena idea, pero ahora… ahora me siento como un completo imbécil.
– ¿Por qué…? -de nuevo esa altanera ceja.
– Porque pensaba que te debía una disculpa por el modo en que me he comportado antes.
– ¿En el aparcamiento?
– Y en el hospital.
– Estabas disgustado. No te preocupes.
– Pero, como te he dicho antes, me he pasado de la raya y me gustaría compensártelo.
Ella alzó la barbilla.
– ¿Compensármelo? ¿Con… eso? -preguntó señalando con un dedo a la rosa.
– Para empezar -le entregó la flor y creyó ver, bajo esa dura pose, el reflejo de una emoción profunda. Ella aceptó la flor, se la llevó a la nariz y suspiró.
– Gracias. Es suficiente… no era necesario.
– No, creo que mereces una explicación.
Nicole volvió a ponerse tensa.
– Ha sido sólo un beso. Sobreviviré.
– Me refiero al pasado.
– ¡No! -fue rotunda-. Mira, olvidémoslo, ¿vale? Ha sido un día largo, para los dos. Gracias por la flor y por la disculpa. Es… es muy amable por tu parte, pero creo que lo mejor sería… para todos, incluso para tu hermana y para su bebé… que fingiéramos que entre nosotros nunca pasó nada.
– ¿Puedes hacerlo?
– S… sí. Claro.
Thorne no pudo evitar que un lado de su boca se alzara.
– Mentirosa -dijo.
Nicole casi dio un paso atrás. ¿Quién era él para ir a su casa y…? «¿Y qué? ¿Disculparse? ¿Qué tiene eso de malo? ¿Por qué no le dices que pase y le ofreces una taza de café o una copa?».
– ¡No!
– ¿No eres una mentirosa?
– No por lo general -respondió, un poco recuperada. Sintió la solapa de su bata abrirse y le costó un gran esfuerzo no sujetarla y cerrarla como si fuera una virgen tonta y asustada-. Pero tú pareces sacar lo peor de mí.
– Lo mismo digo -se inclinó hacia delante y, aunque ella pensó que iba a volver a besarla, Thorne rozó su boca contra su mejilla con la más breve de las caricias-. Buenas noches, doctora -susurró, se dio la vuelta, bajó por las escaleras del porche y corrió bajo la lluvia.
Nicole se quedó rodeada por el brillo de la lámpara del porche, con los dedos alrededor del tallo de la rosa y viéndolo alejarse en su camioneta. Tras obligarse a entrar, cerró la puerta y echó los cerrojos. No sabía qué estaba ocurriendo, pero estaba segura de que no sería bueno.
No podía volver a tener nada con Thorne. De ningún modo. A decir verdad, tiraría la rosa a la basura en ese mismo instante. Fue a la cocina, abrió el armario que había debajo de la pila, sacó el cubo de la basura y dudó. ¡Qué infantil! Thorne sólo intentaba disculparse, nada más. Se tocó la mejilla y puso la rosa en un pequeño jarrón, segura de que la flor se burlaría de ella durante toda la semana.
– No dejes que llegue a tu corazón-se advirtió, pero tuvo la fatalista sensación de que ya era demasiado tarde. Eso ya lo había hecho mucho tiempo atrás.
Thorne aparcó fuera de lo que en una época había sido el almacén de la maquinaria y miró la casa donde había crecido, un lugar que una vez había jurado dejar y al que nunca volvería. Aunque estaba oscuro y llovía a cántaros, pudo ver la casa alzarse de manera imponente ante él, con unos cálidos parches de luz brillando desde las altas ventanas. En un momento había sido un refugio, más tarde una prisión.
Agarró su maletín y la bolsa de viaje y se preguntó qué le había pasado. ¿Por qué había ido a casa de Nikki? No se trataba sólo de una disculpa, y esa idea le perturbaba. Era como si volver a verla hubiera encendido una llama en lo más profundo de su interior, algo que pensaba que se había apagado años atrás, una brasa ardiente que no sabía que existiera.
Fuera lo que fuera, no tenía tiempo para pensar en ello y tampoco quería hacerlo.
Unas luces salían de los establos y reconoció el coche de Slade cerca del granero. Mientras corría bajo la lluvia, recordó la primera vez que había visto a Nicole: años atrás, en una celebración del Cuatro de Julio. Él había vuelto de la universidad y entraría en la Facultad de Derecho en el otoño, estaba ansioso por comenzar esa nueva vida. Ella sólo tenía diecisiete años por entonces; era una chica tímida con los ojos más increíbles que Thorne había visto nunca y estaba sobre una colina contemplando la ciudad y esperando a que llegara la oscuridad para ver los fuegos artificiales.
Era curioso, pero hacía mucho, mucho tiempo, que no pensaba en esa noche. Le parecía que hubiera pasado un millón de años y se encontraba rodeado por los otros recuerdos que habitaban en ese lugar en particular. Al ir hacia los escalones del porche delantero, recordó cómo había estado a punto de ahogarse en la alberca cuando tenía unos ocho años, recordó haber cazado faisanes con sus hermanos y fingir que el frío silencio que había entre sus padres en realidad no existía. Pero los recuerdos más claros, los más conmovedores, eran los de Nikki.
– No pienses en ella -se advirtió al abrir la puerta corredera. Entró y fue recibido por los olores de su juventud: hollín de la chimenea, cera de limón fresco de los suelos y el aroma a beicon que perduraba del almuerzo y que aún rondaba por los pasillos y habitaciones. Dejó el maletín y la bolsa junto a la puerta delantera y se secó el agua de la cara.
– ¿Thorne? -la voz de Matt se oyó con fuerza por la casa de un siglo de antigüedad. El sonido de las botas sobre las escaleras anunció su llegada al primer piso-. Me preguntaba cuándo ibas a aparecer -vestido como siempre, con vaqueros y una camisa de franela remangada, Matt le dio unas palmaditas en la espalda a su hermano-. ¿Cómo estás, granuja?
– Como siempre.
– ¿De mal genio y a punto de firmar tu próximo contrato millonario? -le preguntó Matt, como siempre hacía, aunque en aquella ocasión la pregunta le dio a Thorne que pensar.
– Eso espero -dijo mientras se desabrochaba el abrigo, aunque era mentira. Estaba harto de su vida. Aburrido. Quería más, pero no estaba seguro de qué.
– ¿Cómo está Randi? -preguntó Matt y su cara se cubrió con una máscara de preocupación.
– Igual que cuando la has visto. No hay nada nuevo desde que te he llamado desde el hospital.
– Supongo que llevará su tiempo -Matt señaló con la barbilla hacia el salón desde donde la luz de una lámpara se filtraba al pasillo-. Vamos, te invito a una copa. Tienes pinta de necesitar una.
– ¿Tan mal se me ve?
– Hoy a todos nos vendría bien una.
Thorne asintió.
– ¿Dónde está Slade?
– Dando de comer al ganado. No tardará mucho en venir. Iba a ayudarlo, pero como ya estás aquí, supongo que no pasará nada porque termine él solo -mostró una sonrisa malvada, ésa que había embaucado a más mujeres de las que Thorne podía contar.
Demasiadas chicas habían descrito a Matt como alto, moreno y guapo. El mediano de los tres chicos McCafferty tenía unos ojos tan marrones que parecían casi negros, su piel estaba bronceada por pasar tantas horas al aire libre y la sombra que cubría su mandíbula era tan oscura como había sido la de su padre.
Matt McCafferty podía doblar una herradura en una forja tan bien como podía marcar a un caballo o amarrar a un carnero. Era rudo, salvaje e increíblemente testarudo.
El sitio de Matt estaba allí.
No el de Thorne.
No desde que sus padres se habían divorciado.
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