– Mírate -Matt lanzó un agudo silbido y agachó una ceja casi negra mientras tocaba la lana del abrigo-. ¿Desde cuándo te has convertido en un seguidor de la moda?
Thorne resopló con desdén.
– No creas que lo soy, pero estaba en el trabajo cuando Slade me ha llamado -colgó el abrigo en un viejo perchero de bronce que había cerca de la puerta. El abrigo largo de lana parecía estar fuera de lugar entre el despliegue de chaquetas de tela vaquera y piel de borrego-. No he tenido tiempo de cambiarme -tiró del nudo de su corbata y deslizó la pieza de seda sobre sus hombros-. Dime qué está pasando.
– Buena pregunta -juntos entraron en el salón donde los sofás de cuero estaban desgastados, un piano estaba cubierto de polvo y las dos mecedoras que estaban colocadas formando ángulo cerca de las piedras ennegrecidas de la chimenea seguían quietas. El rifle de su bisabuelo estaba sobre la repisa, apoyado en las astas de un alce matado mucho tiempo atrás-. No hay mucho que contar.
Matt abrió el mueble bar que había bajo una librería llena de tomos encuadernados en piel que nadie había leído en años.
– ¿Qué quieres?
– Escocés.
– ¿Solo?
– Eso es… bueno, creo.
Matt miró en el mueble y con un sonido de aprobación sacó una botella cubierta de polvo.
– Parece que estás de suerte -metió la mano hasta el fondo del armario, sacó un par de vasos y después de quitarles el polvo con la camisa, sirvió dos copas-. Puedo ir a por hielo a la cocina.
– No pierdas el tiempo, a menos que tú quieras.
Matt mostró una lenta sonrisa.
– Creo que soy lo suficientemente hombre para resistir el alcohol caliente.
– No esperaba menos.
Thorne tomó el vaso que Matt le ofreció y brindaron.
– Por Randi.
– Sí.
Se tomó la copa y se relajó un poco cuando el licor añejo salpicó la parte trasera de su garganta para luego trazar un ardiente camino hasta su estómago. Giró el cuello intentando deshacerse de los nudos que tenía.
– Vale, dispara -dijo mientras Matt encendía unas astillas ya colocadas en la chimenea.
– Ojalá pudiera. Por lo que puede saber la policía, Randi tuvo un accidente en Glacier Park en el que sólo su coche se vio involucrado. Nadie sabe con seguridad que ocurrió y los polis aún están investigándolo, pero por lo que parece, estaba sola y había hielo en la carretera o dio un volantazo… ¿quién sabe? Tal vez un ciervo, no sé… El resultado es que perdió el control y se salió de la carretera. La camioneta rodó por un terraplén y… -observó el fondo de su vaso- el bebé y ella tienen suerte de estar vivos.
– ¿Quién la encontró?
– Alguien que pasaba por allí, unos buenos samaritanos que llamaron a la oficina del sheriff.
– ¿Tienes sus nombres?
Matt se metió la mano en el bolsillo y sacó un pedazo de papel que entregó a Thorne.
– Jen y Bill Swanson, unos hermanos que volvían a casa después de una jornada de caza. El nombre del ayudante del sheriff también está ahí.
Leyó la lista de nombres y los números y se detuvo un momento cuando llegó a la doctora Nicole Stevenson.
– Pensé que debíamos tener una lista de todas las personas que, de una forma u otra, están relacionadas con el accidente de Randi.
– Buena idea -se metió el papel en el bolsillo-. Bueno, ¿y tenéis alguna idea de qué estaba haciendo en Glacier? Lo último que había oído era que estaba en Seattle. ¿Y su trabajo? ¿Y el padre del niño?
Matt se terminó su copa.
– No sé absolutamente nada de ese tema -admitió.
– Bueno, pues eso tiene que cambiar. Los tres, Slade, tú y yo, tenemos que descubrir qué está pasando.
– Por mí, vale -la mirada de determinación de Matt se quedó fija en la de su hermano.
– Y empezaremos esta misma noche -los engranajes ya estaban funcionando dentro de la cabeza de Thorne-. En cuanto venga Slade, empezaremos a planearlo todo, pero lo primero es lo primero.
– Randi y la salud del bebé -dijo Matt.
– Eso es. Podemos empezar a fisgonear en su vida privada tanto como queramos, pero no significará nada si ella o el bebé no superan esto.
– Lo harán -dijo Matt con seguridad justo cuando la puerta de la casa se abrió de un golpe y apareció Slade.
– Gracias por toda la ayuda -gruñó el hermano pequeño al entrar en el salón oliendo a caballo y a humo. Buscó un vaso y se sirvió un trago.
– Has podido hacerlo solo -supuso Matt.
Thorne se subió las mangas.
– ¿Por qué estás tan seguro de que Randi y el bebé se pondrán bien?
Matt alzó un lado de la boca.
– Porque son McCafferty, Thorne. Igual que nosotros, tienen demasiado carácter como para no superarlo.
Sin embargo, Thorne no estaba tan seguro.
Cuatro
– No quiero bailar -insistió Molly mientras Nicole llevaba a las dos niñas hacia el todoterreno. La lluvia había cesado durante la noche y el sol asomaba por unas nubes altas y finas.
– ¿Por qué no?
– No me gusta -Molly subió al coche y empezó a abrocharse el cinturón mientras que Mindy esperó a que su madre abrochara el suyo.
– El año que viene podrás jugar al fútbol y tenemos clases de natación en primavera. Hasta entonces, creo que tendrás que bailar. Ya he pagado las clases y no te van a venir mal.
– Me gusta bailar -dijo Mindy mirando a su hermana-. Me gusta la señorita Palmer.
– Pues yo odio a la señorita Palmer -Molly cruzó sus regordetes brazos sobre el pecho y miró con gesto enfadado hacia los asientos delanteros mientras Nicole se sentaba frente al volante.
– Odiar no esta bien -Mindy alzó las cejas imperiosamente y miró a su madre. Era el ángel asegurándose de que Nicole sabía que Molly estaba siendo la personificación de un pequeño demonio.
– «Odiar» es una palabra muy fuerte -dijo Nicole y arrancó el todoterreno a la primera-. ¡Muy bien! -añadió, y Mindy creyó que su madre estaba elogiándola. Unos rizos oscuros rebotaron alrededor de su cabeza mientras le lanzaba a su hermana una mirada con la que quería decirle «soy más buena que tú».
– jMami, está mirándome!
– No pasa nada.
– Quiero helado -insistió Molly.
– En cuanto termine la clase de baile.
– Odio bailar.
– Lo sé, lo sé, ya hemos hablado de eso -dijo Nicole encendiendo la calefacción. Hiciera o no sol, el aire seguía siendo frío.
Condujo sobre un pequeño puente y pasó por delante de un centro comercial de camino a la zona más antigua de la ciudad, donde una vieja escuela había sido convertida en una academia de baile. Aparcó, metió a las niñas y en lugar de quedarse a verlas practicar, fue hasta la estación de servicio donde el mecánico, tras mirar bajo el capó del todoterreno, alzó su mugriento sombrero y se rascó la cabeza.
– Me tiene descolocado -admitió moviendo un palillo de un lado a otro de su boca-. Parece que funciona bien. ¿Por qué no lo trae la semana que viene y lo deja aquí? ¿Podría? Lo miraremos bien.
Nicole concertó una cita, cruzó los dedos mentalmente, recogió a las niñas y paró en el supermercado y en la heladería antes de llegar a la casa.
– ¿Por qué papá no vive con nosotras? -preguntó Mindy.
Nicole aparcó y se metió las llaves en el bolsillo.
– Porque mamá y papá están divorciados, eso ya lo sabéis. Vamos, salid del coche.
– Y papá vive lejos -dijo Molly con gotas de helado de fresa por la barbilla.
– No viene a vernos. El papá de Bobbi Martin la visita.
– ¿Os gustaría que vuestro padre viniera a visitaros? -Nicole había abierto la puerta trasera y estaba desabrochando a Mindy el cinturón de seguridad.
– Sí.
– No -Molly sacudió la cabeza-. No le gustamos.
– Oh, Molly -Nicole estuvo a punto de discutir ese comentario, pero no vio razón para defender a Paul. No había mostrado interés en las gemelas desde que se habían divorciado. Enviar los cheques de la pensión debía de parecerle suficiente para cumplir con sus obligaciones de padre-. No conocéis a vuestro padre.
– ¿Va a venir a vernos? -preguntó Mindy con los ojos brillantes y sin hacer caso a su helado. La bola de crema y galletas estaba derritiéndose entre sus dedos.
– No lo sé. No tiene planeado hacerlo, no todavía. Pero si queréis, puedo llamarlo.
– ¡Llámalo! -Mindy lamió la parte de arriba del helado.
– No va a venir -Molly no parecía disgustada por ello, simplemente decía una verdad-. Te lo doy -dijo, le entregó el helado a su madre y bajó del coche. Caminó sobre el césped mojado hasta el columpio.
– ¿No puedes hacerlo tú sola? -preguntó Nicole al levantar la barra de seguridad de la silla de Mindy.
– Tú -la pequeña sonrió con picardía y luego, sin soltar el helado, salió del coche.
«Estás malcriándola», pensó Nicole mientras llevaba las bolsas de la compra a la casa. «Estás malcriándolas a las dos al intentar ser madre y padre a la vez. Sientes lástima por ellas porque, al igual que te pasó a ti, están creciendo sin su padre».
¿Era culpa suya? Tuvo muchos motivos para marcharse de San Francisco, para querer empezar de nuevo, pero tal vez al hacerlo estaba robándoles a sus hijas una parte vital de sus vidas, la oportunidad de conocer a su padre.
Aunque tampoco podía decirse que él hubiera mostrado ningún interés por ellas cuando aún vivían juntos. Nunca había visto a las niñas más de un par de horas seguidas y su nueva mujer había dejado bien claro que veía a las gemelas como un «equipaje» que ni quería ni necesitaba.
Así que Nicole no iba a torturarse con ello. Las gemelas estaban bien. Bien.
Parches, que había estado lavándose la cara sobre la repisa de la ventana, saltó al suelo.
– Travieso -susurró Nicole. Añadió un poco más de comida a su plato, sacó la compra de las bolsas y miró a las niñas por la venta de atrás. Estaban jugando en el balancín, riéndose bajo el fresco aire y unas nubes que volvían a juntarse. Pulsó el botón del contestador automático.
La primera voz que oyó fue la de Thorne McCafferty:
«Hola, soy Thorne. Llámame».
Dejó su número de teléfono y, al oírlo, el estómago le dio un vuelco. Por qué le provocaba esas sensaciones después de tantos años era algo que no entendía. Sabía que había sido su primer amor, pero habían pasados años y años desde entonces. De modo que, ¿por qué seguía afectándola tanto? Miró hacia la repisa de la ventana donde había colocado el jarrón con la rosa blanca: una forma de hacer las paces, nada más.
Deseaba poder entender por qué no podía sacarse a Thorne de la cabeza. Ella no era una mujer solitaria, no era una mujer necesitada. No quería un hombre en su vida, al menos, no todavía. Así que, ¿por qué cada vez que oía su voz, esos viejos recuerdos que había escondido en un rincón escapaban y corrían por su mente causando estragos?
– Porque eres idiota -dijo y terminó de descargar el coche.
Recordó el momento en que lo vio por primera vez, el verano antes de su último año de instituto. Él estaba allí solo, estaba anocheciendo, el cielo brillaba con tonos rosados sobre las colinas del oeste y las primeras estrellas comenzaban a brillar en la noche. El calor del día pendía del aire con sólo una brisa que levantaba su cabello y rozaba sus mejillas. Estaba sentada en una manta, sola, su mejor amiga la había dejado tirada en el último momento para irse con su novio y de pronto había aparecido Thorne, alto, fornido, con una camiseta que le marcaba los hombros y unos vaqueros de cadera baja desteñidos.
– ¿Está reservado este sitio? -le había preguntado y ella no había respondido porque pensaba que estaba hablando con otra persona-. Perdona -había vuelto a decir y Nicole había alzado la cara para mirar a esos intensos ojos grises que la atraparon y no la dejaron marchar-. ¿Puedo sentarme aquí?
Nicole no podía creer lo que había oído. Había docenas de mantas tiradas por la hierba de la colina, cientos de personas reunidas y tomando un picnic mientras esperaban a que empezara el show, ¿y él quería sentarse precisamente allí? ¿A su lado?
– Bueno… claro -había logrado responder a pesar de sentirse como una completa estúpida y la cara ardiéndole de la vergüenza.
Él se había sentado a su lado sobre la manta, con los brazos sobre sus rodillas dobladas, la espalda curvada y el cuerpo tan cerca del de ella que Nicole podía oler el aroma a colonia o a jabón, ya que apenas los separaban escasos centímetros. De pronto le fue imposible respirar.
– Gracias -había dicho él en voz baja, con una blanca sonrisa que destacaba sobre una barbilla marcada y ensombrecida por el rastro de una barba-. Soy Thorne McCafferty.
Por supuesto, Nicole había reconocido el nombre. Había oído los rumores y los cotilleos que giraban en torno a su familia. Incluso había visto a sus hermanos pequeños en una ocasión o dos, pero nunca había tenido delante al hermano mayor. Nunca en la vida había sentido su corazón golpear de ese modo tan salvaje por el hecho de que un hombre, porque eso era él, la estuviera mirando de ese modo con unos ojos del color del acero.
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