Matt se volvió hacia el teléfono y a Annie se le paró el corazón. Demasiado tarde. Era cuestión de segundos antes de que lo supiera. Se preguntaba si iría directamente a hablar con Josh y Cathy. No sabía si debería avisarlos de lo que iba a ocurrir. Pero si lo hacía estaría traicionando a Matt. Ya podía imaginárselos tomando a Emily en sus brazos y volviendo a casa para llamar a sus abogados. Y Matt querría saber por qué ella no le había contado lo que ya sospechaba.

Sintió que se mareaba, como si fuera a desmayarse en medio del restaurante de nuevo.

– ¡Cariño! -le dijo Millie-. ¿Estás bien?

Annie agarró su mano.

– Él nunca lo entenderá -le dijo fuera de sí-. Tenía que habérselo dicho antes. Todo se va a echar a perder y es culpa mía.

Sin pensárselo dos veces se dio me dio vuelta y corrió hacia la puerta. Tenía que irse de allí y Houston le pareció tan buena idea como cualquier otra. Se preguntó si podría llegar allí antes de medianoche.


Cuando las contracciones empezaron a aparecer con más fuerza y regularidad se dio cuenta de que, si se había sentido tan mal esa tarde, había sido porque el gran momento estaba muy cerca. Y ella no había prestado la suficiente atención a su cuerpo como para darse cuenta de ello. Además, aún faltaban unas semanas para que saliera de cuentas.

Lo único que tenía claro era que no iba a llegar a Houston, ni siquiera a Austin. De hecho, había tenido suerte de haber podido llegar hasta el parque del Coyote antes de que su coche la dejara tirada. Su idea había sido pasar al lado de ese lugar para poder despedirse de sus recuerdos pero, cuando lo hizo, el automóvil comenzó a renquear. Pudo llegar hasta el aparcamiento del parque instantes antes de oír los últimos estertores del motor. Estaba claro que ese coche no iba a arrancar de nuevo, por mucho que lo intentó.

Así que estaba sin coche, sin teléfono y sin nada. El parque estaba oscuro y vacío. No había un alma alrededor. Y lo peor de todo, se había puesto de parto.

Durante unos minutos perdió el control. No podía creerse lo que estaba pasando, la angustia la invadía. Llegó como pudo hasta el edificio donde estaban los baños y la sala multiusos. Los baños estaban abiertos y no muy sucios, pero la puerta de la sala estaba cerrada. Se alegró al menos de conocer bien el lugar, porque recordaba que solían esconder una llave extra sobre el marco de la puerta. Tomó una caja de plástico y se subió a ella. Buscó en el hueco que había entre dos ladrillos y, ¡allí estaba!

– ¡Después de tanto tiempo! -murmuró asombrada y agradecida.

Abrió la puerta y entró. No había cambiado mucho desde su infancia. Había armarios llenos de materiales para manualidades, un montón de sillas plegables y una larga mesa. Había luz y un fregadero con agua que funcionaba. Estaba bastante limpio.

De camino de nuevo al coche tuvo que pararse y practicar las respiraciones que le habían enseñado para poder soportar el dolor. Cuando llegó a su automóvil, recogió ropa que aún tenía en el maletero y volvió a la sala de reuniones. Allí empezó a preparar una especie de cama en el suelo donde poder echarse.

Tomó lápiz y papel y comenzó a apuntar la frecuencia y duración de las contracciones con la ayuda de su reloj. Por suerte, estaba recordando mucho de lo aprendido durante sus estudios de enfermería. Empezó a ganar confianza y a creer que podría hacerlo sola.

– Al fin y al cabo las mujeres parían solas antiguamente -se dijo para animarse-. Y ellas no sabían nada de medicina.

Pasó una hora. Bebió algo de agua e intentó andar durante las contracciones. Una hora más tarde, no podía ni mantenerse en pie. Afuera era ya noche cerrada, pero la bombilla que colgaba en el centro del techo mantenía iluminada la sala. Se preguntó si alguien podría distinguirla desde la autopista y acercarse a ver qué pasaba. Pensó en lo que Matt estaría haciendo y qué pensaría.

No podía creerse cómo había conseguido embrollar las cosas tanto. Si hubiera sido honesta con todo el mundo desde el principio, seguramente no estaría en esa situación.

– ¡Aaaah! ¡Billy! -gritó sin aliento cuando llegó otra contracción.

Cada vez eran más fuertes y seguidas, casi imposibles de superar, y no podía evitar gemir. Era tanto el dolor que empezó a pensar que no podría sobrevivir aquellas circunstancias ella sola. Pero cuando llegó el momento de empujar, se olvidó de sus miedos y se dispuso a darlo todo o morir en el intento. Cuando el bebé empezó a salir, quería verlo fuera y respirando tan pronto como fuera posible.

– ¡Aaaah!

Esa contracción fue insoportable. Soplaba y respiraba tan bien como podía, pero no se sentía mejor en absoluto. No creía que pudiera conseguirlo. Aquélla pasó, pero llegó otra enseguida sin que tuviera tiempo apenas de recobrar el aliento. La última estaba siendo aún peor que la anterior. No podía más.

– ¡Aaah! ¡Matt! -gritó desesperada.

Y entonces ocurrió un milagro y él apareció.

– ¡Annie, Annie! ¡Cariño mío! -exclamó mientras se abalanzaba sobre ella, comprobaba la dilatación y llamaba a una ambulancia desde su móvil, todo al mismo tiempo.

– Aguanta, cariño. Ya sé que quieres empujar, pero trata de no hacerlo hasta que esté preparado.

«¿Que aguante?», pensó ella. Eso sería como decirle al planeta que dejara de rotar. No podía impedirlo, ¡el niño quería salir e iba a ser ya!

Pero, por fortuna y para asombro de Annie, fue capaz de sostenerlo dentro durante otras dos contracciones.

– ¡No puedo! -le dijo a Matt gimiendo-. ¡No puedo!

– Lo estás haciendo fenomenal, Annie. Ya veo la cabeza -le dijo mientras colocaba la mano en su tripa-. Se acerca otra contracción, Annie. Y esta vez puedes empujar, estoy listo.

Empujó con un grito que debió de hacer que temblaran las paredes de la sala.

– ¡Muy bien! Aquí está la cabeza. ¡Empuja de nuevo!

Hizo lo que le decía con toda la fuerza que le quedaba y notó que salía el niño.

– ¡Aquí está! -dijo Matt emocionado.

Lo sostuvo para que Annie pudiera verlo. Era largo y estaba cubierto de algo blanco. Era lo más bonito que había visto en su vida.

– Te presento al señor William -añadió él.

– Billy -le recordó ella sin apenas fuerzas mientras alargaba la mano para tocarlo-. Billy Matthew Torres.

– ¿Estás segura?

– Desde luego -le dijo ella, llena de alegría y orgullo.

Matt se inclinó y la besó en los labios. Estaba demasiado exhausta para responderle. Exhausta pero completamente feliz.

– ¿Cómo me encontraste? ¿Cómo lo supiste?

– Bueno, tardé un tiempo. Demasiado. Todo fue tan confuso… No supe que te habías ido hasta que Millie me lo dijo. Y empecé a preocuparme. Volví a la casa a buscarte y, al ver que no estabas, me volví loco. Entonces recordé la conexión que tienes con este sitio y vine para acá.

Annie oyó la sirena de la ambulancia entrando en el parque. Tenía la imagen de su hijo grabada en la mente y no quería ver otra cosa. Cerró los ojos y, agotada por el gran esfuerzo, se durmió.


Se despertó en una habitación de hospital. Matt estaba sentado al lado de la cama, esperando a que Annie abriera los ojos. Le sonrió.

– Tengo un bebé -le dijo feliz y aún medio dormida.

– Así es -repuso él mientras se acercaba para tomar su mano-. Y hemos descubierto que eres toda una campeona dando a luz.

– ¿De verdad?

– De las mejores. Además, el bebé está fenomenal y ha pesado casi cuatro kilos.

Annie rió con ganas hasta que el dolor la detuvo.

– ¡Aaah! Aún tengo dolores por todas partes.

– No me extraña. Lo de anoche fue una maratón, Annie. Y tú has ganado la carrera.

Cerró los ojos y recordó todo lo que había vivido en el restaurante. Pensó en Josh, Cathy, Emily y la disputa entre las dos familias.

– ¿Estás enfadado conmigo?

– La verdad es que estoy furioso.

– ¿Sí? -preguntó abriendo los ojos y mirándolo.

– Sí. Por muchas cosas -respondió besando su mano-. Pero seguramente no por lo que piensas.

– ¿Por qué entonces?

– Lo primero que me dolió fue que te fueras del restaurante en plena noche, sin más y sin decir nada a nadie. Te pusiste en peligro, Annie. Fue una locura por tu parte hacer lo que hiciste.

– Lo sé, pero es que anoche estaba muy mal. Supongo que fue porque estaba poniéndome de parto sin saberlo y todo eso. El caso es que no podía pensar con claridad. Lo siento muchísimo.

– Muy bien. Pero por otro lado estoy enfadado porque veo que no confías en mí.

– ¿Qué quieres decir?

– Annie… -comenzó mientras besaba de nuevo su mano-. ¿Qué pensabas que iba a hacer cuando supiera lo de Emily?

Ella no pudo contestar.

– Annie… ¿Cómo pudiste pensar que podría romper esa familia? Estaría haciéndole daño a mi propia hija si lo hiciera. Estaba obsesionado intentando encontrarla porque quería asegurarme de que estaba bien. Y, a menos que la hubiera encontrado en malas condiciones, nunca me planteé intentar luchar por la custodia del bebé. Eso hubiera sido pensar en mis necesidades y no en el bienestar de mi hija. Yo no podría hacer eso. Sólo quería saber que estaba bien.

– Por supuesto -reconoció mirándolo-. Entonces, ¿no vas a intentar recuperarla?

– No. Josh, Cathy y yo hablamos de todo esto ayer mismo. De no haber sido por ello, te habría encontrado antes. Al principio se asustaron, pero los tranquilicé de inmediato. Hablaremos más de todo ello durante los próximos días, pero les dije que lo único que quiero es ser parte de su vida. Podría ser su tío Matt. Así todo se solucionará. De todas formas -dijo besando la palma de su mano-, eso es lo que seré cuando nos casemos.

– ¿Casarnos? Espera un poco…

– No, Annie. No voy a esperar ni un minuto más -dijo tomando su cara entre las manos-. Te quiero y quiero casarme contigo. Billy necesita un padre, tú un marido y yo te necesito a ti.

Pero Annie no había oído más allá de su tercera frase.

– ¿Me quieres? -le preguntó de nuevo con un emocionado temblor en la garganta.

– ¡Dios mío, Annie! ¿Es que aún no lo habías notado? Pensé que las mujeres erais intuitivas y os dabais cuenta rápidamente de estas cosas. Sí. Te quiero. Te he querido desde que caíste aquel día a mis pies.

– ¿Sí? Pues, ¿sabes qué? Yo te he querido desde el día que me pusiste la zancadilla en el restaurante para que cayera a tus pies. Cuando me tomaste en brazos y me sacaste de allí supe que eras el hombre de mi vida. Siempre me han gustado los cavernícolas.

– Entonces, ¿te casarás conmigo?

– ¿Es que tengo otra opción? Matt rió entusiasmado.

– No, no tienes otra opción -dijo besando sus labios.

Epílogo

LLEGÓ el día de la boda y todo el duro trabajo realizado hizo que fuera mágico. El jardín de los Allman estaba espectacular. Guirnaldas de flores en los árboles, palomas en jaulas blancas y una gran tarta nupcial decoraban el lugar.

Tres pérgolas nupciales se habían colocado a un extremo del jardín. Cada una de ellas adornada con rosales de un color diferente.

Las sillas blancas de madera cubrían la gran explanada de césped.

Jesse Allman esperaba sentado en una gran silla. En su mente, recordaba la historia de su familia, que no podía entenderse sin la presencia de la familia McLaughlin. Pensó en el comienzo de todo, cuando su abuelo Hiram y Theodore McLaughlin fundaron la ciudad de Chivaree. Fueron socios hasta que Theodore McLaughlin secuestró a la abuela de Jesse e intentó seducirla. Para salvarla, Hiram tuvo que juntar a unos cuantos hombres armados y atacar el rancho donde Theodore la mantenía retenida. Eso había sido mucho tiempo atrás, pero Jesse recordaba con claridad cómo su padre, Hank Allman, descubrió que Calvin McLaughlin le había arrebatado el arrendamiento de una de sus mejores tierras, cerca del río Bandito.

Los enfrentamientos se sucedieron año tras año, como cuando William y Richard McLaughlin lo dejaron todo y medio desnudo frente al Ayuntamiento, para que todos se rieran de él. Sus hijos también habían sufrido las fechorías de otros miembros de esa familia. Aunque, por fortuna, habían encontrado de vez en cuando la manera de hacerles pagar por todo ello.

Sentía rencor contra todos y cada miembro de los McLaughlin por todo el daño que esa familia había hecho a la suya. Pero cuánto más pensaba en esa gente, más sonreía. Porque los peores ya no estaban. William estaba muerto y Richard se escondía en algún lugar de Europa. Los otros se repartían por distintos lugares. Eran muy pocos los McLaughlin que aún vivían en Chivaree, y los buenos estaban ahora bajo la influencia de los Allman.

– ¿Estás listo, papá?

– Tanto como puede uno estarlo.

David lo ayudó a colocarse en su sitio mientras el resto de los invitados comenzaba a sentarse. El pastor ocupaba también su lugar en medio de las tres pérgolas. Comenzó la música, todos se pusieron en pie y las tres novias salieron de la casa de una en una, todas preciosas con sus elegantes y elaborados trajes de encaje y satén blancos.