El Destino del Corazón

El Destino del Corazón

Título Original: The Boss’s Special Delivery (2005)

Serie: 3º Amor y Rivalidad

Capítulo 1

ANNIE Torres estaba a punto de desmayarse. Todos los síntomas estaban presentes. Se quedó mirando fijamente su libreta de pedidos, intentando luchar contra el malestar.

«Aguanta sólo un minuto más, Annie. Tengo que conseguir llegar a la sala de descanso», se dijo a sí misma.

– Espere, espere -le dijo el cliente-. También quiero una ración de patatas fritas. ¿Me podrían poner salsa de queso azul con ellas?

El comedor comenzó a girar. Muy lentamente, pero giraba. Annie sentía un sudor frío en todo su cuerpo. Sabía que era cuestión de segundos. Cerró la libreta y se dispuso a ir hacia la sala de descanso lo antes posible.

– ¿Señorita? ¡Espere! Se me ha olvidado pedirle el postre. ¿Les queda tarta de melocotón?

Las palabras de la mujer llegaron a sus oídos como si salieran de un largo túnel. Resonaron en su cabeza mientras sentía un golpeteo incesante en sus oídos. Tenía que salir de allí. Intentó girar, pero fue demasiado tarde. Se estaba marchitando como una rosa bajo el implacable sol estival. Ya no había remedio.

– ¡Oye!

Abrió los ojos. Había caras por todas partes. Todas la miraban con una expresión de preocupación que resultaba casi cómica. Sentía ganas de reír, hasta que recordó que estaba en el suelo del Café de Millie y se le quitaron las ganas.

Cada cara tenía una boca que se movía. Pero no podía entender lo que le decían. Cerró los ojos, deseando que desaparecieran de allí. Tenía un fuerte dolor de cabeza.

– Yo me ocupo.

Una voz masculina y profunda sobresalió por encima del parloteo general. Y unas manos, fuertes y frescas, la comenzaron a tocar, intentando encontrar posibles lesiones y controlando sus reacciones.

– ¿Le duele algo? -le preguntó.

Annie negó con la cabeza, lo que intensificó aún más su cefalea. Era sólo un dolor de cabeza, no creía que fuese debido al golpe contra el suelo.

– Lo siento -murmuró ella intentando levantarse-. Será mejor que vuelva al trabajo.

– De eso nada -contestó el hombre mientras la levantaba del suelo y la sostenía en sus fuertes brazos.

– «¡En! -protestó ella, intentando zafarse de él y mirarlo a la cara.

– Relájese, cariño. Ya la tengo -comentó él con voz tranquilizadora.

– Pero no necesito que nadie me tenga -rezongó de nuevo intentando librarse de él.

– No intente hablar -dijo él mientras la acarreaba entre las mesas del lleno restaurante-. Obviamente está delirando.

Lo dijo con un toque de humor que hizo que Annie no lo tomara en serio. Parecía intentar que ella no se sintiera incómoda con la situación. Algo que Annie no necesitaba, al menos no mucho.

Tenía que admitir, no obstante, que era un placer sentirse entre sus brazos. Eran protectores, seguros y el hombre era bastante sexy, si su instinto no la engañaba. Y eso le decía que tenía que oponer resistencia. Le habría gustado que la dejara en el suelo para poder orientarse y valerse por sí misma.

El hombre sabía lo que hacía. La llevó a la sala de descanso y la dejó sobre el sofá.

– Muchas gracias, señoras -dijo él cuando alguien le acercó una toalla empapada y un vaso de agua-. Ahora déjenme un poco de espacio. Necesito examinarla. En pocos minutos estará como nueva.

«Así que encima es mandón. Pues por mí puede irse con sus órdenes a…», pensó Annie.

– De acuerdo, doctor -respondió alguien.

Annie creyó distinguir la voz de Millie. Seguía con los ojos cerrados. Habría, sido demasiado difícil abrirlos para mirar. El caso era que si Millie estaba de acuerdo con la situación, todo iba a ir bien. Millie era su jefa, la dueña del restaurante y una mujer que valía su peso en oro. Annie había llegado a la conclusión de que era muy difícil encontrar personas buenas como su jefa.

Además, ese hombre parecía ser médico, lo que consiguió relajarla. Se fiaba más de los médicos que de la mayoría de los hombres. Al fin y al cabo, los médicos estaban obligados a tomar el juramento hipocrático.

– Bueno, llámame si necesitas algo -añadió Millie.

– Muy bien.

Annie consiguió por fin abrir los ojos y ver a Millie salir de la sala. El hombre que la atendía era alto y fuerte. Mientras la examinaba murmuró algo que hizo que el resto de los presentes abandonaran la habitación. Aquello la agradó, porque no le gustaba ser el centro de atención y ya estaba cansada de tener a todo el mundo alrededor.

Pero, por otro lado, eso significaba que la dejaban sola con ese hombre. Sentía la necesidad de recobrar parte del control, así que intentó incorporarse y sentarse.

Él no protestó, sino que aprovechó para colocarle la toalla en la frente, ofrecerle un poco de agua y tomarle el pulso. Poco a poco su cabeza comenzó a despejarse y fue capaz de ver de nuevo.

Lo miró, aunque la cabeza seguía molestándole y aún estaba algo mareada. No estaba nada mal. Era guapo, con la típica belleza masculina de los hombres a los que les gusta la vida en el campo y al aire libre. Su oscuro pelo parecía haberse secado al aire, como si acabara de estar cortando leña o cazando osos. Sus ojos eran azules y destacaban mucho más contra su piel bronceada por el sol. Le resultaba familiar. Estaba segura de haberlo visto antes en el restaurante. Pero sólo hacía un mes que había vuelto a la localidad texana de Chivaree y, después de pasar unos diez años fuera de allí, había perdido la pista a muchos de sus habitantes.

– ¿Cómo se encuentra? -le preguntó mientras la estudiaba con la frialdad de quien mira a un paciente.

– Mareada.

Él asintió y la observó con los ojos entrecerrados.

– ¿Le pasa esto a menudo?

– ¿El qué? -repuso ella, intentando recobrar sus fuerzas-. ¿Conocer a hombres desmayándome en sus brazos? Pues no. Usted es el primero.

– Está embarazada.

Lo dijo de forma calmada, pero a los oídos de Annie sonó como una acusación. Lo suficiente para conseguir irritarla. Le ocurría muy a menudo, sobre todo desde que se había quedado embarazada y soltera.

– ¿En serio? -contestó enderezando la espalda y preparándose para la batalla-. Y ¿cómo lo ha adivinado?

Él levantó la mirada y sus ojos se clavaron en los de ella, con tal intensidad que parecía capaz de poder ver en su interior. Intentó enmascarar el estremecimiento que le produjo esa mirada. Eran los ojos más azules que había visto en su vida.

Pero había más. Algo en él hacía que se sintiera insegura y tímida. Parecía uno de esos hombres que decían siempre lo primero que se les pasaba por la cabeza, sin mucho tacto. Sabía que si había algo en ella que le gustara o le disgustara se lo diría sin paños calientes. Su siguiente comentario le demostró que no se había equivocado al juzgarlo así.

– Y también es una listilla -le dijo con sequedad.

Annie le sostuvo la mirada. Sentía la necesidad de demostrar a los hombres como él que no la podían intimidar. Había tenido demasiadas experiencias recientes de ese tipo para darse cuenta de que tenía que protegerse, aunque para ello tuviese que ser borde o antipática.

– Gracias, pero si quisiera que me analizaran la personalidad, ya habría ido a un psicólogo.

Él movió los labios ligeramente, sin que Annie pudiera adivinar si estaba irritado o divertido por su respuesta. De una forma u otra, lo único que quería dejarle claro era que no iba a aguantar tonterías, de él ni de ningún otro hombre.

– ¿Por qué iba a pagar a un psicólogo cuando yo puedo hacerlo gratis? -le dijo mientras la miraba con fingida atención-. Veamos si acierto… Es testaruda y obstinada, cree que siempre está en posesión de la verdad y trabaja muy duro.

No podía aguantar más sus comentarios, estaban sacándola de quicio.

– ¡Eso lo será su padre! -le espetó.

Él reaccionó con una gran sonrisa. Toda su cara se iluminó. Tenía unos dientes perfectos y blancos, realmente impresionantes.

– No tenía ni idea de que lo conociera -dijo él.

Annie se dio cuenta de que se acercaba a una zona de alto riesgo. Estaba sucediendo algo que debía evitar a toda costa. Le gustaba ese hombre, parecía una buena persona. Algo aún más peligroso que su innegable atractivo sexual. Se había hecho cargo de la situación con naturalidad, con esa actitud un poco machista que tienen muchos hombres. No le pasó desapercibido su musculoso torso, imposible de esconder bajo su polo. La manera en la que estaba colocado frente a ella, con una rodilla en el suelo, le recordó la imagen de un caballero medieval esperando a que su amada le entregara un pañuelo en prenda antes de partir hacia la batalla.

Sacudió la cabeza, intentando controlar su alocada imaginación y enfadada consigo misma por dejarse llevar tan fácilmente por ella. Sentía que se estaba portando como una niña. Durante su infancia, había sustituido la realidad que la rodeaba por una fantasía en la que ella era una princesa perdida. Pero eso era sólo un sueño infantil en el que no podía volver a caer. Demasiada fantasía sólo la haría perder el sentido de la realidad y caer en una zona de peligro. Al fin y al cabo, era una mujer adulta y estaba a punto de ser madre. Había llegado la hora de abandonar todos los sueños. La vida era muy dura y tenía que ser fuerte para sobrevivir.

Aun así, iba a tenerlo difícil con un hombre tan atractivo y elegante frente a ella. Llevaba un polo azul, unos pantalones vaqueros de última moda y una chaqueta de ante. Todo le sentaba de maravilla y dejaba adivinar la perfección de su anatomía. Su porte contrastaba con su verde uniforme de camarera como la noche y el día. También dejaba claro, de un solo vistazo, su muy distinta situación económica y social. Él tenía todo el aspecto de comprar en las mejores tiendas de ropa. Ella, en cambio, parecía llevar años sin ir de compras. Lo menos parecido a una princesa de verdad.

Apartó la mirada de él, consciente de pronto de que estaban solos en la habitación. No se sentía cómoda y, además, tenía que volver al trabajo. No podía permitirse perder el empleo. Sabía que.no encontraría a mucha gente dispuesta a contratar a una mujer embarazada de siete meses.

– ¿Puedo irme ya? -le preguntó.

– Pues no, no puede -le contestó él con voz serena-. Aún está pálida y no me gusta nada su pulso.

– Hay algunas cosas de usted que tampoco me gustan, pero tengo la suficiente educación como para no nombrarlas -le replicó Annie.

– Imposible -contestó él con un gesto divertido.

– ¿El qué es imposible? -preguntó ella algo nerviosa.

– Que haya algo que no le guste de mí -explicó con una sonrisa fulminante-. Soy un tipo estupendo, todo el mundo lo dice.

Era lo último que le faltaba a Annie. No sólo era guapísimo y elegante, sino que además era popular.

– Pues no sé a quién habrá encargado esa encuesta, pero no todo el mundo opinaría igual, señor -dijo ella con algo de fanfarronería típicamente texana.

– Doctor -la corrigió él algo sorprendido.

– ¿Doctor qué?

– Doctor Allman. Pero tú puedes llamarme Matt Allman.

Annie sacudió la cabeza. Estaba empezando a ser molesto y tenía que saber lo que pensaba de él. No sabía si estaba intentando reírse de ella. Creía que no, pero estaba claro que estaba disfrutando tomándole el pelo. Era como si se sintiese atraído por ella. Pero Annie descartó rápidamente esa idea de su cabeza. No creía que ningún hombre como él se pudiera sentir atraído por una mujer embarazada de otro y vestida de camarera. Tendría que controlar mejor su fantasiosa imaginación.

– Me tenía que haber imaginado que era un Allman. Ahora lo entiendo todo.

– ¿El qué?

Annie se sonrojó, sin saber qué contestar. Los Allman eran una de las familias fundadoras del pueblo. Pero recordaba que cuando era pequeña y vivía allí, esa familia no tenía muy buena reputación. Se les consideraba casi como forajidos, aunque lo más seguro fuera que se hubiera tratado sólo de los cotilleos malintencionados de algunas gentes. El caso era que siempre había considerado que esa familia era de algún modo peligrosa.

– Explica el hecho de que tenga más aspecto de rebelde sin causa que de médico.

– ¿Rebelde? -repitió él saboreando la palabra y entrecerrando los ojos-. Me gusta la idea.

– Claro que le gusta. Es un Allman.

Él se quedó pensando. La miraba como si estuviera intentando formarse una opinión sobre ella. Annie le sostuvo la mirada, decidida a no ceder en nada. Pero por dentro estaba hecha un flan y se preguntaba qué pensaría de ella. Seguramente que era una camarera bocazas y no muy agradecida por lo que estaba haciendo por ella. O quizá que era una pesada. O, peor aún, una desheredada con el pelo enmarañado.