El Elixir del amor

El elixir del amor (2008)

Título Original: Doing Ireland! (2007)

Serie: 2º Multiserie “Lujuria en viaje”

Capítulo 1

El barco se deslizaba por un mar picado, de aguas grises, salpicando el rostro de Claire O'Connor con un delicado rocío. Claire se apartó un mechón de pelo de los ojos y fijó la mirada en una isla que en la distancia parecía poco más que una protuberancia neblinosa sobre el mar.

La isla de Trall. Había salido de Chicago veinticuatro horas atrás, estaba a punto de llegar a su destino y comenzaba a darse cuenta de que aquélla era una misión imposible.

– Debo de estar loca -musitó para sí.

– ¿Qué ocurre, muchacha?

Claire miró hacia Billy Boyle, el capitán del barco correo y forzó una sonrisa.

– Nada -respondió.

– Si te metes dentro, te mojarás menos.

– Estoy bien aquí -respondió Claire.

Quizá el frío y la humedad fueran exactamente lo que necesitaba para sacudirse aquella sensación. Habían pasado tantas cosas durante los últimos dos días que apenas había tenido tiempo de pensar. Se había quedado sin novio, sin trabajo y sin casa en sólo seis horas. Por eso había emprendido la búsqueda de las tres cosas en un acto de desesperación, un acto que la estaba llevando a una isla diminuta de la costa oeste de Irlanda.

– No suelen viajar muchas personas solas a Trall -dijo el capitán Billy-. Casi siempre llevamos a parejas. Es un destino muy romántico, ¿sabe?

Su abuela, Orla O'Connor, le había hablado de aquella isla y de su leyenda, pero Claire quería oírla de los labios de alguien más joven.

– ¿Y eso por qué? -preguntó.

– Las parejas vienen esperando encontrar el manantial del Druida. Sale en todas las guías turísticas. Se dice que, si una pareja bebe de sus aguas, permanecerá unida de por vida. Pero si quiere saber mi opinión, creo que son tonterías.

– ¿Usted sabe dónde está ese manantial?

– No, y debería haberlo buscado. He tenido tres esposas y ahora mismo no cuento con ninguna de ellas para calentarme la cama.

Claire volvió a prestar atención a la isla. Ella imaginaba que la situación del manantial aparecería indicada en todas las carreteras de la isla, que quizá incluso hasta hubiera un centro turístico. ¡Su abuela no le había dicho nada de que hubiera que buscarlo!

– ¿Y alguien a quien usted conozca sabe dónde está?

El capitán Billy pareció pensarse la respuesta y después se encogió de hombros.

– Supongo que Sorcha Mulroony debería saberlo. Es una sacerdotisa druida. Sí, así es como se llama a sí misma. La verdad es que yo creo que está un poco chiflada. Pero le gusta considerarse la guardiana de la magia de la isla. Puede preguntárselo a ella, pero le cobrará un buen precio por sus servicios.

– ¿Sus servicios?

– Adivinaciones, conjuros, hechizos, hace de todo. Yo compré una maldición el año pasado. Me costó cincuenta euros. Había un estúpido de Dingle que estaba intentando conseguir el contrato del barco de correo ofreciendo un precio más bajo que el mío, Sorcha maldijo su barco y se hundió en el puerto al día siguiente.

– ¿Y no se le ha ocurrido pensar que a lo mejor hizo un agujero en el casco y que por eso se hundió?

– No me importa lo que hiciera. El caso es que ese imbécil no se está encargando de llevar el correo a Trall, ¿no?

– Supongo que tiene razón -contestó Claire con una sonrisa. Se arrebujó en la cazadora de pana mientras veía cómo iba creciendo poco a poco la isla en el horizonte-. ¿Y puede recomendarme algún alojamiento en Trall?

– En la parle norte del pueblo hay una posada muy agradable. Se llama Ivybrook. En esta época del año seguro que tiene habitaciones vacías. La lleva Will Donovan. Su familia ha vivido durante generaciones y generaciones en la isla. Y él es un hombre famoso.

– ¿Famoso? ¿Famoso por qué?

– En Trall no nos gusta chismorrear sobre nuestros vecinos -Billy frunció el ceño-. Aunque quizá esto no sea chismorrear. Hace unos cuantos años, fue elegido el soltero más codiciado de Irlanda. Publicaron una fotografía suya en una revista.

– Interesante -comentó Claire.

– Su bisabuelo montó la posada. En aquella época era una mansión en la que venían a veranear británicos de dinero. Will dejó la isla para ir a estudiar a la universidad y pensamos que no lo volveríamos a ver. Pero hace tres años, regresó a Trall. Sus padres, Mick y Maeve Donovan, querían estar cerca de su hija y de sus nietos, así que se mudaron a Dublín. Y a Will parece gustarle la vida en la isla.

– A lo mejor debería haber llamado para reservar habitación.

– Hace tres días que no traigo turistas a la isla -dijo el capitán-, así que no creo que tenga ningún problema. Aunque a finales de semana, vendrá más gente para la celebración de Samhain.

– Para entonces va me habré ido -contestó Claire-. Sólo pretendo quedarme un par de noches como mucho.

– Si no encuentra a Will en la posada, hay una llave en un macetero, al lado de la puerta.

– Si todo el mundo sabe dónde está esa llave, ¿por qué cierra con llave?

– Por culpa de Dickie O'Malley. Se ha comprado una granja en el sur del pueblo y no tiene agua caliente. Así que se dedica a ir buscando lugares en los que pueda darse un baño caliente y lo deja lodo hecho un desastre. Además, antes de marcharse, procura beberse hasta la última gola de whisky que encuentra. Supongo que podría decirse que ésa es su tarjeta de visita. Y esto tampoco es un cotilleo, muchacha, sólo es un hecho.

Hicieron el resto del viaje en silencio. Claire sentada en la popa del barco, intentando distinguir detalles de la isla a medida que se acercaban. De pronto, sus razones para ir a Trall le parecían ridículas. Se había desplazado hasta allí con el fin de encontrar el manantial que le devolviera el amor de su novio.

La secuencia de acontecimientos que la habían llevado hasta Irlanda había quedado grabada de manera indeleble en su cerebro. El día anterior, se había levantando pensando que era un día como cualquier otro. Eric se había ido temprano a la oficina y, en vez de irse con él. Claire había decidido dormir un poco más e ir en tren. Pero a los pocos segundos de levantarse, había encontrado una nota en el espejo del cuarto de baño.


Lo nuestro ha terminado, lo siento. Adiós.


Eric había estado un tanto taciturno durante el mes anterior, pero Claire pensaba que era porque estaba a punto de hacerle una propuesta de matrimonio, no de dar por terminada su relación, y menos después de haber encontrado un recibo de uno de los mejores joyeros de Chicago por valor de nueve mil dólares.

Se había vestido rápidamente, decidida a hablar con él en cuanto llegara a la oficina. Llevaban cuatro años trabajando en la misma agencia de publicidad y hacía tres que estaban juntos. Lo de la ruptura no podía ir en serio, se había dicho.

Pero al llegar al trabajo, se había encontrado un caos en la oficina. Al parecer, habían llamado a primera hora de la mañana para decir que una agencia de publicidad mayor había comprado la empresa, la mitad de los empleados se quedarían sin trabajo. No habían tardado en pedirle que se acercara al despacho del director creativo, donde la habían despedido oficialmente. Había sido entonces cuando se había enterado de que Eric había firmado la renuncia el día anterior. No quedaba un solo objeto personal en su despacho y nadie sabía dónde estaba.

Y cuando ya pensaba que las cosas no podían ir peor, al llegar a casa había encontrado un sobre en la puerta de su apartamento. En el interior había una carta en la que le comunicaban que iban a reformar el edificio y poner los pisos en venta y le ofrecían comprarlo a un precio inasequible para una publicista en paro.

Claire siempre había planificado minuciosamente su vida: había encontrado al hombre que creía perfecto para ella, tenía trabajo en la mejor agencia de publicidad de la ciudad y vivía en un apartamento situado en uno de los barrios más modernos de Chicago. Cuidaba su dieta y hacía ejercicio religiosamente cuatro días a la semana. Incluso realizaba trabajo voluntario en una escuela un día a la semana. ¿Cómo era posible entonces que su vida hubiera llegado al lamentable estado en el que se encontraba en tan poco tiempo?

«Las desgracias nunca vienen solas», le había dicho su abuela, y le había ofrecido la que parecía una solución sencilla. Lo primero que tenía que hacer era recuperar el amor de su novio. El resto iría resolviéndose poco a poco. Y cuando Claire le había preguntado por la manera de hacerlo. Orla ya tenía la respuesta: un viaje a la isla de Trall resolvería sus problemas.

– Y aquí estoy -musitó para sí.

El capitán maniobró con destreza en un muelle vacío. Cuando chocó contra los pilotes de madera, saltó del barco y aseguró las cuerdas. A continuación, ayudó a Claire a sallar al muelle. Unos segundos después. Claire tenía el equipaje a sus pies.

– El barco sale el lunes y el viernes a las doce. Puede regresar conmigo o hacerlo en el ferry, que hace tres viajes al día.

– ¿Por dónde se va a la posada? -le preguntó Claire.

– Está a una milla de aquí por la carretera -le indicó Billy, señalando hacia el norte. Alzó la mirada hacia el cielo-. Y será mejor que se dé prisa. Parece que va a llover.

– ¿No encontraré ningún taxi?

En aquella ocasión. Billy miró el reloj.

– Bueno, cuando se espera que llegue algún huésped, suele haber taxis esperando. Pero usted no ha anunciado su llegada, ¿verdad? Dougal Fraser es el taxista de la isla, pero ya son casi las cuatro. Me temo que a estas alturas se estará tomando la segunda pinta en el pub. El pub está justo allí, se llama Jolly Farmer.

– ¿Y no podría llevarme usted?

– No. no. no. Eso sería meterme en el terreno de Dougal y a él no le haría ninguna gracia. Además, yo siempre dejo el coche en la península. En esta isla no hay ningún lugar a donde ir.

– ¿Entonces tengo que recorrer una milla con el equipaje?

– Oh, estoy seguro de que en seguida aparecerá alguien y se ofrecerá a llevarla. Lo único que tiene que hacer es hacer algún gesto cuando vea pasar un coche. Vamos, le enseñaré el camino -se acercaron hasta el final del muelle y Billy señaló una casa blanca situada en una esquina de una calle empedrada-. Vaya por allí recto y pregunte por Dougal en el pub. Y corra, no se vaya a mojar.

La que en un principio era solamente una lluvia ligera comenzó a hacerse más fuerte cuando Claire llegó a la puerta del pub. Una vez allí, se secó los ojos y entró. Tardó algunos segundos en acostumbrarse a la penumbra del interior, pero cuando lo hizo, vio a un camarero y a dos clientes mirándola con curiosidad.

– Estoy buscando a Dougal Fraser -les explicó Claire.


Will Donovan echó otro montón de turba en la chimenea del salón de la posada y fijó la mirada en las llamas. La turba prendió, enviando una bienvenida ráfaga de calor al salón.

– Ponme otro whisky -musitó Sorcha, mirándole fijamente a través de su melena cobriza.

Will miró por encima del hombro y la vio acurrucada en el sofá, alargando hacia él un vaso de cristal y curvando los labios en una sonrisa que conocía demasiado bien. Era la misma sonrisa que había utilizado con gran éxito con muchos hombres: conseguía hechizarlos hasta dejarlos absolutamente indefensos ante sus encantos, Will ya se había convertido en su presa cuando había vuelto a la isla, tres años atrás. Durante aquel verano, se había entregado a una breve, pero apasionada aventura con Sorcha.

Aunque tras seis tempestuosos meses de relación, habían llegado a la conclusión de que eran mejores amigos que amantes. Sin embargo, hasta el año anterior, Sorcha continuaba estando convencida de que Will era el único hombre posible para ella. Incluso había utilizado todos sus poderes de druida para intentar convertir su vida en un infierno. De hecho, todavía pendían sobre Will dos de sus maldiciones.

– ¿Por qué voy a tener que servirte un whisky? -preguntó Will mientras se sentaba en una butaca, en frente del sofá.

– Porque tú eres el anfitrión y yo la invitada.

– Te has invitado tú misma a cenar -le recordó Will.

– Por favor, ponme un whisky -lloriqueó Sorcha-, o te lanzaré una maldición.

Will agarró el vaso y se acercó a la mesita sobre la que tenía la licorera. Sirvió un par de dedos de whisky y regresó al sofá. Pero cuando Sorcha alargó la mano hacia el vaso, él lo apartó.

– Te daré el whisky si me haces un favor a cambio.

Sorcha se apartó el pelo de los ojos.

– Esto parece interesante. ¿Qué ha pasado? ¿Hace demasiado tiempo que no estás con nadie?

– No vamos a volver por ahí, Sorcha. Ya lo probamos y la cosa no funcionó.