Nancy sonrió.
– Creo que entre todos estamos confundiéndote y, desde luego, no era eso lo que pretendíamos. Es sólo que se nos ha ocurrido un nuevo plan que pensamos que podría funcionar y ser lo mejor para ti.
Dean se aclaró la garganta.
– Cuando Emmett nos habló de la promesa que le había hecho a Ryan, pensamos que su ofrecimiento llegaba en el momento ideal. Es una oportunidad para que conquistes un grado de autonomía mayor que el que conseguirías trasladándote a nuestra casa. Ya sabes que tu psicóloga no estaba segura de que fuera una buena idea.
Linda tragó saliva. Ella ya sabía que la psicóloga desconfiaba de que aquélla fuera la mejor opción.
– ¿Creéis que no debería irme a vivir con vosotros?-musitó.
– No, no, Linda. Nosotros queremos estar a tu lado -se precipitó a aclarar Nancy-. Lo que estamos proponiéndote es que te quedes en la casa para invitados que tenemos detrás de la piscina. Tiene tres dormitorios, un baño y una cocina. Allí tendrás oportunidad de cuidar de ti misma. De hacer la compra, cocinar… Emmett podría quedarse en uno de esos dormitorios para apoyarte durante algún tiempo.
Linda se frotó la frente. Los cambios la descolocaban. Adaptarse a situaciones y a ideas nuevas era una de las habilidades en las que se suponía que tenía que trabajar cuando iniciara su nueva vida.
Bajó la mirada hacia las fotografías que tenía sobre el regazo. Eran de una docena de niños. Estaba tan desconcertada que tardó varios segundos en darse cuenta de lo que estaba viendo. Ricky. Por supuesto, era Ricky, su hijo.
Dean debió de advertir el rumbo que estaban tomando sus pensamientos.
– Mientras estés allí, él puede continuar con nosotros e ir a verte con toda la frecuencia que quiera, por supuesto. De esa manera podrá disfrutar de lo mejor de ambos mundos.
«Lo mejor de ambos mundos». Aquella frase la impactó. «Lo mejor de ambos mundos. Lo mejor».
Lo mejor de irse a vivir a la casa de invitados, la parte más tentadora, era que le permitiría conservar cierta distancia del mayor de sus miedos. Podría pasar más tiempo, pensó, avergonzada y aliviada al mismo tiempo, sin ejercer el papel de madre de Ricky.
Hoy es viernes, día ocho de mayo. Tienes que moverte. Ahora vives en la casa de invitados de los Armstrong. El baño está cruzando el pasillo. Tienes que levantarte, ducharte y vestirte.
Aquellas frases aliviaron la ansiedad de despertarse en una cama y una habitación desconocidas. Más relajada, observó los rayos de sol acariciando el papel amarillo y violeta de las paredes. Había llevado sus cosas a esa habitación la tarde anterior y después, agotada por el ejercicio y por el cambio de escenario, se había puesto el pijama, se había tumbado en la cama y se había quedado completamente dormida.
Le sonó el estómago, recordándole que no había comido nada desde el almuerzo del día anterior. Pero la comida tendría que esperar. Si era por la mañana, lo primero era ducharse y vestirse.
Le resultaba más fácil seguir las instrucciones de su libreta. La improvisación podía conducirla al desastre, como había ocurrido las veces que había olvidado vestirse antes de ir a una cita. Se había presentado en una reunión con uno de los abogados de Ryan en pijama. Afortunadamente, la reunión se celebraba en una de las salas del centro de rehabilitación y no en un despacho de abogados de San Antonio.
Se levantó de la cama y advirtió entonces que llevaba el mismo pijama. Lo había elegido Nancy, al igual que la mayor parte de su guardarropa. Era de algodón, de color salmón claro. Los pantalones eran muy cortos y la parte de arriba no tenía mangas. Hizo una mueca al verse en el espejo que había en uno de los extremos de la habitación. Todavía estaba demasiado delgada y aquel pijama tan infantil la hacía parecer una niña de doce años, en vez de mostrar sus treinta y tres años.
El estómago volvió a sonarle.
«Ducharse, vestirse», se recordó otra vez. Y el cuarto de baño estaba enfrente, cruzando el pasillo.
Pero justo cuando empujó la puerta del dormitorio, se abrió la del cuarto de baño. Y apareció un hombre frente a ella.
Linda se quedó boquiabierta, pero no salió un solo sonido de sus labios. Era un hombre alto y estaba desnudo. Sólo llevaba una toalla alrededor de la cintura. Tras él, escapaba el vapor del cuarto de baño, dándole el aspecto de un genio erótico.
Cuando ya era demasiado tarde, Linda cruzó los brazos sobre el pijama que apenas ocultaba sus senos. Y no porque Emmett se los estuviera mirando. No, él se limitaba a observar su rostro, completamente quieto, como si ella fuera un animal salvaje y estuviera intentando no asustarla.
– Buenos días -le dijo suavemente-, pensaba que todavía estabas dormida.
Linda retrocedió un paso.
– Soy Emmett, ¿te acuerdas?-añadió él.
– Claro que me acuerdo -bufó, dando otro paso hacia el dormitorio y cerrando la puerta de un portazo.
Recordaba quién era, sí. Pero en la confusión del momento se había olvidado de algo más. Alargó la mano hacia el bolígrafo y la libreta y se sentó en el borde del colchón. Allí, tachó algunas de las frases que había escrito y escribió otras nuevas.
Ahora vives en la casa de invitados de los Armstrong CON EMMETT JAMISON. El baño está cruzando el pasillo. ¡Y ES POSIBLE QUE ÉL LLEGUE AL CUARTO DE BAÑO ANTES QUE TÚ! Es por la mañana, hay que levantarse, ducharse y vestirse. ¡Y NO TE OLVIDES DE PONERTE UNA BATA!
Durante la ducha tuvo tiempo de asimilar el hecho de que tenía un compañero de piso. El pequeño cuarto de baño retenía su fragancia, lo que no le resultó desagradable. Y se alegró de ver que no había cambiado el orden de los diferentes productos higiénicos que había colocado en la ventana la noche anterior.
Después de ajustar la presión de la ducha, abrió el bote de champú y el del acondicionador. A medida que iba utilizando cada uno de ellos, lo cerraba para asegurarse de no salir de la ducha con la cabeza llena de espuma, como había hecho una o dos veces antes.
Aquel pequeño ritual le permitió dejar de pensar en Emmett otra vez. Él iba a ser como su red de seguridad durante el tiempo que estuviera allí. Si se caía, se suponía que tenía que atraparla antes de que llegara al suelo. Por ese motivo, Linda le había dado permiso para hablar con su psicóloga sobre lo que se esperaba al final de aquel periodo de transición.
No tenía que mirar a Emmett como a un hombre; debía considerarlo una herramienta. Una herramienta increíblemente sexy cuando estaba semidesnudo, pero una herramienta al fin y al cabo.
Por su parte, él no parecía ser consciente en absoluto de su feminidad, lo que permitía que las cosas fueran más sencillas y le facilitaba ignorar el hecho de que estaba viviendo con un espécimen masculino tan atractivo. Y también le resultó más fácil enfrentarse a Emmett cuando se reunió con él en la cocina después de haber salido de la ducha y haberse puesto unos vaqueros, una camiseta y unos zapatos.
– ¿Quieres un café?-le ofreció Emmett.
Estaba sentado al lado del mostrador, con la cafetera en la mano.
Un electrodoméstico más, pensó Linda, reprimiendo una sonrisa.
Tomó la taza que Emmett le tendió y murmuró las gracias. Después, ambos se sentaron a la mesa de la cocina. Emmett tomó una parte del periódico al tiempo que le acercaba el frutero.
Linda tomó un plátano mientras él comenzaba la lectura. Sí, era como una máquina expendedora, se dijo; ofrecía café y fruta en los momentos oportunos. Podría llegar a acostumbrarse a eso.
Pero entonces se le ocurrió pensar que en realidad estaba ya acostumbrada a eso. Una de las razones por las que se suponía que tenía que vivir de forma independiente era que tenía que aprender a valerse por sí misma. Con esa finalidad, se levantó y tomó la taza de Emmett para volver a llenársela.
– Gracias -musitó él.
Ninguno de los electrodomésticos que había visto Linda hasta entonces tenía unos ojos tan verdes. Ni unas pestañas tan negras y aterciopeladas, y tan oscuras como su pelo. Sin pensar, alargó la mano hacia su pelo y se lo acarició.
Emmett se quedó helado.
Linda apartó la mano con el rostro rojo como la grana.
– Lo siento, lo siento mucho.
– No te preocupes, no pasa nada -Emmett pasó la página del periódico.
Parecía repentinamente fascinado por un anuncio de una tienda de sábanas.
– Sólo quería sentir tu pelo -dijo, intentando explicar los motivos de su acción. Se sonrojó todavía más-. Quiero decir, yo…
– No te preocupes -repitió Emmett con calma.
Probablemente, en el centro de rehabilitación le habrían indicado que, a veces, las personas con lesiones cerebrales hacían determinadas cosas porque sus lesiones les impedían controlar sus impulsos. Linda había oído hablar de ello y había sido testigo de que les ocurría a muchos pacientes. Pero hasta entonces, ella nunca había mostrado aquel síntoma en particular.
Se sentó de nuevo, deseando poder olvidar aquella bochornosa escena. No era para tanto, se dijo. Y menos cuando Emmett sólo estaba allí para ayudarla. Aquel hombre había renunciado a su tiempo para vivir con ella.
¿Y por qué?, se preguntó de pronto. Debería habérselo preguntado antes, comprendió. Pero las personas con ese tipo de lesiones vivían normalmente concentradas en sí mismas. Mientras luchaban para recuperar las capacidades perdidas, concentraban en sí mismas toda su energía. Y el día que Emmett se había ofrecido a quedarse en su casa, ni siquiera se había planteado qué podía significar aquella situación para él.
– ¿Emmett?
Emmett alzó la mirada.
– ¿Por qué estás aquí?
– ¿No lo recuerdas?
– Nunca me lo has dicho. Mencionaste una promesa, dos promesas en realidad, pero no dijiste por qué las habías hecho.
Emmett rodeó con la mano la taza de café y bebió.
– Ryan no sólo era un pariente lejano para mí. Llegamos a estar muy unidos durante los últimos meses de su vida. Cuando me hizo prometerle que te ayudaría, no pude decirle que no.
Linda frunció el ceño. Había algo más, estaba segura.
– ¿Eres de esta zona?
– No, no llevo mucho tiempo viviendo en Texas. Mi última dirección fija estaba en Sacramento, California. Dependo del departamento del FBI de aquella zona, pero llevo varios meses de permiso.
En su anterior vida, Linda también había trabajado para el FBI. Era una parte de su confuso pasado y otra de las piezas que estaba intentando integrar en su nueva identidad. Pero por distantes que fueran aquellos recuerdos, no creía que fuera habitual que un agente llevara tantos meses de permiso.
– ¿Por qué te eligió Ryan para hacerle esa promesa? ¿Y por qué no podías decirle que no?
– No sé por qué me eligió a mí, pero la razón por la que no podía decirle que no es que mi hermano le hizo pasar por un infierno durante los últimos meses de su vida. El hombre conocido como Jason Wilkes, que mató a cuatro personas y secuestró a Lily Fortune en febrero, es mi hermano.
Pero la fría expresión de sus ojos y la ligera ronquera de su voz le dijeron a Linda mucho más. Más incluso de lo que quería saber. Aquello le dejó claro que no era una máquina lo que tenía frente a ella. No, no podría ignorarlo con tanta facilidad. Durante las cuatro semanas siguientes iba a compartir la casa con un hombre de carne y hueso.
Emmett sabía que tenía que ser delicado con Linda, pero había habido dos ocasiones durante aquella mañana en las que la había sobresaltado. La primera había sido al salir del cuarto de baño y, la segunda, cuando le había hablado de Jason.
Y todavía estaba intentando disculparse por ello cuando la llevó al supermercado.
– Mira, siento haberte soltado tan bruscamente esa información sobre mi hermano.
Linda hizo un gesto, restándole importancia, mientras anotaba un nuevo producto en la lista que tenía en el regazo.
– No te preocupes. Me enteré de lo de Lily, por supuesto, y había oído hablar de los otros crímenes. Lo que no sabía era la relación que tenía Jason contigo.
– Lo siento -volvió a decir él.
– ¿Quieres dejar de disculparte? No soy una frágil florecilla, Emmett, a la que tengas que proteger del viento y del sol. Se supone que tengo que acostumbrarme a lo que es el mundo, ¿recuerdas?
Pero, maldita fuera, el mundo estaba lleno de florecillas frágiles y de fuerzas mortales dispuestas a acabar con ellas. Aun así, Linda podía ser tan frágil como cabezota. Una vez en el supermercado, insistió en llevar ella el carro.
– Esto puedo hacerlo yo sola -le dijo-. Tú hazme el favor de guardar un poco las distancias.
De modo que Emmett la siguió sin perder en ningún momento de vista los vaqueros azules y la melena rubia que flotaba por su espalda. Estaba delgada, pensó, pero con unos cuantos kilos en los lugares indicados tendría un tipo perfecto. Y a pesar de su delgadez, tenía unos senos turgentes. Los había vislumbrado bajo la tela transparente de ese pijama tan infantil que llevaba aquella mañana, y se había sentido culpable inmediatamente.
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