Pero aquel joven reponedor que estaba cerca de ella, en el pasillo de los cereales, no parecía sufrir los mismos problemas de conciencia. Al ver que recorría a Linda de pies a cabeza con la mirada, ignoró la advertencia de ella y se acercó rápidamente.
– ¿Va todo bien, cariño?-preguntó, al tiempo que posaba la mano en su hombro y le dirigía al tipo una mirada de advertencia.
– ¿Qué?-preguntó Linda sobresaltada.
– ¿Va todo bien?
– Sí, claro… ¿qué ocurre?-un ligero rubor cubrió sus mejillas.
Emmett sonrió al ver que el joven entendía la indirecta y continuaba con su trabajo.
– Nada, salvo que ese tipo te estaba devorando con la mirada hace unos segundos.
Linda desvió la mirada hacia el muchacho y después volvió a mirarlo a él.
– Imposible, tengo edad suficiente para ser su madre.
Emmett soltó una carcajada y no pudo evitar acariciarle el brazo.
– Ni de lejos.
No había nada que no resultara absolutamente juvenil en aquella boca dulce, en su brillante melena o en aquellos senos que escondía bajo la camiseta. Emmett dejó caer la mano y maldijo en silencio. Se suponía que tenía que proteger a Linda, no comportarse como un viejo verde.
– Adelante, continúa con tus compras.
Linda lo miró con los ojos abiertos como platos y reanudó su trabajo. Emmett se mantenía a distancia mientras ella paseaba por la sección de las sopas y el pan.
Y Linda llevaba ya varios minutos frente a los expositores del pan cuando Emmett se dio cuenta de que, en realidad, no había metido nada en el carro. Nada. Ni uno solo de los productos de las estanterías por las que había pasado. En ese mismo instante, Linda comenzó a empujar el carro otra vez y avanzó a grandes zancadas hasta llegar a las puertas del supermercado. En su precipitación, la lista de la compra salió volando en el momento en el que abandonó el supermercado. Emmett la recogió, salió corriendo tras Linda y la alcanzó en el momento en el que estaba dejando el carro junto a los demás.
– ¿Linda?
Linda se volvió y se quedó mirándolo fijamente, como si fuera la primera vez que lo veía. En sus enormes ojos, Emmett distinguió el velo inconfundible de las lágrimas.
– ¿Estás bien?
Qué pregunta tan estúpida. Claro que no estaba bien. Parecía asustada y él no sabía qué hacer para ayudarla. Sin saber qué hacer, le tendió la lista de la compra.
– Se te ha caído esto.
Linda la tomó.
– Hay tantas cosas que decidir…-susurró, con la mirada fija en ella-. Escribo «cereales», pero los hay de tantas marcas y de tantas clases que no soy capaz de decidir la caja que quiero. Y el pan igual: pan blanco, pan con mantequilla, pan con cereales…-se le quebró la voz y una lágrima comenzó a deslizarse por su mejilla.
Lo estaba matando.
– No pasa nada. Lo conseguiremos -debería haberla llevado a una tienda más pequeña, pensó-. Iremos a casa y resolveremos la cuestión de la compra más tarde.
– No -Linda se enderezó y levantó la barbilla-. No, puedo hacerlo.
E, inmediatamente, regresó al interior del supermercado.
En aquella ocasión, Emmett permaneció a su lado, llevando el carrito y limitando sus elecciones a uno o dos productos cuando la veía confundida. Volvieron al coche treinta y cinco minutos después, ambos exhaustos.
Pero aun así, ella lo ayudó a cargar las bolsas en el coche. Después, cuando Emmett se acercó a abrirle la puerta de pasajeros, la oyó suspirar con cansancio, al tiempo que esbozaba una sonrisa.
– ¿Qué? Estás orgullosa de ti misma, ¿eh?
Linda asintió, ensanchando su sonrisa.
– Ya sé que puede parecerte una pequeñez, pero…
Emmett le cubrió la boca con la mano.
– Sé que no es ninguna pequeñez.
Sintió el movimiento de sus labios contra sus dedos e inmediatamente pensó en el pijama. Retrocedió rápidamente.
– ¿Has dicho algo?
– He dicho gracias.
Linda dio un paso hacia él y, como si fuera la cosa más natural del mundo, lo abrazó.
Fue un gesto de inocente gratitud por parte de Linda, pero cuando Emmett respiró la fragancia de su pelo, cuando sintió el latido de su corazón contra su pecho, fue otro sentimiento, y no el instinto de protegerla, lo que despertó en su interior.
Era deseo, lo que iba a complicar todavía más las cosas.
Capítulo 3
El primer día de vida independiente de Linda incluyó muchas mas dependencias de las que imaginaba. Pero Emmett había contribuido a que su primera experiencia en un supermercado se convirtiera en un éxito. Después de descargar la compra, de un almuerzo ligero y una merecida siesta, Linda decidió que el éxito de aquella mañana le daba valor para dar un paso hacia uno de los aspectos más difíciles de su vida.
Ya era hora de que comenzara a comportarse como una madre.
Encontró a Emmett en la habitación de invitados, tensando la cinta de una máquina de ejercicios que había en una esquina. También tenía a su alrededor una pirámide de pesas, tres pelotas de diferente tamaño y una colchoneta.
– ¿Qué es todo esto?-le preguntó.
– Me gusta hacer ejercicio. Y tú también necesitas hacerlo. A Nancy y a Dean les ha parecido bien convertir una de las habitaciones en un gimnasio.
– Yo antes estaba orgullosa de mi buena forma física -recordó Linda, mirándose en las puertas de espejo del armario con el ceño fruncido-, pero me he convertido en una chica de complexión delgada y he dejado de ser una mujer atlética.
– Para tu información, ahora se llevan las mujeres muy delgadas. Pero la cinta mecánica ya está casi lista si quieres hacer un poco de ejercicio.
– No, ahora no. He venido a pedirte otro favor.
– Para eso estoy aquí, Linda.
Pero se lo hubiera prometido a Ryan o no, a ella le resultaba incómoda aquella situación.
– Encontraré la forma de pagarte por lo que estás haciendo.
– Quizá se me ocurra algo.
Linda se quedó helada. Había percibido un matiz en su voz que le hizo pensar… Pero no, no estaba pensando en ella como mujer. ¿Cómo iba a verla como una mujer cuando no era capaz siquiera de elegir unos cereales sin echarse a llorar?
– Bueno, eh… hasta que llegue ese momento…-se había ruborizado por culpa del estúpido rumbo que habían tomado sus pensamientos-, he pensado que podrías llevarnos a Ricky y a mí al colegio. Y que hoy podría ir a buscarlo.
– Claro.
Emmett se enderezó y se quitó la camiseta. Linda retrocedió y se quedó mirando fijamente aquella exhibición de músculos.
– ¿Qué… qué estás haciendo?
– Cambiarme de camiseta. Ésta está llena de grasa.
– Ah, claro.
No tenía nada que decir, pero tampoco era capaz de desviar la mirada. Pensando en ello, era la segunda vez en diez años que veía a un hombre medio desnudo. Sintió que se ruborizaba mientras escapaba un suspiro silencioso de sus labios. Al parecer, al salir del centro de rehabilitación se había liberado también algo en su interior; por lo visto, sus hormonas no habían sufrido ningún daño durante aquellos diez años.
Emmett se detuvo a su lado antes de abandonar la habitación.
– ¿Te encuentras bien?
– Eh, sí, estoy bien.
Emmett alargó la mano y le dio unos golpecitos en la nariz con el dedo.
– Dame dos minutos.
Linda pasó los siguientes dos minutos diciéndose que era perfectamente normal experimentar deseo. Era algo bueno, otra señal de mejora, otro dato que indicaba que, en un futuro, podría ser una mujer completa. Lo cual incluía algo más importante: el ser una madre.
Madre. Le bastó pensar en aquella palabra para que sus hormonas se evaporaran. Aun así, consiguió seguir a Emmett hasta el coche e intentó parecer serena cuando aparcaron cerca del colegio.
Miró el reloj y se humedeció los labios.
– Hemos llegado demasiado pronto.
– No importa, esperaremos.
Pero esperar la ponía nerviosa. Para distraerse, se dedicó a observar a las otras madres que esperaban tras los volantes de sus coches. Todas parecían estar haciendo tres cosas a la vez: hablaban por el móvil, miraban sus agendas, bebían agua y le daban un juguete al bebé que llevaban en el asiento trasero. Casi todas llevaban el pelo corto o recogido.
– Quizá debería hacer algo con esto -comentó ella, pasándose la mano por la melena.
– Es precioso.
Linda se volvió hacia Emmett. Había olvidado que estaba allí.
– ¿Por qué me miras?
– Estoy mirando tu pelo, es precioso. Eres muy guapa.
Linda se ruborizó violentamente.
– Yo… no estaba buscando un cumplido.
– Pero es la verdad. He visto cómo mirabas a las otras mujeres y no es difícil adivinar lo que estabas pensando. Pero no necesitas preocuparte de no estar a su altura.
– Eres muy observador -replicó ella, sin estar muy segura de que le gustara.
– Me ha preparado mi tío Sam. Pero tú estás familiarizada con ese tipo de cosas, ¿no? Ryan me contó que trabajabas para el Departamento del Tesoro antes del accidente. Que estabas investigando los libros de contabilidad de Fortune TX y que fue así como conociste a Cameron Fortune, el padre de Ricky.
– Cameron Fortune -repitió el nombre y desvió la mirada-. Estoy segura de que tu tío Sam te dejó claro que no deberías involucrarte sentimentalmente con la persona que está siendo investigada. Y menos aún hacer algo tan estúpido como acostarte con ella.
– ¿Fue eso lo que ocurrió?
– No lo sé -se frotó la cara-. Eso fue lo que Ryan averiguó después del accidente. Pero cuando recuperé la conciencia, no fui capaz de añadir nada más a la historia. No recuerdo nada de lo ocurrido durante los meses en los que estuve investigando a Fortune TX. Me acuerdo del día en el que, a los veintiún años, recibí mi diploma y también de que desde allí fui a un curso de preparación. Y lo siguiente que recuerdo es el rostro de Nancy Armstrong. La miré a los ojos y le pedí un refresco de cola. Pero, entre el día del diploma y el refresco, no me acuerdo de nada.
– ¿Y tampoco de lo que sentías por Cameron?
– No.
– Supongo que entonces debe de resultarte difícil asimilar que eres madre.
– Pero lo soy.
Se oyó el timbre del colegio en la distancia. A su alrededor comenzaron a abrirse las puertas de los coches y a salir aquellas confiadas y eficaces madres. Linda tomó aire y alargó la mano hacia la manilla de la puerta.
– Ahora mismo vuelvo -le dijo a Emmett.
– Te acompañaré.
Una verdadera madre no habría necesitado su presencia, pero ella ni siquiera se molestó en protestar. Hundió las manos en los bolsillos y siguió a todas aquellas mujeres que se dirigían hacia las puertas del colegio.
En primer lugar salió un grupo de niños con capas de plástico amarillas y señales de stop.
– Es la patrulla de tráfico -le explicó Emmett.
¡La patrulla de tráfico! Por supuesto. E, inmediatamente, comenzaron a salir montones de niños. Algunos se dirigían hacia los autobuses escolares, otros corrían hasta sus madres y los demás se juntaban para cruzar la calle.
Linda no distinguía entre ellos a Ricky. Estudió los rostros que la rodeaban y se dirigió hacia las puertas.
– ¡Ricky!-oyó gritar a una voz aguda.
Giró, intentando seguir aquel sonido, pero el niño que lo había emitido se había perdido en aquel mar de cabezas.
Volvió a girar, diciéndose que encontraría a su hijo, que no tenía que dejarse llevar por el pánico, que también una persona que no hubiera sufrido lesión cerebral alguna estaría aturdida en medio de aquel griterío.
– ¡Grrrr!
Un ser que le llegaba a la altura de las rodillas y llevaba una horrible careta hecha con un plato se acercó a ella. Linda retrocedió instintivamente, chocando al hacerlo contra el sólido pecho de alguien.
Contra el pecho de Emmett. Emmett la sostuvo contra él agarrándola por la cintura.
– Esto es una selva, ¿eh?-le susurró suavemente al oído.
Aunque su cálido aliento le había erizado el vello de la nunca, Linda se relajó contra él. Al igual que había ocurrido en el supermercado, su presencia la tranquilizó.
– No veo a Ricky, ¿es posible que se nos haya perdido?
– No, claro que no -Emmett posó la mano en su hombro y la hizo volverse hacia un cruce-. ¿Ves esa señal de stop?
Y allí estaba Ricky, sujetando una de aquellas señales, con el rostro casi oculto bajo la visera amarilla de su gorra. Su hijo, Ricky: la estrella de la patrulla de tráfico.
O al menos así fue como lo vio ella, henchida de orgullo. Alzó la mirada hacia Emmett.
– Lo hace muy bien, ¿verdad?
– Es un auténtico prodigio.
Linda lo miró con los ojos entrecerrados.
– ¿Te estás riendo de mí?
– No, pero ha sido un comentario de lo más maternal.
Lo vieron ayudar a cruzar al último grupo de peatones y dirigirse después hacia el colegio con la señal de stop bajo el brazo. Linda fue consciente del instante en el que la vio.
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