– No hagáis caso de esas chismosas, majestad -trató de consolarla Nyssa creyendo que la reina estaba a punto de llorar. Como toda respuesta, lady Ana estalló en ruidosas carcajadas.

– Foy a contarte un secreto, Nyssa -dijo cuando recuperó la compostura-. Si no puedes esconder una secreto di mí ahora. Las otras no son amigas. Unas se creen muy importantes y otras son todafía unas niñas. Necesito una amiga. -Ja, Nyssa, hasta una reina necesita amigas! Hans es buen chico, pero es crío. En cambio tú…

– Estoy orgullosa de serviros, majestad -contestó Nyssa arrodillándose a los pies de la reina, que se había sentado junto á la chimenea-. Prometo guardaros el secreto y será un honor para mí ser amiga de su majestad.

– No seré reina durante muy tiempo -suspiró lady Ana.

– ¡No digáis eso, señora!

– Escucha mí, Nyssa Wyndham. Yo no gusto a Hendrick Tudor. Lo sé desde la primera día. El rey no haber casado mí si encontraba una excusa por no hacerlo. El noche de bodas hacemos un pacto: no consumamos el matrimonio porque él dice que no le gusto y yo acepto el divorcio. Hoy la cotilla lady Edgecombe sabe lo que quería.

– ¡Pero vos habéis dicho que su majestad es un marido bueno y cariñoso! -exclamó Nyssa.

– Hendrick no quiere mí por esposa, sino por amiga. Todos los noches jugamos a cartas en nuestra habitación. Siempre gano porque el pobre Hendrick no es muy listo. Me pregunto por qué le tienen miedo.

– ¡Enrique Tudor es un hombre peligroso! -aseguró Nyssa-. Es amable y bueno con vos porque os doblegáis a sus deseos y aceptáis su voluntad, pero cuando se le contradice se convierte en una bestia salvaje. Debéis tener mucho cuidado.

– Vuestra madre fue su amante, ¿verdad?

– Ocurrió antes de que el rey se casara con Ana Bo-lena y sólo duró unos meses -contestó Nyssa-. Mamá acababa de enviudar y mi tía, la condesa de Mar-wood, la trajo a palacio para que se distrajera. El rey se encaprichó de ella desde el principio pero mamá se escondió detrás del luto. Le tenía mucho miedo y nunca había estado con otro hombre que no fuera mi padre. Enrique Tudor aseguró a mi madre que antes del día uno de mayo sería suya y ella quiso escapar pero vuestro esposo amenazó con separarla de mí si lo hacía.

– Así que mi Hendrick también puede ser un hombre desagradable y despiadado -murmuró la reina.

– Así es, señora.

– ¿Y tu madre fue el amante de Hendrick Tudor antes del día un de mayo?

– Sí. Llegó a quererle y a entenderse con él bastante bien, pero todo cambió cuando Ana Bolena llegó a la corte. El rey arregló el matrimonio de mi madre con mi padrastro y dejó el campo libre para poder casarse con la primera lady Ana. Mi padrastro era el heredero de mi padre y estaba enamorado de mi madre desde hacía muchos años, aunque nunca se había atrevido a decírselo por respeto a mi padre. Se casaron en la capilla del rey y se trasladaron a vivir a Riveredge, nuestro hogar. El rey siempre ha tenido a mamá por su subdita más fiel y ha reclamado su presencia en la corte dos veces: para interceder por la reina Catalina y poco antes de la ejecución de Ana Bolena. Desde entonces no ha vuelto más.

– ¿Cómo llama Hendrick a ella?

– Mi pequeña campesina, o algo parecido -respondió Nyssa con una sonrisa.

– ¿Tú eres campesina o prefieres el corte? El corte de mi hermano estaba muy aburrido. No cartas, no baile, no festidos bonitos.

– Nuestra corte es muy emocionante pero, como mi madre, prefiero el campo -contestó Nyssa-. Naturalmente, estoy orgullosa de serviros y mi tía espera que encuentre un marido entre los caballeros de buena familia.

– ¿No has dejado prometido en Riveredge?

– No, señora. Mi familia está muy decepcionada por ello. Acabo de cumplir diecisiete años y no encuentro caballero que conquiste mi corazón -confesó-. Si es cierto que no seréis reina durante mucho tiempo me pregunto qué será de mí. ¿Sabéis cuándo piensa anular el rey vuestro matrimonio?

– Imaguino que será antes de la primafera. Hendrick no es un hombre que sepa estar sin una muguer durante mucho tiempo. ¿No has dado cuenta cómo brillan sus ojos? Sonríe a Ana Basset, a Cat Howard y a tú.

– ¿A mí? -replicó Nyssa, horrorizada-. ¡El rey fue amante de mi madre! ¡Podría ser mi padre!

– Tranquila, Nyssa -la tranquilizó la reina apoyando una mano en su hombro-. Hendrick también tiene edad por ser mi padre. Siento haber hecho caso a las habladurías de las damas. El rey quiere a ti porque quería a tu madre.

– Deber ser por eso -suspiró Nyssa, aliviada-. Estoy segura de que el rey simpatiza con todas las damas por igual.

Sin embargo, las inquietantes palabras de la reina le hicieron reflexionar. No se atrevía a revelar el contenido de aquella conversación a su tía porque ello significaría traicionar la confianza de lady Ana, pero le preocupaba saber qué sería de ella cuando se anulara el matrimonio de Enrique Tudor y Ana de Cleves. El rey no tardaría en buscar una nueva esposa que le diera hijos y, si no recordaba mal, últimamente el monarca aprovechaba cualquier oportunidad para ensalzar las virtudes de las mujeres inglesas. De repente recordó que había sorprendido a algunos consejeros del rey observando con disimulo su lealtad y su dedicación para con la reina.

A principios de marzo el rey reunió a sus consejeros y les comunicó la imposibilidad de consumar su matrimonio con lady Ana de Cleves. El consejo entendió que Enrique les pedía con tanta sutilidad como le era posible que buscaran una solución al problema. El rey insinuó que había habido un contrato de matrimonio entre su esposa y el hijo del duque de Lorena.

– Lo investigaremos, majestad -prometió Thomas Cromwell con tanta vehemencia que el duque de Norfolk estuvo a punto de estallar en carcajadas.

Enrique Tudor agradeció a sus consejeros su atención y les dejó a solas para que debatieran. Todos se volvieron hacia el primer ministro.

– Ese contrato no existe -aseguró-. Antes de firmar el contrato en nombre del rey Enrique hablamos con el duque de Lorena, el hombre con quien estaba destinada a casarse nuestra reina cuando era una niña, y aseguró que nunca se firmó ningún documento comprometedor. Revolvió entre los papeles de su padre y consultó a su confesor y no encontró nada. El sacerdote reveló que una vez se habló de comprometer a ambos herederos pero sólo fue una conversación y el proyecto se abandonó poco tiempo después. Ésta no es excusa para disolver el matrimonio del rey.

– Se deshará de ella tanto si os gusta como si no, Crum -replicó el duque de Norfolk-. Hace tanto tiempo que no pasa un buen rato en la cama que está a punto de explotar. He oído decir que no puede apartar los ojos de las damas más jóvenes y bonitas de la corte. Nunca se acostará con su esposa y el país necesita otro heredero.

– Estoy de acuerdo -asintió el obispo Gardiner.

– ¡La reina parece una mujer tan bondadosa…! -intercedió el arzobispo de Canterbury-. No merece ser humillada y maltratada. ¿Qué pensará del pueblo de Inglaterra? Si no hay más remedio que anular el matrimonio, que así sea, pero seamos considerados con ella.

– ¿Y si resulta una bruja como la española y se niega a cooperar? -replicó el duque de Norfolk-. Después de todo, su majestad tiene la culpa. ¿No ha sido él quien ha proclamado a los cuatro vientos su imposibilidad de consumar el matrimonio? ¿Y si se niega a colaborar? No tendremos más remedio que… -añadió pasándose un dedo por el cuello.

– Thomas, Thomas… -le reprendió el arzobispo-. Lady Ana no se parece en nada a Catalina de Aragón: es razonable y condescendiente. Yo mismo me ofrezco para hablar con ella. ¿Qué proponéis, Crum? ¿Pedir la anulación?

– Es la única solución -contestó el primer ministro, resignado.

– Entonces debéis ser vos quien se lo proponga a su majestad. Con el permiso del rey, yo me ocuparé de la reina. Debemos tratarla con respeto y consideración; después de todo, es una princesa de sangre real.

– También lo era la española y no hubo manera de llegar a un acuerdo con ella -refunfuñó el duque de Norfolk.

– Esta vez es diferente -contestó el arzobispo armándose de paciencia.

– No creo que el rey se avenga a convertirse en objeto de burla de sus subditos -replicó el primer ministro-. ¿De verdad creéis que confesará en público sus «desavenencias» matrimoniales?

– No le queda más remedio -intervino el obispo Gardiner-. Si quiere deshacerse de la dama tendrá que hacer este pequeño sacrificio.

– ¡Señores, olvidan que no estamos hablando de un hombre cualquiera! -exclamó Thomas Cromwell-. ¡Es Enrique Tudor, el rey de Inglaterra!

– Tranquilizaos, Crum -dijo el duque de Norfolk-. El consejo os apoyará en todo. El futuro de Inglaterra está en juego. ¿Están de acuerdo conmigo, caballeros?

– ¡Sí! -contestaron todos a coro.

– No me fío de sus promesas, señores -replicó el primer ministro-, pero parece que no tengo más remedio que proponer al rey la anulación del matrimonio. Lo haré hoy mismo; no tiene sentido esperar.

Dicho esto, Thomas Cromwell dio la reunión por terminada y fue en busca del rey. El obispo Gardiner se acercó al duque de Norfolk y le habló al oído con disimulo:

– Tenemos que hablar, Tom -murmuró.

– Venid conmigo.

Ambos amigos se deslizaron al jardín, desierto en un día helado como aquél, y pasearon por el laberinto de setos, seguros de que no podían ser vistos ni oídos.

El duque de Norfolk miró de reojo a su compañero. El obispo era un hombre de elevada estatura con un rostro alargado de nariz grande, labios carnosos y rematado por una barbilla puntiaguda. Sus ojos oscuros eran reservados e impenetrables y llevaba el abundante cabello gris muy corto. Era un hombre de carácter difícil y arrogante pero, como el duque, era profundamente conservador en política y religión y también ha bía dejado de gozar del favor del rey cuando Thomas Cromwell se había convertido en primer ministro.

– Ahora que el problema está casi resuelto tenemos que empezar a pensar en el nuevo matrimonio del rey -murmuró Stephen Gardiner.

– No queda ni una princesa de sangre real en toda Europa dispuesta a convertirse en la nueva reina de Inglaterra, pero eso nos favorece, ¿verdad, obispo? Enrique Tudor tendrá que buscar a su esposa entre las rosas de su propio jardín.

– ¿Tenéis alguna dama en mente? -preguntó el obispo, seguro de que era así-. Ya sabéis que al rey le gustan las mujeres menudas y hermosas que le hagan creer que sigue siendo el príncipe más apuesto de todos los reinos cristianos. Debe ser una mujer a quien le guste la música y el baile y que sea lo bastante joven para darle muchos hijos. Y ahora decidme, ¿dónde vamos a encontrar a una jovencita dispuesta a casarse con un viejo gruñón con un enorme absceso en una pierna y que pesa una tonelada? Eso sin mencionar que no ha dudado en deshacerse de tres de las cuatro mujeres con las que ha estado casado. Me pregunto si lady Jane habría sido reina de Inglaterra durante mucho tiempo si no hubiera muerto tras el nacimiento del príncipe Eduardo. El rey la recuerda como la esposa perfecta pero sabemos que Enrique Tudor cambia de opinión con asombrosa facilidad. ¿Qué dama de buena familia estará dispuesta a sacrificarse por el bien de Inglaterra?

Norfolk miró al obispo Gardiner a los ojos. Su rostro alargado de pómulos prominentes transmitía calma y seguridad. Era el aristócrata con más títulos después del rey pero hasta su propia esposa, lady Elizabeth Stafford, había aconsejado a Thomas Cromwell que nunca se fiara de su marido. El primer ministro, que siempre había desconfiado del duque de Norfolk, había tenido en cuenta la advertencia.

El duque de Norfolk era un conspirador, pero también era un caballero ambicioso y muy inteligente. Se había casado con Ana, hija de Eduardo IV y hermana de la esposa de Enrique VIL Lady Ana le había dado un hijo, Thomas, pero el pequeño había muerto y ella también había fallecido poco después. Su segunda esposa le había dado otro hijo, Enrique, conde de Surrey, y una hija, María, casada con Enrique Fitzroy, duque de Richmond e hijo ilegítimo del rey. El duque de Norfolk siempre había soñado con ver a su hija convertida en reina de Inglaterra, pero Enrique Fitzroy había muerto y la reina Jane había dado al rey un heredero legítimo. Ahora tenía un nuevo plan en mente.

– Conozco a la mujer perfecta, obispo -contestó-: mi sobrina, Catherine Howard, la hija de mi difunto hermano. Es joven, bonita e influenciable. Es una de las damas de honor y me consta que su majestad la mira con buenos ojos. El otro día dijo que era como una rosa sin espinas. ¿Qué os parece?

– He oído que el rey también mira con buenos ojos á otras damas -repuso el obispo de Winchester-. Qs recuerdo que el otoño pasado regaló un magnífico caballo y una silla de montar a una de las hermanas Bas-set y también está lady Nyssa Windham. Vuestra sobrina tiene un par de competidoras y sospecho que, por muy bueno que sea vuestro plan, esta vez el rey se saldrá con la suya. La otra vez dejó que otros escogieran por él y lo ha pagado muy caro. Ño será fácil engañarle.