– Sí, tío -murmuró Catherine humildemente-. Prometo obedeceros en todo.
– Ahora te diré otro secreto -añadió el duque bajando la voz-: lady Rochford es mi espía entre los sirvientes de la reina. Puedes confiar en ella pero no ciegamente. Es una mujer muy infeliz y se siente culpable por la muerte de su marido George Bolena. Desde ese día ni los Bolena ni su propia familia han querida saber nada de ella y yo he sido el único que le ha dado consuelo. En cuanto a Nyssa Wyndham, debes terminar con esa amistad inmediatamente.
– ¡No puedo hacer eso! -protestó Catherine-. Nyssa es la única amiga que he tenido en toda mi vida. Además, si riño con ella todo el mundo se extrañará y sospechará que tramamos algo.
– Quizá tengas razón -admitió su tío, pensativo. Nunca hubiera creído a Catherine capaz de razonar con astucia pero, después de todo, era una Howard-. Está bien, pequeña, manten tu amistad con lady Nyssa. Pensándolo bien, es una buena idea: así el resto de la corte seguirá preguntándose hasta el final a cuál de las dos escogerá el rey. Pero recuerda que no debes hablarle de nuestros planes, ¿entendido? ¡Nada de confidencias a medianoche!
– Os he entendido perfectamente, tío -contestó Catherine, ofendida-. Ño soy ninguna tonta. Si tenéis que recomendarme al rey, necesitáis tener el campo libre.
El duque de Norfolk sonrió satisfecho. La muchacha era más inteligente de lo que había imaginado. Era astuta, pero su generosidad y su buen corazón podían ser un obstáculo a su ambición ilimitada. Esperaba que el paso del tiempo se encargara de endurecerle el carácter. Despidió a su sobrina y se reclinó en su sillón sintiéndose satisfecho por el trabajo realizado.
Había aupado a una Howard al trono de Inglaterra. Si hubiera sido una muchacha sensata y obediente habría conservado aquella posición privilegiada, pero Ana había resultado ser demasiado cabezota para aceptar consejos de nadie. Y ahora el destino le ofrecía una segunda oportunidad de ganarse el favor de su majestad convirtiéndose en la sombra de la reina. Catherine no le fallaría y le ayudaría a llevar a su familia a lo más alto. ¡Los Howard pronto serían los más poderosos de Inglaterra y los Seymour volverían a la oscuridad de la que habían salido! Y si Catherine da al rey esos hijos tan deseados, pensó, ¿quién sabe hasta dónde podemos llegar?
Aunque seguía manteniendo las apariencias delante de la reina, Enrique Tudor había empezado a hacer la corte a dos de sus damas de honor. Mientras Catherine Howard reía las gracias que.el rey le dedicaba y le miraba con ojos tiernos, Nyssa Wyndham se mostraba reservada y distante. La joven estaba desconcertada y se preguntaba a qué venían tantas atenciones para con ella. Estaba segura de que se mostraba cariñoso con ella debido al afecto que sentía por su madre pero sabía que los cortesanos murmuraban a sus espaldas y había advertido que hasta su tía empezaba a dar muestras de inquietud.
– ¡Mira eso, Owen! -se lamentó Bliss una tarde mientras ambos observaban cómo el rey enseñaba a Nyssa a tirar con arco-. ¿Crees que se ha enamorado de ella? ¡Sólo es una niña!
– ¡Vaya! -replicó su marido sonriendo divertido-. Veo que tu ambición tiene límites.
– ¡Owen, no me mires así! Con Blaze fue diferente, pero esto…
– Tienes razón. Con Blaze fue diferente: el rey estaba casado y sólo la quería como amante. Ahora también está casado, aunque con otra mujer, pero quiere a Nyssa como la próxima reina de Inglaterra. Te recuerdo que a Tony no le pareció una buena idea traer a la niña a la corte y, si tú no te hubieras ofrecido a cuidar de ella, ahora no se encontraría en una situación tan delicada -regañó el conde de Marwood a su esposa. Los caballeros de la corte comentaban que el comportamiento reservado de Nyssa atraía a su majestad más que las carantoñas de Cat Howard y había decidido no hablar a su esposa de esas habladurías hasta haber averiguado cuánta verdad había en ellas.
– ¿Qué vamos a hacer, Owen?
– No podemos hacer nada, querida -suspiró el conde, resignado-. La decisión final está en manos del rey y me temo que esas manos se mueren por tocar carne joven. ¿Quién sabe? Quizá acabe decidiéndose por Cat Howard.
– ¡Pero nuestra Nyssa es mucho más bonita!
– protestó Bliss provocando las carcajadas de su marido.
– Señora, me temo que estáis loca de remate -dijo él entre risas.
Oyeron la voz del rey a sus espaldas y se volvieron justo a tiempo para verle dar un beso en la mejilla a la desconcertada joven.
– ¡Bien hecho, mi rosa salvaje! ¡Señores, esta niña es una excelente arquera, una verdadera Diana, la reina del tiro con arco!
Los presentes asintieron e intercambiaron sonrisas maliciosas y miradas cómplices.
– Yo nunca seré tan buena tiradora como Nyssa
– suspiró Cat Howard acercándose al rey-. Su majestad sabe que no soy una mujer inteligente.
– ¡No digáis tonterías! -protestó Enrique Tudor-. Yo os enseñaré a tirar, Cat. No hay nada que no se pueda conseguir con un poco de voluntad, mi rosa sin espinas. ¡Traed un arco y flechas para Catherine Howard!
Aquella reacción alimentó las habladurías de la corte, que volvió a murmurar sobre a quién escogería como esposa. Saltaba a la vista que el rey estaba disfrutando con el juego. En cuanto a la anulación de su matrimonio, estaba a punto de ser obtenida y todos sabían que el rey esperaba impaciente la llegada del verano para disfrutar de una nueva esposa.
El obispo de Winchester se acercó al duque de Norfolk con disimulo.
– ¿Y si su majestad escoge a Nyssa Wyndham? -preguntó, inquieto-. En cuanto se deshaga de lady Ana cualquier advenediza puede aprovechar la oportunidad. Debemos asegurar el puesto a vuestra sobrina.
– Tenéis razón -asintió Thomas Howard-. El rey se siente como un semental rodeado de yeguas jóvenes. Debemos dejar el campo libre a nuestra Cathe-rine.
– ¿Y qué vamos a hacer? -se preguntó el obispo.
– Arruinar la reputación de Nyssa Wyndham.
– Pero ¿cómo? Por lo que he oído, lady Nyssa es una muchacha de reputación intachable. No se le conocen amistades indeseables ni se la ha visto en compañía de ningún hombre. Sus modales son excelentes y es la dama más fiel a la reina. La joven es un cúmulo de virtudes.
– ¿Qué pensaría el rey si se la encontrara desnuda en brazos de su amante, mi querido obispo? -repuso el duque de Norfolk esbozando una sonrisa astuta-. Las apariencias a menudo engañan.
– ¿Estáis dispuesto a llegar a esos extremos? -exclamó el obispo, escandalizado-. La pobre muchacha ha venido a la corte a encontrar un buen marido. Si lleváis a cabo vuestros planes nadie querrá casarse con ella. ¡No pienso convertirme en cómplice de un plan tan malvado!
– Calmaos, Stephen -replicó Thomas Howard-. Pienso, desacreditarla y proporcionarle el marido perfecto a la vez. Mi hombre será tan buen partido que su familia no se atreverá a negarse. No os diré nada más para no torturar a vuestra conciencia pero os juro que la joven no sufrirá ningún daño. Sólo deseo que el rey se olvide de ella durante una temporada y ésta es la única manera de conseguirlo. Me consta que a Enrique Tu-dor no le gustan las mujeres de segunda mano. Creed-me, él mismo ordenará el matrimonio de lady Nyssa con mi hombre.
El obispo de Winchester no replicó pero se dijo que confiar en Thomas Howard era como dejar al zorro al cuidado de las gallinas. Encogiéndose de hombros, se consoló pensando que ya era demasiado tarde para echarse atrás y que no podía permitir que una jovenci-ta se interpusiera en su camino. La Iglesia de Inglaterra debía permanecer tan ortodoxa y conservadora como en los últimos siglos.
El duque de Norfolk observó al obispo de Winchester mientras éste se alejaba. ¡El muy beato!, pensó. Le importa un bledo lo que le ocurra a Nyssa Wyndham con tal de que su poder y su influencia sobre el rey queden intactos. Se niega a tomar parte en el plan pero no hará ascos a los beneficios que obtendrá. Se volvió y empezó a buscar a su hombre. Cuando le hubo encontrado, llamó a su paje personal y le dijo:
– Busca al conde de March y dile que deseo verle. Abandonó el campo de tiro y regresó al palacio lentamente.
– Cuando llegue el conde de March, hazle pasar -dijo mientras tomaba la copa de vino que un criado le ofreció cuando entró en sus aposentos-. No quiero que nadie nos moleste mientras hablamos.
El duque entró en la habitación destinada a sus reuniones más secretas y se sentó junto a la chimenea. A pesar de que corría el mes de abril, todavía hacía mucho frío. Thomas Howard era un hombre muy friolero y mantenía la chimenea encendida hasta bien entrada la primavera. Mientras contemplaba las llamas suspiró pesadamente y se llevó la copa a los labios. Ya había cumplido sesenta y siete años y empezaba a cansarse de ser el cabeza de su familia pero no confiaba en su hijo Enrique, quien prefería la poesía a la política.
Me hago viejo, se dijo negando con la cabeza mientras apuraba su copa. He engendrado a cuatro hijos y dos de ellos han muerto. Había sido padre por primera vez a los quince años y el nacimiento de María Eliza-beth, su hija ilegítima, había causado un gran revuelo. La madre de la pequeña había sido su prima Bess, una huérfana que había muerto tras dar a luz a la niña. Bess sólo tenía catorce años pero era una de sus mejores amigas y su muerte le había hecho cambiar: nunca más había vuelto a enamorarse. La niña había crecido con la familia y el duque le había encontrado un buen marido. María Elizabeth se había casado a los veinte años, la misma edad a la que había muerto Tom, el primer hijo legítimo que le había dado Ana de York.
No le había sido fácil encontrar a un hombre dispuesto a casarse con María Elizabeth Howard pero, gracias a que los Howard eran una familia rica y poderosa y a que la niña había sido reconocida, había conseguido casarla con Enrique de Winter, conde de March, un hombre ambicioso que sabía que el matrimonio con un Howard, aunque se tratara de un miembro ilegítimo de la familia, ofrecía numerosas ventajas.
La familia del conde nunca había sido muy rica y Enrique de Winter había acabado enamorándose de su esposa, por lo que se había sentido muy desconsolado cuando la joven había muerto al dar a luz a su primer hijo. No había vuelto a casarse y no sabía qué hacer con el bebé que María Elizabeth le había dejado. Afortunadamente, su suegro había tomado cartas en el asunto.
Ana de York, la primera esposa de Thomas Howard, había muerto en 1513 y el conde se había casado con lady Elizabeth Stafford tres años después. Su hijo Enrique había nacido al año siguiente. Su hija había nacido en 1520 y su esposa se había empeñado en poner le el nombre de María. María Elizabeth llevaba diez años muerta y el duque no se había atrevido a protestar pero nunca olvidó el gesto cruel de su esposa, quien sabía de la existencia de su hija ilegítima y el nieto que vivía en su casa.
Tras llamar a la puerta, Varían de Winter, conde de March, entró en la habitación.
– Buenos días, abuelo -saludó-. Tenéis cara de estar tramando algo grande. ¿De qué se trata?
– Sírvete una copa de vino y siéntate conmigo, Varían -contestó el anciano-. Necesito tu ayuda para resolver un pequeño problema.
Varían de Winter enarcó una ceja sorprendido y se apresuró a obedecer. Su abuelo poseía una magnífica bodega y le había enseñado a apreciar las cualidades de un buen vino. Se sirvió una copa y observó al anciano con disimulo. Aspiró el aroma que desprendía el vino, sonrió satisfecho y bebió un sorbo mientras se acomodaba en un sillón frente al ocupado por Thomas Howard.
– Os escucho, señor.
Ha heredado mi rostro alargado y mis ojos, pero por lo demás es un De Winter de los pies a la cabeza, pensó el duque mirando fijamente a su nieto. Es una lástima porque razona como un auténtico Howard.
– Las tierras que di a tu madre como dote… -empezó.
– ¿Os referís a las tierras que olvidasteis entregar a mi padre? -le interrumpió Varian sonriendo divertido-. Sí, deben ser ésas. Continuad, por favor.
– ¿Te gustaría tenerlas, Varian?
– ¿Qué precio tendría que pagar por ellas, señor?
– ¿Qué te hace pensar que quiero pedirte algo a cambio?-replicó el duque, dolido.
– ¿Habéis olvidado la primera lección que nie enseñasteis, abuelo? -contestó el conde-. Siempre habéis dicho que todo aquello que se puede conseguir a cambio de nada no tiene ningún valor, que todo tiene un precio.
– Has sido un alumno muy aplicado -rió Thomas Howard-; mucho más que tu tío Enrique. Tienes razón, tendrás que pagar un precio por esas tierras, pero antes de revelarte mi plan deseo saber si estás comprometido con alguna mujer.
– No -contestó Varían de Winter, extrañado-. ¿A qué viene esa pregunta?
– Tengo una mujer para ti pero te advierto que mi plan es algo peligroso. Por esta razón estoy dispuesto a recompensarte generosamente. Esa muchacha es una heredera y posee tierras al otro lado del río.
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