– Parece que sólo engendras hijos varones -contestó Blaze esbozando una sonrisa-. Ya hemos tenido cinco.
– ¿Y qué me dices de Nyssa?
– Nyssa es hija de Edmund -replicó ella-. Tú la has criado como si fuera tuya, pero lleva la sangre de Edmund.
– Y también la mía -insistió el conde-. ¿ Olvidas que él era mi tío?
– Sé que apenas os llevabais unos años, que os queríais como hermanos y que tu madre era su hermana mayor y os crió juntos.
– ¡Mi madre! -exclamó Anthony Wyndham-. ¡Santo Dios, Blaze! ¿Has mandado que fueran a buscarla a Riverside? Si se entera de que el rey ha venido a visitarnos y que no le hemos permitido hacerle los honores…
– Tranquilízate, Tony -repuso Blaze sofocando una carcajada-. Ordené al mensajero que envié a casa de mis padres que comunicara la noticia a lady Do-rothy y la invitara a acompañarnos en un día tan importante. ¡El pobre Hal no sabe lo que le espera mañana! -añadió con una sonrisa picara.
El rey llegó a casa de los Wyndham a última hora de la mañana del día siguiente. La caza se le había dado bien y estaba de un humor excelente. Había cazado dos liebres y un venado con una cornamenta tan impresionante que todo el mundo había asegurado no haber visto nunca otra igual. Su éxito le había devuelto a sus años de juventud pero el paso del tiempo había hecho mella en él.
Blaze no le veía desde hacía tres años y se había quedado de una pieza al observar cuánto había cambiado en tan poco tiempo. Había engordado tanto que su cincha apenas podía contener su estómago y su tez, tan pálida años antes, había adquirido un tono rubicundo. La condesa de Langford trató de recordar al atractivo joven que había.sido su amante mientras le hacía una reverencia y su falda de seda verde rozaba el suelo.
– ¡Levántate, mi pequeña campesina! -exclamó Enrique Tudor ayudándola a ponerse en pie. Al oír aquella voz tan familiar Blaze sé sintió transportada al pasado durante unos segundos-. ¡Tú siempre has sido mi subdita más fiel! -añadió con ojos brillantes al recordar los momentos compartidos con Blaze.
– Es un placer teneros en mi casa, majestad -respondió ella poniéndose de puntillas para besarle en la mejilla-. Hemos rezado mucho por vos y el joven príncipe Eduardo. ¡Sed bienvenido a Riveredge!
– Permitid que os presente mis respetos, majestad -añadió el marqués dando un paso al frente.
– ¡Tony, mi querido amigo! -exclamó el rey acer candóse a saludarle-. Esta tarde vendrás de caza con nosotros. ¿Y vosotros en qué estáis pensando? -añadió irritado volviéndose hacia sus acompañantes-. ¿Por qué no ha invitado nadie al conde a la cacería de esta mañana? ¿Es que tengo que ocuparme yo de todo?
– Será un honor acompañar a su majestad esta tarde -se apresuró a responder el conde de Langford con tono conciliador tratando de aplacar la ira del rey-. ¿Por qué no entráis a descansar y coméis algo? Ya sabéis que Blaze es una estupenda cocinera.
– Venid dentro, Hal -añadió Blaze tomando al rey del brazo y arrastrándole al interior de la casa-. Mis padres y la madre de Tony han venido para haceros los honores como merecéis y os esperan en el comedor. He preparado ternera y pastel de perdiz. Si no recuerdo mal, son vuestros platos favoritos. También hay vino tinto, chalotes y zanahorias nuevas. -
– Caballeros, pueden acompañarnos -dijo el rey volviéndose a sus acompañantes e iniciando la marcha sin soltar el brazo de Blaze.
Cuando el conde llegó al comedor encontró a su esposa presentando al rey al resto de la familia. Estaban lord y lady Morgan y su madre, lady Dorothy Wynd-ham. También habían acudido a la cita sus cuñados Owen Fitzhood, conde de Marwood, y lord Nicholas Kingsley acompañados de sus esposas Bliss y Blithe. Lord y lady Morgan habían viajado acompañados de sus hijos de dieciséis años Enrique y Thomas.
El rey, que disfrutaba como un niño con la adoración de sus subditos, se sentía como pez en el agua. Saludó a todos ellos con efusividad, alabó a aquella gran familia y preguntó a lady Dorothy por qué hacía tanto tiempo que no se dejaba ver por la corte.
– En mi corte siempre hay un lugar para una mujer tan hermosa como vos, señora -dijo con tono adulador.
– Lo sé, señor -respondió lady Dorothy, una dama de sesenta y cinco años-. Pero mi hijo no me permite ir. Dice que teme que pierda mi honra.
– Probablemente tenga razón -asintió el rey guiñándole un ojo-. ¿Y dónde está tu prole, pequeña? -preguntó volviéndose hacia Blaze-. La última vez que nos vimos tenías cuatro chicos y una chica.
– Nuestro hijo Enrique cumplió dos años el pasado mes de junio -contestó ella-. Lleva vuestro nombre, señor, y como podéis ver me encuentro a punto de dar a luz por octava vez.
– Siempre he dicho que no hay nada como una buena esposa inglesa -murmuró el rey sacudiendo la cabeza pesaroso-. ¡Echo tanto de menos a mi Jane!
– Sentaos, Hal -dijo Blaze conduciéndole a la cabecera de la mesa, el sitio de honor. Había advertido que al rey le dolía una pierna y no deseaba irritarle con una espera innecesaria-. Haré que traigan a los niños. No quería que os molestaran.
– ¡Tonterías! -gruñó Enrique Tudor dejándose caer en una silla pesadamente-. Quiero verles a todos, hasta al más pequeño.
Una sirvienta entregó al rey una copa de vino y éste la apuró de un trago. Blaze indicó con un gesto a Heartha, su sirvienta personal, que fuera a buscar a los niños. La música de un trovador que tocaba en la galería superior llegó a sus oídos y el rey se reclinó en su asiento visiblemente satisfecho.
Minutos después, los hijos de los condes de Wynd-ham entraron en el salón ordenadamente. Lord Philip, el heredero abría la marcha y su hermana Nyssa llevaba en brazos al pequeño Enrique.
– Majestad, os presento a nuestros hijos -dijo Blaze poniéndose en pie-: Éste es Philip, el mayor; tiene doce años. Le sigue Giles, que tiene nueve. Ricardo tiene ocho, Eduardo, cuatro y Enrique, dos.
Cada uno de los muchachos hizo una reverencia al oír su nombre, incluso el pequeño de dos años, a quien su hermana había dejado en el suelo.
– Y-ésta es mi hija Nyssa -añadió Blaze-. Aunque Tony la ha criado como si fuera suya, es hija de mi primer marido, Edmund Wyndham.
Nyssa se recogió la falda rosa que vestía y se inclinó al oír su nombre.
– Es bella como una rosa de Lancaster -dijo el rey-. ¿Cuántos años tiene?
– Dieciséis, señor.
– ¿Está prometida?
– No, señor.
– ^-¿Por qué no? -se extrañó el rey-. Es muy hermosa, es hija de un conde y recibirá una buena dote. ¿Cuál es el problema?
– No conocemos a nadie con quien podamos casarla -respondió Blaze-. Su dote incluye una casa en Ri-verside, y las tierras que la rodean, pero me temo que aquí no hay nadie de su posición. He pensado que quizá en la corte…
El rey se echó a reír y señaló a Blaze acusadoramente.
– ¡Blaze, tú siempre tan desvergonzada! Quieres que haga sitio en mi corte a tu niña, ¿no es así? Desde que anuncié que iba a volver a casarme, todas las familias con hijas en edad casadera, ya sean nobles o no, no han dejado de importunarme para que las coloque junto a la nueva reina. ¿Y tú qué dices, pequeña? -añadió volviéndose a Nyssa-. ¿Te gustaría venir a la corte y servir a la reina?
– Sí, si ella me acepta, señor -contestó Nyssa mirando al rey a los ojos por primera vez. El rey advirtió que la joven había heredado los ojos azules de su madre.
– ¿Ha salido de casa alguna vez?
– Como yo, es una humilde campesina, señor
– contestó Blaze negando con la cabeza.
– Los villanos de la corte se la comerían viva -repuso el rey-. ¿Es así como deseas que te recompense por tu fidelidad?
Bliss Fitzhugh, condesa de Marwood, osó intervenir en la conversación sin -ser invitada:
– He oído que la princesa de Cleves es una dama casta y recatada. Opino que mi sobrina estaría a salvo de las malas compañías bajo su protección. Mi marido y yo pasaremos el invierno en la corte y cuidaremos de ella.
Al oír el comentario de Bliss, Blaze dirigió una sonrisa de agradecimiento a su hermana.
– Está bien, pequeña -accedió el rey-. Si eso es lo que deseas, recomendaré a tu hija como dama de honor siempre y cuando la condesa de Marwood se comprometa a velar por ella. ¿Puedo hacer algo más por ti?
– Quiero que Philip y Giles sean pajes de la reina
– contestó Blaze mirando al rey a los ojos.
– ¡Nunca más volveré a decirte que me pidas lo que quieras! -exclamó el rey entre carcajadas-. Está bien, está bien, tú ganas. Tus hijos parecen listos y educados. Nunca me pediste nada cuando estábamos juntos
– añadió poniéndose serio-. Toda la corte te tenía por una boba por no aprovecharte de la situación.
– Cuando estábamos juntos tenía bastante con vuestro afecto y respeto, señor -replicó Blaze.
– Todavía te quiero y te respeto, pequeña. Miro a tus hijos y me digo que podrían ser míos si te hubiera escogido como esposa.
– Su majestad tiene al príncipe Eduardo. Queréis lo mejor para él y yo quiero lo mejor para mis hijos. Todo lo que os pido es para ellos. Vos mismo habéis dicho que nunca he abusado de vuestra generosidad.
– Nunca he conocido a una mujer con un corazón tan puro y bondadoso como el tuyo, pequeña -dijo el rey tomando la pequeña mano de Blaze entre las suyas-. Estoy seguro de que mi nueva reina estará encantada de contar con los servicios de tus tres hijos. ¿Qué decís a eso, Philip y Giles? ¿Os gustaría servir a mi reina?
– ¡Sí, majestad! -contestaron los muchachos a coro.
– ¿Y tú, Nyssa? Esta niña volverá locos a todos los hombres -añadió sin esperar la respuesta de la muchacha-. Vais a tener mucho trabajo, lady Fitzhugh.
– Puedo cuidar de mi misma -intervino Nyssa, ofendida-. Después de todo, he criado a mis hermanos.
– ¡Nyssa! -exclamó su madre escandalizada por el atrevimiento de la joven. El rey se echó a reír,
– No la regañéis, señora -intercedió-. Es igual que mi Elizabeth: una rosa salvaje. Me alegro de saber que es una muchacha fuerte; sabes que necesitará de todas sus fuerzas para sobrevivir en la corte. Y ahora que te he concedido todo cuanto me has pedido, ¿piensas darme de comer o vas a dejarme morir de hambre?
Blaze hizo un gesto a los sirvientes y éstos corrieron a la cocina a traer las numerosas viandas que habían sido cocinadas con motivo de la visita real. Como la condesa de Langford había dicho, había ternera asada con sal de roca, un hermoso jamón, truchas con limón y espinacas y, naturalmente, seis pasteles de perdiz en cuyas superficies habían sido practicadas algunas aberturas que despedían un delicioso aroma a carne y vino. También había patos con salsa de ciruelas servidos en bandejas de plata y costillas de cordero, todo ello acompañado de guisantes, cebollas asadas, zanahorias con salsa de nata, pan, mantequilla y queso.
El rey siempre había tenido buen apetito pero Blaze le observó boquiabierta cuando empezó a devorar todo cuanto tenía al alcance de la mano. Se sirvió generosas raciones de ternera y jamón, engulló una trucha, un pato, un pastel de perdiz entero y seis costillas de cordero y, cuando la emprendió con las cebollas, el brillo de sus ojos revelaba que estaba disfrutando como un niño. Se comió un pan entero, casi toda la mantequilla y la tercera parte del queso. Su copa nunca estaba vacía y bebía con tanta avidez como comía. Al descubrir que había tarta de manzana de postre, se frotó las manos satisfecho.
– La comeré con nata -dijo tomando la bandeja que un criado le tendía-. Ha sido una comida excelente, pequeña -alabó a su anfitriona-. No podré probar bocado hasta la hora de cenar -añadió aflojándose el cinturón y arrellanándose en su asiento.
– Si yo hubiera comido tanto no podría probar bocado hasta el día de San Miguel -murmuró el conde de Langford al oído de uno de sus cuñados.
Cuando el rey se disponía a regresar a su cacería, Blaze se puso de parto.
– ¡Pero si todavía faltan dos semanas! -exclamó sorprendida.
– Parece mentira que hayas tenido seis niños -replicó su madre-. Ya deberías saber que los bebés vienen cuando quieren, no cuando nosotros decidimos. Volved a vuestra cacería, majestad y llevaos al conde de Langford -añadió dirigiéndose al rey-. Este es trabajo de mujeres. No conozco a un solo hombre que sirva para nada mientras su esposa da a luz.
– Los hombres ya hacemos bastante nueve meses antes, señora -replicó el rey con una sonrisa picara.
Dicho esto, indicó a sus acompañantes que era hora de partir mientras Blaze era conducida a su habitación por su madre, su suegra y sus hermanas. Pocas horas después daba a luz a dos niñas.
– ¡No puedo creerlo! -exclamó emocionada-.
Hasta ahora Tony sólo me ha dado hijos varones y ya había perdido la esperanza de tener otra hija, pero mirad esto: ¡gemelas!
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