Cuando hubo informado al primer ministro de que tenía órdenes de arrestarle, Cromwell se quitó el sombrero y lo arrojó sobre la mesa.

– ¡Que Dios ayude al rey, mi señor! -exclamó furioso, mientras el duque de Norfolk y el conde de Southampton le arrebataban las insignias de su cargo-. Si supierais dónde os estáis metiendo no estaríais tan ansioso por ocupar mi lugar, Howard -añadió mientras el jefe de la guardia le arrastraba fuera de la habitación. A la orilla del río esperaba la barca que le llevaría a la Torre.

La orden de arresto de Cromwell estaba salpicada de referencias a su origen humilde, por lo que todo el mundo supo que el duque de Norfolk se encontraba detrás de aquella turbia operación política. El primer ministro fue acusado de traición, de malgastar las finanzas del rey y de abusar del poder que éste le había otorgado, todos ellos cargos imposibles de demostrar. Se decía que había sacado de la cárcel a hombres acusados de traición al rey y que había otorgado pasaportes y redactado nombramientos sin permiso de Enrique Tudor. Por su parte, sir George Throckmorton y sir Richard Rich, los enemigos más feroces del primer ministro, le acusaron de herejía. Sir Rich, que había cometido perjurio en el juicio contra Tomás Moro, no tuvo inconveniente en volver a jurar en falso.

Durante su etapa como primer ministro, Thomas Cromwell se había granjeado numerosas enemistades entre los caballeros de ascendencia ilustre y los de origen humilde. El rey creyó las acusaciones contra él a pie juntiñas tras llegar a la conclusión de que le convenía deshacerse de su primer ministro. Además, todavía no le había perdonado por haberle forzado a casarse con una mujer tan poco atractiva como lady Ana. Cromwell escribió al rey desde la Torre y le pidió perdón por sus crímenes, pero Enrique Tudor hizo oídos sordos a sus súplicas.

El arzobispo Cranmer, la única persona de la corte que comprendía y apoyaba a Thomas Cromwell, sabía que su amigo no era culpable de herejía y trató de interceder por él. Hizo todo cuanto pudo por convencer al rey de que el primer ministro era su subdito más fiel y que sus decisiones más controvertidas le habían beneficiado, pero Enrique Tudor le despidió con cajas destempladas tras asegurar que Thomas Cromwell era culpable de numerosos crímenes y que debía pagar por ellos con su vida. El obispo de Chichester, que había sido encerrado en primavera por orden de Cromwell, fue liberado junto con sir Nicholas Carew y lord Lisie, el padre de las hermanas Basset. Cromwell había anotado los nombres de otros cinco obispos en su lista negra, pero no tuvo tiempo de actuar contra ellos.

Catherine Howard renunció a su cargo de dama de honor y se trasladó al palacio de Lambeth. El pueblo contemplaba estupefacto a Enrique Tudor cuando éste atravesaba el río cada día a la misma hora para visitar a su nuevo amor. Incluso a la reina empezaba a resultarle difícil hacer ver que no se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor. Sin embargo, sabía que estaba atada de pies y manos y no quería arriesgarse a expresar sus pensamientos en voz alta por miedo a encender la ira de su marido. Cuando sus damas trataban de sonsacarla, se limitaba a decir: «Su majestad sabe lo que hace.» En la mañana del 24 de junio Enrique Tudor se presentó en las habitaciones de lady Ana y exigió verla.

– Señora, hace mucho calor y temo que estalle una epidemia de peste -dijo-. Debo pediros que abandonéis palacio inmediatamente y os trasladéis a Rich-mond. Me reuniré con vos allí dentro de dos días.

Dicho esto, la besó en las mejillas y se marchó. Cuando volvieron a verse, ya no eran marido y mujer. Enseguida se corrió la voz de que el rey había enviado a lady Ana a Richmond «por motivos de salud». La reina obedeció las órdenes de su marido y partió saludando y sonriendo a toda la gente que salió al camino para verla pasar. Ante la sorpresa de toda la corte, aquella noche el obispo Gardiner ofreció una cena en honor de Enrique Tudor y Catherine Howard. Saltaba a la vista que el reinado de Ana de Cleves había llegado a su fin, pero ¿cómo iba el rey a deshacerse de ella?

Cinco días después de la partida de la reina, se firmó la sentencia contra Thomas Cromwell en la que se le acusaba de traidor, se le confiscaban todas sus propiedades y se le despojaba de todos sus derechos. Enrique Tudor permanecía en Hampton Court y la corte sospechaba que no tenía ninguna intención de cumplir la promesa que había hecho a lady Ana de reunirse con ella en Richmond. En los primeros días del mes de julio la Cámara de los Lores realizó una petición formal al rey para investigar la legitimidad de su matrimonio con Ana de Cleves y, para sorpresa de todo el mundo, el rey aceptó tras asegurar que ese matrimonio se había celebrado «en contra de su voluntad». Esa declaración causó gran asombro y desconcierto entre los cortesanos, que nunca habían visto a Enrique Tudor hacer nada «en contra de su voluntad».

El Consejo del rey se reunió aquella misma tarde y sus miembros acordaron ir a ver a lady Ana y pedirle permiso para seguir adelante con el proceso. Partieron una soleada tarde de verano, tan inquietos y preocupados que ni siquiera se molestaron en contemplar el hermoso paisaje que bordeaba el río.

– Espero que no sea otra Catalina de Aragón -suspiró lord Audley, que viajaba en la barca que abría la marcha.

– Yo también -contestó el duque de Suffolk-. El rey está impaciente y, como las otras dos, Catherine Howard exhibe ante él su virtud como si fuera un trofeo que debe conquistar. No permitirá que le ponga una mano encima hasta que su majestad no le ponga la alianza en el dedo y le ciña la corona a la cabeza. Todas son iguales, pero él no aprende -se lamentó negando con la cabeza-. Primero la reina Ana, luego lady Jane y ahora…

– Lady Ana es una mujer muy sensata -intervino el arzobispo Cranmer-. No nos dará problemas.

Cuando las tres barcazas en que viajaban los miembros del Consejo llegaron a Richmond horas después, lady Ana recibió la inesperada visita con desconfianza. ¿Y si. Hendrick había cambiado de opinión y faltaba a las promesas que le había hecho meses atrás? ¿Y si había decidido enviarla de vuelta a Cleves? Mientras se hacía todas estas preguntas, Ana de Cleves paseaba su inquieta mirada por los rostros serios de los caballeros. Como presidente del Consejo, el duque de Suffolk tomó la palabra y explicó el motivo de su visita con tanta delicadeza como pudo para no causar una impresión demasiado fuerte a la reina. Deseoso de asegurar se de que lady Ana entendiera la situación perfectamente, pidió a Hans von Grafsteen que tradujera sus palabras al alemán. Las damas de honor contemplaban la escena boquiabiertas y sus miradas ansiosas iban del duque de Suffolk a la reina. ¡Qué historia tan magnífica para contar a sus familiares y amigos!

– Así que éste es el final -suspiró la reina dirigiéndose a Hans en alemán-. Hendrick se casará con la joven Howard y pasará un romántico verano en su nido de amor. ¡Pobre muchacha! -sollozó llevándose un pañuelo de encaje a sus ojos llenos de lágrimas.

– ¿Qué debo contestar al duque, majestad? -preguntó Hans.

– Yo misma le responderé. Señores -dijo volviéndose a los miembros del Consejo y dirigiéndose a ellos en inglés-, estoy dispuesta a acatar las órdenes de su majestad en nombre del profundo respeto y el gran afecto que siento por él. Tienen mi permiso para seguir adelante con el proceso -concluyó.

– ¿Estás seguro de que ha entendido lo que le has dicho, muchacho? -preguntó el duque de Norfolk, sorprendido ante tanta docilidad.

– Os he comprendido perfectamente, señor -replicó lady Ana-. Su majestad sospecha que existen motivos para poner en duda la validez de nuestro matrimonio. Confío en él e imagino que si ha puesto el asunto en manos de la Iglesia es porque no tiene la conciencia tranquila. Como esposa, mi deber es acceder a sus deseos y no poner impedimento a la investigación.

– Gracias por vuestra colaboración, señora -intervino el arzobispo-. Sois un perfecto ejemplo de obediencia y abnegación. Su majestad estará muy contento cuando conozca vuestra respuesta.

Los miembros del Consejo abandonaron el palacio de Richmond, divididos entre el alivio de unos y las suspicacias de otros, especialmente el duque de Norfolk.

– ¿Qué estará tramando? -gruñó-. Parece que se haya alegrado de que le hayamos pedido algo así. No puede ser tan tonta como para ignorar que si la investigación sigue adelante terminará perdiendo la corona.

– Quizá sea eso lo que busca -sugirió el arzobispo-. No imagináis lo difícil que es ser reina de Inglaterra y, aunque os cueste creerlo, hay gente a quien el poder no les seduce en absoluto.

– ¡Peor para ellos!

El rey recibió a los miembros del Consejo con los brazos abiertos. Sin embargo, los recelos no le abandonaban. ¿Quién le aseguraba que lady Ana no le tomaba el pelo y que, cuando se hiciera pública la disolución de su matrimonio, no trataría de aferrarse a su corona?

Al día siguiente, el rey redactó una declaración en la que comunicaba a los clérigos encargados de la investigación que se había casado con lady Ana de Cleves con la intención de asegurar la sucesión del trono de Inglaterra. Sin embargo, en cuanto había visto a la que debía convertirse en su esposa, había sabido que no iba a ser capaz de hacer el amor a esa dama. Había decidido casarse con ella porque no había encontrado un buen motivo para enviarla de vuelta a Cleves, pero el supuesto arreglo entre la casa de Cleves y el hijo del duque de Lorena y su imposibilidad de consumar el matrimonio le habían llevado a preguntarse si no estaba violando alguna de las leyes de la santa madre Iglesia.

Durante los días que siguieron, varios testigos fueron llamados a declarar, entre ellos el conde de South-ampton, el almirante Fitzwilliam y sir Anthony Brow-ne, quienes relataron al tribunal cuál había sido la reacción de Enrique Tudor al ver a su prometida. Tho-mas Cromwell, que seguía encerrado en la Torre, aseguró en un último acto de lealtad al rey que su majestad se había sentido estafado y había expresado inmediatamente su deseo de deshacerse de ella. Los médicos del rey también fueron llamados a declarar. El doctor Chambers aseguró que el rey le había hablado de su imposibilidad de consumar su matrimonio con lady Ana.

– Dijo que se sentía capaz de hacerlo con cualquier mujer excepto con su esposa porque ésta le causaba repulsión. Yo mismo le aconsejé que dejara de intentarlo por miedo a que sus órganos resultaran dañados.

– El rey ha tenido numerosas emisiones nocturnas durante los meses que ha durado su matrimonio con lady Ana, lo que prueba que durante todo este tiempo no ha habido relaciones entre ellos -afirmó el doctor Butts ante los atónitos cortesanos-. Aunque han compartido lecho, la reina es tan virgen como el día que pisó Inglaterra por primera vez. ¡Lo juro por mi alma inmortal! -concluyó cruzando las manos sobre su abultado vientre.

El tema también estaba siendo discutido en la Cámara de los Lores, muy interesada en el asunto del posible contrato matrimonial entre Ana de Cleves y el hijo del duque de Lorena, ahora casado con la hija del rey de Francia. Era necesario actuar con delicadeza porque a Inglaterra no le convenía iniciar hostilidades con una nación tan poderosa. La imposibilidad de consumar el matrimonio era razón más que suficiente para anular aquella unión. Era necesario engendrar más herederos para el trono de Inglaterra y, si Enrique Tudor se sentía incapaz de tener esos hijos con lady Ana, ¿qué sentido tenía prolongar aquella situación?

El 9 de julio se reunieron los arzobispos de York y Canterbury y declararon nulo el matrimonio no consumado de Enrique Tudor y lady Ana de Cleves, quienes podrían volver a casarse si así lo deseaban. El arzobispo Cranmer, el conde de Southampton y el duque de Suffolk fueron enviados a Richmond para comunicar la noticia a la reina.

– De ahora en adelante seréis tratada como una de las hermanas del rey -dijo el duque de Suffolk antes de pasar a considerar su situación económica-. Recibiréis una cantidad de dinero fija al año y se os permitirá conservar las joyas, la plata y los tapices. Los palacios de Richmond y Hever y el señorío de Bletchingly son vuestros. Sólo las hijas del rey y su nueva esposa ocuparán un lugar más preferente que el vuestro cuando visitéis Hampton Court. Enrique Tudor espera que respondáis a su oferta en breve.

– Tanta guenerosidad me abruma -aseguró la reina-. Mañana mismo escribiré a Hendrick y le diré que acepto sus condiciones, ¿os parece bien?

Cualquiera diría que está encantada con el giro que han tomado los acontecimientos, se dijo el duque de Suffolk, estupefacto. Me alegro de que el bueno de Hal no esté aquí para ver su rostro radiante de satisfacción.

– Sí, señora -contestó-. Me parece muy bien.