Varían de Winter contempló a su esposa embelesado mientras ésta instruía a sus sirvientes con una mezcla de firmeza y dulzura. Cuando Nyssa hubo terminado de dar órdenes a la señora Browning, el conde de March se volvió hacia el viejo criado.

– Quiero ver al señor Smale inmediatamente

– dijo.

– Iré a buscarle-se ofreció. Ahora sabrás lo que es bueno, Arthur Smale, pensó. El administrador llevaba quince años ocupándose de Winterhaven y, aunque era un hombre honrado y trabajador, se le acusaba de conservador. Quizá ahora que el joven señor había regresado a casa decidiera efectuar algunos cambios… a menos que fuera a regresar a la corte tras el nacimiento de su hijo.

– ¿Habéis venido para quedaros, señor? -preguntó.

– Sí, Browning -contestó Varían esbozando una amplia sonrisa-. Puedes decírselo a todo el mundo. Quiero llenar esta casa de niños. ¿Qué te parece?

– ¡Una idea excelente, señor! Voy a buscar a Smale. Cada día suele regresar de los establos sobre esta hora. Durante los quince años que lleva ocupándose de estas tierras no ha llegado tarde ni un solo día. Es puntual como un reloj.

– Os traeré galletas y un poco de vino, señora -se ofreció la señora Browning saliendo tras su marido.

Nyssa paseó su escrutadora mirada por el amplio salón. El techo y el suelo de madera pedían a gritos ser pulidos de nuevo pero era consciente de que no podía encargar una tarea tan pesada a la anciana señora Browning. La mesa y las sillas también necesitaban desprenderse del polvo que habían acumulado durante años.

– ¿Dónde están los tapices?

– Mi madre bordó dos y los colgó en aquella pared, pero cuando mi padre murió los guardé en el desván. Sabía que tarde o temprano volvería y no deseaba que el sol y el polvo los echaran a perder.

– ¿Y quién te instruyó en el cuidado y la conservación de los tapices? -preguntó Nyssa.

– La duquesa Elizabeth, mi abuela adoptiva.

Durante las semanas siguientes Nyssa comprobó que la casa se encontraba en un estado lamentable y que iba a tener que trabajar muy duro si quería tenerla en condiciones antes del nacimiento de su hijo. Había dejado de sufrir mareos y se sentía llena de energía. Había decidido empezar por pedir prestados a su madre algunos de sus mejores sirvientes para que éstos instruyeran a los nuevos. La señora Browning era muy querida y respetada pero no tenía edad para ocuparse de una tarea tan pesada. Sin embargo, Nyssa no deseaba hacerle sentir incómoda y olvidada y le consultaba cada decisión que debía tomar. La nuera de la anciana pareja empezó a realizar las tareas que su suegra había de sempeñado años atrás y la señora Browning pasó a empuñar un cucharón de madera y a ocupar un sillón junto a la chimenea de la cocina, posición desde la que vigilaba a las cocineras.

El mobiliario se encontraba en buenas condiciones y las piezas más deterioradas no tardaron en recuperar el esplendor perdido. Se confeccionaron almohadones, colchas y colgaduras y se bajaron los tapices del desván. Nyssa encargó que trajeran alfombras de Londres.

– Sólo las residencias más pasadas de moda tienen esteras en lugar de alfombras -aseguró Nyssa-. Necesitamos alfombras.

– Pues yo vi muchas esteras en palacio -replicó Varían-. ¿Insinúas que el rey es un antiguo?

– ¡Desde luego que sí! Además, el dinero no te servirá de excusa. Fuiste tan comedido en tus días de soltero que tenemos de sobra. Uno de los deberes ineludibles de una esposa es despilfarrar el dinero de su marido.

El día de Santo Tomás llegó un paje trayendo un mensaje de palacio. Hacía mucho frío y el conde de March le invitó a pasar la noche en Winterhaven.

– Mañana os daré la respuesta al mensaje de su majestad -prometió.

El mensajero se retiró después de agradecer la hospitalidad de los condes de March. El joven había acudido a la corte en busca de fortuna, pero había tantos como él que hacía falta un milagro para hacerle destacar por encima de los demás. Sin embargo, él no perdía las esperanzas y se había afanado en cumplir al pie de la letra las órdenes de la reina Catherine: debía entregar el mensaje personalmente a los condes de March. Si la respuesta de éstos complacía a sus majestades, quizá él fuera recompensado.

– El rey nos espera en palacio el día de Reyes -comunicó Varían a Nyssa cuando estuvieron solos-. Me temo que no estás en condiciones de viajar -añadió acariciando el abultado vientre de su esposa y estremeciéndose al sentir a su hijo moverse en su interior-. ¿Sientes no poder ir?

Nyssa cambió de postura y trató de acomodarse en la enorme cama de madera de roble con colgaduras de terciopelo rojo que compartía con su esposo. Sentía el cuerpo hinchado como una sandía e incluso los vestidos de embarazada que su madre le había prestado le quedaban estrechos.

– ¿Cómo voy a presentarme en palacio con esta facha? -refunfuñó-. Parezco una vaca a punto de parir. Además, no me apetece volver allí. Apuesto a que para cuando nuestro hijo haya nacido, yo me haya recuperado del parto y haya terminado de criarle, el rey habrá echado a tu prima de su cama y la habrá sustituido por otra rosa inglesa.

– Eso será con el permiso de mi abuelo -bromeó Varían-. Recuerda que Thomas Howard es adicto al poder.

– Sin embargo, no pudo evitar que Ana Bolena perdiera la cabeza -replicó Nyssa volviendo a cambiar de postura-. No tuvo ningún reparo en sacrificar a su sobrina para salvar el pellejo. ¿Qué te hace pensar que esta vez será diferente?

– ¿Por qué estás tan irritable? -preguntó su marido-. ¿Es porque no podemos pasar las Navidades en Riveredge? Tu madre asegura que no estás en condiciones de viajar. He pedido a Smale que redacte una nota para el rey. En ella dice que no te sientes con fuerzas de emprender un viaje tan fatigoso. El bueno de nuestro administrador se ha llevado un gran disgusto; esperaba que regresáramos a palacio.

– Es un buen hombre pero ha estado haciendo su voluntad durante demasiado tiempo y creo que ha llegado la hora de pararle los pies -opinó Nyssa-. ¿Qué te parece si le sustituimos por su hijo la próxima primavera? Hemos hecho lo mismo con todos los criados demasiado mayores para desempeñar sus tareas.

– Es una buena idea -asintió Varian-. Empiezo a cansarme de tener que dar explicaciones a todo el mundo. Soy el dueño de Winterhaven y se hará lo que yo diga.

El mensajero partió al día siguiente llevando consigo la respuesta a la petición del rey metida en una valija de cuero para protegerla de las inclemencias del tiempo. Llegó a Hampton Court el día de Navidad y corrió a entregar el mensaje al rey.

– ¿Cómo que no pueden venir? -preguntó la reina Catherine torciendo la boca-. ¡Me prometiste que estarían aquí el día de Reyes? ¿Cómo se han atrevido a desobedecer tus órdenes?

– El conde de March nos pide disculpas y dice que su esposa está embarazada y no se encuentra en condiciones de emprender un viaje tan largo -explicó Enrique Tudor-. El bebé nacerá en primavera y está preocupado por lady Nyssa. ¡Ojalá tú y yo tuviéramos las mismas preocupaciones!

– ¡Pero yo quiero ver a Nyssa! -gimoteó Catherine obviando la indirecta-. ¡La echo de menos!

– ¿No'te he dado todo cuanto me has pedido? -replicó Enrique Tudor haciendo ademán de abrazarla-. ¿No he satisfecho cada uno de tus caprichos? ¿Qué más quieres?

– ¡Quiero ver a Nyssa! -repitió la testaruda joven apartándose-. ¡Es mi mejor amiga! ¿De qué me sirve tener todo cuanto deseo si no puedo compartirlo con ella?

El rey hacía grandes esfuerzos por comprender a su esposa pero no siempre lo conseguía. Catherine era la reina de Inglaterra y tenía todo cuanto una muchacha de su edad podía desear. ¿Por qué no estaba nunca satisfecha?

– Quiero que venga en cuanto nazca el bebé -insistió Catherine-. ¡La necesito a mi lado!

– No seas caprichosa, Catherine -trató de persuadirla el monarca-. Tendrán que pasar varios meses antes de que pueda viajar. Tardará varias semanas en recuperarse del parto y supongo que, como toda mujer del campo, querrá criar a su bebé durante dos o tres años. Para entonces, lo más probable es que vuelva a estar embarazada. Es muy posible que pasen unos cuantos años antes de que vuelvas a ver a tu amiga -concluyó-. Pero no te preocupes, querida: nosotros también tendremos hijos y estarás tan ocupada cuidando de ellos que te olvidarás de Nyssa.

– Si Mahoma no va a la montaña, la montaña irá a Mahoma -dijo Catherine ignorando las sensatas palabras del rey-. ¿No habías dicho que íbamos a ir de viaje el próximo verano? ¡Podríamos aprovechar para acercarnos a Winterhaven!

– Para entonces, espero que tú también estés embarazada y tampoco te encuentres en condiciones de viajar -replicó Enrique Tudor armándose de paciencia.

¡Niños, niños!, se dijo la reina, irritada. ¿Acaso los hombres no piensan en otra cosa? Thomas Howard no dejaba de importunarla preguntándole una y otra vez si esperaba un bebé y Enrique no hablaba de otra cosa, incluso en los momentos más íntimos en los que gruñía y sudaba junto a ella. ¡Ella quería aprovechar su juventud y disfrutar de la vida! Ya tendría tiempo de ocuparse de sus hijos cuando fuera mayor.

El rey sentó a Catherine en su regazo y empezó a acariciarle los pechos. Había descubierto que su esposa poseía un apetito sexual casi insaciable y que aquélla era la mejor forma de contentarla cuando estaba de mal humor.

– Está bien -accedió-. Iremos a visitar a Nyssa el próximo verano. Hay buena caza en los alrededores de Winterhaven y conozco a varios nobles que estarán encantados de recibir nuestra visita. ¿Estás contenta? -preguntó mientras buscaba la boca de la joven con insistencia. Los condes de March se habían casado tres meses antes que ellos y estaba seguro de que Catherine y él no tardarían en engendrar un hijo. Se sentía feliz como un chiquillo con zapatos nuevos.

El día de Navidad Nyssa se levantó de mal humor. Aunque lucía un sol radiante, hacía mucho frío. Tillie acudió a ayudarla a vestirse y lo hizo sin dejar de hablar animadamente. Todo el mundo estaba contento pero ella se sentía la mujer más desgraciada del mundo. Había pasado las Navidades anteriores encerrada en palacio esperando la llegada de lady Ana pero había valido la pena perderse las celebraciones familiares. En aquellos momentos las novedades de la corte le habían parecido más emocionantes que las celebraciones tradicionales.

Ahora era una mujer casada, estaba embarazada y vivía en una enorme casa medio deshabitada. Habría dado cualquier cosa por volver a ser Nyssa Wyndham y poder regresar a su casa. El bebé le propinó una patada y se movió en su vientre recordándole que aquellos días nunca volverían. Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas.

– ¿Por qué estáis triste, señora?

Nyssa negó con la cabeza y se enjugó las lágrimas. Tillie era una mujer joven y libre y no podía entenderla.

– ¡Mira este vestido! -se lamentó-. Todos los que me prestó mamá me quedan estrechos.

– Habéis engordado muchísimo -admitió Tillie-. Mi madre también engordó mucho y, ante mi sorpresa, el bebé que nació era pequeño como un gatito. Mientras nazca fuerte y sano, todo saldrá bien.

– No deja de moverse -gimió Nyssa-. Apuesto a que será titiritero. No me ha dejado dormir en toda la noche.

– Sólo faltan unas semanas -trató de consolarla Tillie-. La primavera está a la vuelta de la esquina.

– ¡Pero si estamos en Navidad! Faltan meses para la primavera.

Tillie hizo todo lo posible por animar a su señora mientras le cepillaba el cabello y se lo recogía en una larga trenza que ató con un lazo rojo, pero no lo consiguió. Escogió un vestido de terciopelo color verde oscuro y se lo abrochó con dificultad. El contorno de su pecho había aumentado de tal manera que parecía a punto de salírsele por el escote.

Nyssa contempló su abultado vientre y estalló en carcajadas.

– Parezco una vaca -rió divertida.

– Una vaca muy bien vestida, desde luego -añadió Tillie uniéndose a sus risas. Su señora estaba de un humor de lo más extraño: tan pronto reía como lloraba.

Cuando estuvo vestida, Nyssa se reunió con su marido en la capilla. Estaban solos y las lágrimas volvieron a acudir a sus ojos. Se preguntaba para qué se había molestado en adornar el comedor con hojas de acebo y velas. Aquéllas iban a ser las Navidades más tristes de su vida. Cuando la misa hubo terminado, Varian de Winter la tomó de la mano.

– Vamos a desayunar -propuso-. La nuera de la señora Browning me ha dicho que las cocineras han preparado un auténtico festín. Feliz Navidad -añadió besándola en la mejilla.

– No tengo apetito -correspondió Nyssa con voz débil-. Prefiero acostarme un rato. Esta noche apenas he descansado.

– De eso nada -replicó el conde-. No puedes hacer un feo así a nuestros criados. Han trabajado muy duro para tener todo listo y a tu gusto. A mí también también me habría gustado pasar estas fechas tan señaladas en Riveredge, pero ¿es ésa razón suficiente para que nos amargues las Navidades a los demás?