– Son idénticas -repuso su madre-. Siempre sospeché que alguna de vosotras tendría gemelos. Después de todo, yo tuve cuatro pares.
– Iré a decírselo a papá -se ofreció Nyssa-. Estará encantado. ¡Son tan bonitas! -exclamó inclinándose a mirarlas.
– Ahora ya no tienes que preocuparte por la marcha de Nyssa -dijo lady Morgan-. Tendrás tanto trabajo criando a estas dos preciosidades que no notarás su ausencia.
– Te equivocas, mamá -replicó Blaze-. Nyssa siempre será muy especial para mí y la echaré de menos, esté donde esté. Es todo cuanto me queda de Edmund Wyndham y no me sentiré feliz hasta que la vea felizmente casada. Es lo que su padre hubiera querido.
– Era un buen hombre -corroboró lady Morgan. Lady Dorothy, que había sido hermanastra de Edmund Wyndham, asintió-. Sin su ayuda tus hermanas no habrían podido hacer tan buenas bodas ni tu padre habría recuperado su fortuna perdida. ¡Bendito sea el día que vino a Ashby! Cada noche rezo por el descanso de su alma.
Los bebés fueron envueltos en pañales antes de ser entregados a su nueva mamá, que descansaba en la cama. Heartha, la doncella personal de Blaze, entró en la habitación trayendo un poco de caldo para su señora. Cuando se lo hubo bebido todos la dejaron sola para que pudiera descansar.
Las mujeres se reunieron en el comedor de Rivered-ge e iniciaron una animada charla mientras esperaban el regreso del conde Wyndham.
– Me pregunto qué nombres les pondrá -dijo Blythe.
– Blaze ha heredado tu extravagante gusto por los nombres curiosos -añadió Bliss.
– Pues yo opino que Nyssa es un nombre precioso
– repuso su madre.
– Fue Edmund quien decidió que se llamara así
– les recordó lady Dorothy-. Blaze quería que la niña llevara el nombre de la primera esposa de Edmund, Catherine de Haven, pero él insistió en que la niña fuera bautizada con el nombre de Nyssa, que significa «principio» en griego. El pobre estaba convencido de que después de ella vendría una numerosa descendencia y no imaginaba que sería mi Anthony y no él quien daría continuidad al apellido Wyndham. Aunque murió hace ya quince años, le echo muchísimo de menos.
– Blaze ha puesto a sus hijos nombres normales y corrientes -observó Blythe.
– ¡Pero éstas son niñas! -replicó la deslenguada Bliss, su hermana gemela-. Apuesto a que nuestra hermana escogerá nombres originales para ellas. ¿Cómo no va a hacerlo teniendo el ejemplo de mamá? ¡Estoy impaciente por que llegue el día del bautizo!
– Nuestras hijas también llevan nombres corrientes
– insistió Blythe provocando la mirada ceñuda de su hermana.
Poco tiempo después lord Wyndham regresó a Ri-veredge acompañado del rey.
– He venido a felicitar a mi pequeña Blaze -dijo Enrique Tudor con los ojos húmedos de emoción-. ¡Y también a ti, querido amigo, por tener una familia tan maravillosa! -añadió volviéndose a Tony.
Cuando Blaze Wyndham despertó dio un respingo al encontrar al rey sentado junto a su cama observándola con atención. La condesa se ruborizó al recordar los días en que las visitas de su majestad a su cama habían sido más que frecuentes. Los ojos de Enrique Tudor brillaban maliciosos pero sus palabras fueron cor teses y comedidas como correspondía a un hombre de su posición.
– Me alegro de ver que te encuentras bien, pequeña
– dijo antes de besarle la mano.
– No hay para tanto, majestad -respondió Blaze esbozando una sonrisa-. He tenido tantos hijos que cada vez me cuesta menos trabajo dar a luz. De todas maneras, me alegro de que hayáis vuelto sólo para verme.
– Acabo de ver a tus hijas, Blaze. Son tan bonitas como su madre. ¿Has pensado qué nombres vas a ponerles?
– Si su majestad da su permiso, me gustaría llamarlas Jane, en honor a vuestra difunta esposa, y Ana, por la futura reina. He pensado que como vos habéis honrado mi casa con vuestra visita el mismo día de su nacimiento…
El rey, en el fondo un sentimental que disfrutaba representando el papel de monarca benevolente, se llevó su pañuelo de seda a los ojos y se enjugó las lágrimas que los empañaban.
– ¿Hay un sacerdote en la casa, Tony? -preguntó volviéndose al conde, quien asintió-. Ve a buscarle
– ordenó-. Ahora mismo bautizará a tus hijas y yo seré su padrino. Así tú y tus hijos pasaréis a ser parte de mi familia -añadió volviéndose a Blaze.
– ¡Oh, Hal, estoy tan contenta! -exclamó Blaze emocionada.
Un criado partió en busca del padre Martin, el cura de los condes de Langford desde los tiempos en que Edmund Wyndham ostentaba ese título. Cuando supo que la condesa había tenido gemelas y que el rey había ordenado que fueran bautizadas aquella misma tarde corrió a buscar su mejor casulla.
– Vuelve a Riveredge y di al señor Richard que vaya encendiendo las velas del altar y que espero que me ayude durante la ceremonia -ordenó al criado.
– Sí, padre Martin.
Blaze fue llevada en litera a la capilla de la familia. Cuando el padre Martin pidió a Bliss y Blythe que dijeran en voz alta los nombres de las pequeñas, la primera hizo una mueca de disgusto y la segunda a punto estuvo de estallar en carcajadas.
– Jane Marie -dijo Blythe con una sonrisa radiante.
– Ana María -casi espetó Bliss.
El rey, radiante de alegría, tomó a las niñas de brazos de Nyssa y las sostuvo mientras el padre Martin las bautizaba. Cuando la ceremonia hubo finalizado, la condesa de Langford fue llevada a sus habitaciones y todos se reunieron allí para brindar por las recién nacidas. Momentos después, el rey se dispuso a partir.
– Enviaré un mensajero cuando Nyssa deba venir a la corte -dijo a Blaze antes de despedirse-. Será pronto porque deseo que tu hija conozca sus deberes para con mi reina antes de que ésta llegue. Deberá aprender dónde ir, qué hacer en cada sitio y quién es quién en la corte. No tenemos mucho tiempo pero te garantizo que la reina y yo cuidaremos de ella. No temas, Blaze Wyndham; tu hija estará a salvo conmigo.
– Gracias por haber sido tan generoso con nosotros, Hal -respondió Blaze, abrumada, tomando una mano del rey y besándola con efusión antes de dejarse caer sobre la almohada, agotada.
El rey se puso en pie, abandonó la habitación de puntillas y regresó al comedor, donde le esperaba el resto de la familia Wyndham.
– Espero veros pronto en mi corte, doña Nyssa, y también a vuestros hermanos. Servid bien a mi reina y tendréis mi amistad y mi favor -dijo a modo de despedida antes de partir.
– ¡Qué día tan ajetreado! -suspiró lady Morgan-. ¡No puedo creerlo! Tres de mis nietos van a ser llama dos a la corte y tengo dos nietas más. Por cierto, Bliss, ¿por qué no me habías dicho que vas a pasar el invierno en palacio? -añadió dejándose caer en un sillón y dirigiendo una mirada severa a su hija.
– Lo mismo digo -intervino Ówen Fitzhugh-. No he querido contradecirte delante del rey, querida, pero sabes que no es cierto. Hace años que decidimos alejarnos de la corte y no tengo ningún deseo de regresar.
– ¡Vamos, Owen, no seas aguafiestas! -replicó Bliss-. ¡Es una oportunidad magnífica para Nyssa! El 31 de diciembre cumplirá diecisiete años y si no hacemos algo pronto se convertirá en una solterona. La corte es el lugar perfecto para una joven de la posición de Nyssa. Además, la pobre Blaze tiene demasiado trabajo con tantos niños en casa. He pensado que sería una buena idea llevarnos a nuestro Owen y a nuestro sobrino Edmund con nosotros.
– ¡¿Qué?! -rugió su marido.
– ¿Llevaros a mi Edmund? -añadió Blythe.
– ¿Qué hay de malo? -respondió Bliss-. Philip Wyndham, nuestro Owen Fitzhugh y Edmund Kings-ley apenas se llevan unos meses y son excelentes amigos. Nunca han estado separados durante mucho tiempo y, aunque Philip tendrá mucho trabajo como paje real, todavía le quedará tiempo para jugar con sus primos. ¡Será tan divertido para ellos! -concluyó esbozando una sonrisa radiante.
– Estoy de acuerdo con mi cuñada -intervino lord Kingsley con los ojos brillantes de alegría-. A los muchachos les vendrá bien pasar una temporada fuera de casa.
– ¡Lo que mi cuñado quiere decir es que le parece maravilloso que nos llevemos a ese diablo que tiene por hijo durante unos meses! -espetó Owen Fitzhugh, cada vez más irritado.
– Cuidarás de que no me pongan en evidencia delante de las otras damas, ¿verdad, tía Bliss? -preguntó Nyssa, inquieta-. Una cosa es que Philip y Giles me acompañen a la corte y otra es que también vengan los primos Owen y Edmund. El tío Owen tiene razón: cuando esos tres se juntan, es para echarse a temblar. ¿Por qué ha tenido mamá que pedir al rey que también se llevara a los chicos? -se lamentó.
– ¡Nyssa, no seas egoísta! -la reprendió lady Morgan.
– ¡Abuela, tú siempre te pones de parte de ellos! -acusó la joven-. Sabes que tengo poca paciencia y que pierdo los estribos con facilidad. ¿Cómo me voy a comportar con el decoro y la compostura propios de una dama de honor si mi hermano y mis primos no dejan de hacerme rabiar?
– ¿Crees que no tendrán nada mejor que hacer que hacerte rabiar? -replicó su abuela.
– Son peores que una tribu de salvajes -se desesperó Nyssa-. ¡Disfrutan metiéndose conmigo!
– Es tan fácil hacerte rabiar, hermanita, que no podemos evitarlo -intervino Philip esbozando una sonrisa traviesa-. Si no nos hicieras el menor caso te habríamos dejado en paz hace mucho tiempo.
– ¡Oh, Philip, qué malo eres! -rió lady Morgan negando con la cabeza-. Debes mostrar más respeto por tu hermana mayor. Ninguna mujer de esta familia ha ocupado un lugar tan privilegiado en la corte. ¡No puedo creerlo: dama de honor de la reina! -añadió poniendo los ojos en blanco.
– Pues yo creía que ser amante del rey era todavía más importante -replicó el muchacho.
– ¡Philip, qué atrevimiento! -exclamó su abuela escandalizada-. ¿Quién ha estado llenándote la cabeza de mentiras?
– Tranquilízate, abuela -intervino Nyssa-. Mamá nos lo ha contado todo. Temía que las malas lenguas nos hicieran daño cuando fuéramos mayores, así que ella misma nos relató lo ocurrido durante su breve estancia en la corte y papá estuvo de acuerdo. Todos sabemos que mamá fue amante del rey Enrique. Afortunadamente, de esa unión no nació ningún hijo así que nunca habrá problemas de sucesión. El rey siempre ha sabido que estaba en deuda con mamá y por eso ha accedido a llevarnos a la corte. ¡Después de todo, los Wyndham de Riveredge somos una familia muy importante! -concluyó.
– ¡Vaya! -bufó lady Morgan sin saber qué decir-. ¡Pues sí que estamos bien!
– ¡Vamos, mamá, no hay para tanto! -exclamó la condesa de Marwood-. Nyssa tiene razón: en cuanto se sepa quién fue su madre toda la corte empezará a chismorrear. Los niños conocen la historia de boca de la propia Blaze y podrán defenderse de los comentarios malintencionados que sin duda les dirigirán las cotillas mayores del reino.
– ¿Y qué me dices de ti, mala madre? -se revolvió la anciana-. ¿Piensas regresar a la vida licenciosa de palacio y dejar a tus hijos al cuidado de los criados?
– He dado a Owen tres hijos y una hija -contestó Bliss, impasible-. Mi marido me prometió que regresaríamos a la corte cuando los niños fueran lo bastante mayores para valerse por sí mismos y eso es lo que pienso hacer.
– Además, yo no me moveré de aquí y podré cuidar de ellos -añadió Blythe, que aborrecía las peleas familiares.
– ¡Necesitaré ropa nueva! -exclamó Nyssa reclamando la atención de sus tías y sus abuelas. ¡Iba a ser dama de honor de la reina y ellas no hacían más que discutir por asuntos sin importancia!
Blythe se hizo cargo de la inquietud de su sobrina y se apresuró a cambiar de conversación.
– Nyssa tiene razón -dijo-. Necesitará renovar todo su vestuario. Sus vestidos son más propios de una campesina que de una cortesana. ¿Tú qué dices, Bliss?
Bliss, la experta en moda de la familia, asintió.
– Tenemos que equiparla de pies a cabeza y no disponemos de mucho tiempo -aseguró-. La nueva reina llegará dentro de dos meses y el rey ha dicho que Nyssa debe estar allí semanas antes.
– La costura no se me da demasiado bien -tonfe-só Nyssa, avergonzada.
– Cuando tu madre se casó con tu padre tuvimos que coserle el ajuar entre todas -rió su tía Blythe-. No te preocupes, pequeña; tendrás tu ropa a punto a tiempo. Lo haremos entre todas y pediremos ayuda a la costurera de tu madre. Mañana mismo empezaremos a escoger las telas.
Al día siguiente, mientras Blaze se recuperaba del alumbramiento de las gemelas, Nyssa y sus tías Bliss y Blythe recorrieron el almacén de telas. Nyssa estaba nerviosísima: en sus dieciséis años de vida no había atravesado nunca los límites de las tierras de los Wyndham.
– Ésta no me gusta, tía -protestó cuando la condesa de Marwood separó varios metros de tela ricamente bordada-. Es demasiado elegante.
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