– ¿Qué significa esto, mi pequeña Cat? -replicó él esbozando una amplia sonrisa. Cat comprobó que seguía teniendo una boca preciosa y una dentadura perfecta-. Acabo de llegar de Irlanda. ¿No me dedicas unas palabras de bienvenida?

– ¿Estáis loco? -exclamó ella, enojada-. ¿Cómo os atrevéis a dirigiros a vuestra reina en ese tono? Decid de una vez qué queréis y esfumaos.

– Quiero que me ayudes a hacer fortuna en la corte -contestó Francis Dereham-. Es lo mínimo que una mujer puede hacer por su marido.

– Nosotros no somos marido y mujer.

– ¿Has olvidado las promesas de amor que nos hicimos hace sólo tres años? Yo no.

– Entonces tenía sólo catorce años y no sabía de qué estaba hablando -replicó Cat-. Además, no podéis probar que ocurriera nada entre nosotros. Si os atrevéis a organizar un escándalo, me aseguraré de que acabéis vuestros días bajo el hacha del verdugo. Ahora soy la reina de Inglaterra y me debo al rey.

– Nuestra relación no era ningún secreto -continuó él-. Casi todos los habitantes de Lambeth estaban al corriente de lo que ocurría entre nosotros. Un pajarito me ha dicho que Joan Bulmer y las otras doncellas han conseguido puestos muy jugosos. ¿Por qué no puedes ser amable también conmigo? La duquesa Ag-nes dice que podría ser un excelente secretario. ¿Tú que opinas?

– No necesito ningún secretario.

– Piénsalo bien, Cat -insistió Francis Dereham.

– Antes de tomar una decisión debo consultar al rey -replicó Catherine.

– Tus deseos son órdenes para él. Tú misma lo proclamas a los cuatro vientos y te sientes orgullosa de ello.

Catherine le dirigió una mirada cargada de odio. Francis Dereham la tenía en sus manos.

– Está bien -accedió finalmente-. Podéis trabajar como mi secretario personal durante una temporada. Ahora, marchaos; quiero estar sola.

Catherine se volvió de espaldas y esperó hasta que Francis Dereham hubo abandonado la habitación. Cogió el primer objeto que encontró y lo lanzó con fuerza contra la pared.

– ¡Nyssa! -sollozó-. ¡Ven, te necesito!

Las damas de la reina oyeron los gritos de su señora y se miraron extrañadas. Nunca la habían oído gritar así. Nyssa se puso en pie de un salto y corrió al lado de su amiga.

– ¿Qué te ocurre, Cat? -preguntó-. ¿Por qué lloras?

La reina no contestó y siguió sollozando, presa de un ataque de nervios. Nyssa le sirvió una copa de vino y se la tendió. Mientras la reina bebía, trató de tranquilizarla con palabras amables y, cuando lo hubo conseguido, repitió la pregunta.

– Soy tan desgraciada, Nyssa -se lamentó Cat-. ¡Odio a ese hombre pero no tengo más remedio que hacer todo lo que me pida! Estoy en sus manos.

– ¿Por qué? Dime la verdad, Cat. Quizá yo pueda hacer algo por ti.

– Se llama Francis Dereham y vivió en el castillo de Lambeth durante una temporada. Él… bueno, él se tomó ciertas libertades conmigo y ahora amenaza con decírselo al rey si no le nombro mi secretario personal. Si mi abuela hubiera sabido lo que ocurrió entre nosotros se habría asegurado de que el señor Dereham sufriera algún «percance» por el camino.

– Si no recuerdo mal, una vez me hablaste de él. ¿No fue uno de tus pretendientes?

– Sólo estaba fanfarroneando -contestó Catherine bajando la mirada y ruborizándose.

– ¡Te aconsejé que se lo contaras al rey! -la regañó Nyssa-. Si te hubieras sincerado con él antes de casarte habría perdonado tus pequeños deslices y ahora nadie podría hacerte chantaje. Estás atrapada, Cat, y sólo te queda rezar para que Francis Dereham mantenga la boca cerrada.

– Ya lo sé -gimió Catherine tras apurar la copa de un sorbo.

– Secaos las lágrimas, majestad -dijo Nyssa con voz suave ofreciendo su pañuelo a su amiga-. Nadie debe saber que habéis llorado o empezarán a haceros preguntas comprometedoras.

– ¿Qué sería de mí si no estuvieras aquí para aconsejarme y hacerme compañía? -sollozó la reina tomando el pañuelo y enjugándose las lágrimas-. ¡Eres tan buena conmigo! Nunca pensé que ser reina de Inglaterra fuera tan complicado. ¡Prométeme que nunca me abandonarás!

– No puedo prometerte tal cosa -replicó Nyssa con firmeza-. Si me quieres tanto como aseguras, déjame volver a casa -suplicó-. Echo mucho de menos a mis hijos.

– Si regresas a Winterhaven no volverás a ver a Sin Vaughn nunca más -rió Catherine cambiando de tema rápidamente-. Te felicito; le has impresionado. ¿Le encuentras guapo? ¿Crees que es más guapo que mi primo Varían?

– Confieso que me parece un tipo atractivo y muy hábil pero no es ni la mitad de guapo que Varían -contestó Nyssa-. Dicen que es un seductor y un calavera. A ninguna de las dos nos conviene ser vistas en su compañía, Cat -añadió. Después de reflexionar unos momentos, decidió no hablar a su amiga de su encuentro con Cynric Vaughn en la abadía abandonada. Sabía que la reina sería incapaz de mantener la boca cerrada y que interpretaría aquel episodio a su manera.

– ¿Fue Bessie o Kate quien dijo una vez que los tipos misteriosos y de mala reputación resultan mil veces más interesantes que los hombres como Dios manda? -trató de recordar Catherine provocando las carcajadas de Nyssa.

Aquella noche el rey, que estaba de un humor excelente porque la caza se le había dado bien, pidió a Nyssa y a su esposa que bailaran para él. Mientras observaba los giros y piruetas que las jóvenes realizaban, sonreía complacido. Catherine lucía un vestido de seda de color rosa, un color que, según el rey, realzaba el tono castaño claro de su cabello y Nyssa también estaba muy bonita con un vestido de color verde manzana adornado con incrustaciones de perlas y peridotos en el corpino. Cuando hubieron terminado, Enrique Tudor las sentó sobre sus rodillas y habló a Nyssa cariñosamente:

– Esta noche has bailado tan bien que te concederé un deseo. Pídeme lo que quieras.

– Deseo regresar a casa, majestad -respondió Nyssa sin dudar un instante y besándole en la mejilla.

– ¡Ah, picarona! -rió el rey-. Tu deseo me costará el enojo de mi Catherine, pero te he dado mi palabra de honor y te lo concederé. Pasarás las Navidades en tu casa.

– Gracias, majestad.

– A mí no me engañas, jovencita. Tu marido asegura que le has atrapado en tu tela de araña y que, aunque quisiera, no podría escapar. Después de todo, te hice un favor obligándote a casarte con él, ¿no es así, pequeña? -añadió, orgulloso.

– Soy muy feliz, majestad -confesó Nyssa-. Gracias por haber sido tan generoso conmigo.

– ¿Y qué desea mi pequeña rosa sin espinas? -preguntó Enrique Tudor volviéndose hacia su esposa-. ¿Un vestido nuevo? ¿Una piedra preciosa?

– No, majestad -contestó Catherine-. Ayer llegó un pariente lejano de mi abuela, la duquesa Agnes, quien me pide que le nombre mi secretario personal. ¿Tengo vuestro permiso para darle ese puesto?

– Está bien -accedió el rey-. La quejica de tu abuela nos ha hecho un gran favor al quedarse en casa y no acompañarnos en este viaje y merece ser recompensada. Por cierto, ¿cómo se llama ese caballero?

– Francis Dereham, señor -respondió Catherine haciendo un guiño cómplice a Nyssa.

La caravana llegó a la ciudad de York a mediados del mes de septiembre. El otoño estaba cerca y no dejaba de llover, por lo que el viaje empezaba a resultar fastidioso. Enrique Tudor planeaba entrevistarse allí con su sobrino, el rey Jacobo de Escocia, y se rumoreaba que la ceremonia de coronación de la reina podía celebrarse en la catedral de la ciudad, pero el rey se apresuró a asegurar que Catherine no sería coronada reina hasta que quedara embarazada.

El campamento se instaló junto a una vieja abadía y el rey empezó a preparar su entrevista con su sobrino. Mientras esperaban la llegada de éste, los caballeros se entretenían cazando. Un día abatieron doscientos ciervos y las marismas cercanas al río ofrecían tal abundancia de patos, gansos, cisnes y pescado que los caza dores estaban disfrutando como nunca. Los cocineros trabajaban tan duro como si estuvieran en Hampton Court o en Greenwhich para que toda aquella carne no se echara a perder.

Nyssa no acompañó a los hombres en la primera cacería porque le dolía la cabeza. Al enterarse de que Catherine también había preferido quedarse en el campamento, decidió acercarse a su tienda para hacerle compañía. Catherine no sabía entretenerse sola y necesitaba rodearse de gente cuya única ocupación fuera hacerle pasar un rato agradable. Los guardias la saludaron con una sonrisa y la dejaron entrar en la tienda. Una vez dentro, Nyssa comprobó que el salón estaba vacío y que no había rastro de las damas que siempre corrían de aquí para allá cumpliendo las órdenes de su caprichosa reina.

– Cat… -llamó en voz baja-. Cat, ¿estás ahí?

Al no recibir respuesta, se dirigió a la antecámara que daba paso al dormitorio de la reina, pero tampoco encontró a nadie allí. Quizá esté dormida, se dijo apartando la cortina para comprobarlo.

Lo que vio la dejó boquiabierta. La reina y Tom Culpeper yacían sobre la gruesa manta de pelo que cubría el lecho real. Una lámpara de aceite ardía junto a ellos y proyectaba una luz dorada que envolvía sus cuerpos entrelazados. Cat estaba completamente desnuda y Tom Culpeper sólo vestía una camisa de seda abierta. Durante un fugaz instante Nyssa vio los pechos redondos y colmados de la reina mientras su amante cambiaba de posición y se tendía entre sus piernas. Cat estaba sofocada y gemía de placer.

– ¡No te detengas, Tom! -la oyó decir Nyssa-. ¡Folíame, cariño! ¡Sigue, sigue! ¡Te necesito tanto! ¡Así, cariño, así!

– Disfruta, mi pequeña Cat -contestó Tom Culpeper-. Yo no soy ese viejo enfermo con quien te has casado. Te voy a follar bien, como he hecho otras veces y como espero hacer en el futuro.

Nyssa dejó caer la cortina y abandonó la tienda de la reina a toda prisa. No daba crédito a lo que sus ojos acababan de ver. ¡No podía ser! Debo de haber sufrido una alucinación, se dijo apoyándose en un árbol y cerrando los ojos. Las imágenes que acababa de presenciar se repetían una y otra vez. Abrió los ojos de golpe y se dijo que necesitaba tiempo para pensar qué iba a hacer… si es que podía hacer algo.

Cuando llegó a su tienda llamó a Bob, el mozo de establos, y le ordenó que ensillara un caballo.

– ¿Vais en busca de los hombres, señora?

– No -contestó Nyssa-. Quiero dar un paseo sola, a ver si se me pasa el dolor de cabeza. No me alejaré mucho, así que no es necesario que me acompañes.

El mozo corrió a cumplir sus órdenes y Nyssa entró en la tienda.

– Tillie, tráeme la falda de montar color verde y las botas -pidió.

– Estáis muy pálida, señora -advirtió su doncella-. ¿Os encontráis bien? ¿Por qué no os echáis un rato?

– No, Tillie. Necesito un poco de aire fresco. ¡Odio la corte y a sus gentes con todas mis fuerzas!

Tillie guardó silencio y ayudó a su señora a vestirse con una falda de terciopelo verde y un corpino color púrpura y dorado. Arrodillándose, le calzó las botas y se las abrochó.

– ¿Vais en busca de los hombres, señora?

– Voy a dar un paseo sola.

– Deberíais dejar que Bob os acompañara. El señor se enojará si se entera de que habéis salido sola. Estos caminos son muy peligrosos.

– Apuesto a que no son ni la mitad de peligrosos que la vida en la corte -replicó Nyssa, irritada-. He dicho que quiero estar sola y el señor no tiene porqué enterarse si nadie se lo dice. ¿Me has entendido, Tillie? -añadió golpeando cariñosamente el hombro de su doncella y saliendo de la tienda.

Montó el caballo que Bob había ensillado y partió a toda velocidad sin saber a dónde se dirigía. ¡El paisaje era tan aburrido! Todo cuanto se divisaba era cielo y colinas teñidas de los colores del otoño. Cabalgó hasta lo alto de una colina y decidió dar un respiro a su caballo. Desmontó y contempló el paisaje que se extendía a sus pies mientras se sumía en sus pensamientos.

Había sorprendido a la reina en flagrante adulterio y no sabía qué debía hacer. Enrique Tudor adoraba a Catherine y reprendía severamente a todo aquel que osaba a hablar mal de ella en su presencia. No puedo acusar a la reina sin pruebas, se lamentó Nyssa. Si lo hago, todo el mundo pensará que estoy celosa de ella y que deseo desacreditarla a ojos del rey para ocupar su lugar. Se volverá a hablar del turbio episodio de mi boda con Varian y me acusarán de Dios sabe qué. Aunque el adulterio y la traición me repugnan, debo guardar silencio. Ni siquiera estoy segura de que deba contárselo a Varian. Se lo dirá a su abuelo y el duque reprenderá a Cat. Ella se pondrá furiosa y se enojará conmigo por hablar demasiado. Será la palabra de una humilde mujer de campo contra la de la reina de Inglaterra. Debo guardar silencio por el bien de mi familia.

– Nunca he visto una mirada tan seria en los ojos de una mujer -dijo una voz familiar sacándola de sus cavilaciones. Nyssa se volvió y descubrió que se trataba de Cynric Vaughn-. Un penique por vuestros pensamientos, mi querida condesa de March.