– Pienso en mis hijos y en cuánto me gustaría estar en Winterhaven -mintió la joven-. Adoro la vida del campo y detesto la corte -confesó.

– Cuando os he visto abandonar el campamento a todo correr, he creído que ibais a encontraros con vuestro amante.

– ¿Cuántas veces tendré que deciros que mi marido es mi único amante? -replicó Nyssa, irritada.

– Muy original, pero un poco aburrido. No vale la pena esforzarse por explicar a este hombre qué significa la palabra amor, se dijo.

– ¿Por qué no habéis acompañado a los hombres, señor? -preguntó.

– Al rey le encanta cazar, pero yo lo encuentro un deporte estúpido -contestó Cynric Vaughn-. Decidme, señora, ¿qué estaríais haciendo en estes momentos si estuvierais en vuestra casa?

– Preparar conservas y sidra; y en octubre, fermentar la cerveza.

Cynric Vaughn estalló en carcajadas y su caballo se revolvió inquieto.

– Creía que eso lo hacían los criados.

– En efecto, pero ese trabajo debe ser supervisado por alguien. Mi madre siempre dice que la única manera de conseguir que los criados hagan bien su trabajo es instruirles adecuadamente.

– ¿Y qué me decís de los mayorales y las amas de llaves? ¿Tampoco os ayudan?

– Nos ayudan y en ocasiones nos sustituyen, pero no pueden ocupar nuestro lugar. Las haciendas sin patrón no prosperan porque hace falta una mano firme que llame al orden a los empleados de vez en cuando.

– Comprendo -murmuró sir Vaughn-. Ahora entiendo por qué mi hacienda va de mal en peor. El problema es que necesito a una mujer rica para ponerla en condiciones y no puedo cazar ninguna mujer rica sin una hacienda en condiciones -rió-. Mientras decido cómo solucionar mi problema, permanezco en la corte y disfruto de los placeres de la vida.

– ¿Dónde se encuentran vuestras tierras? -preguntó Nyssa montando de nuevo y emprendiendo el camino de regreso al campamento.

– En Oxfordshire -contestó él siguiéndola-. Creo que os gustarían. Poseo una casa en ruinas y varios cientos de acres de tierra poblada de maleza y matorrales.

– ¿Por qué no habéis contratado a arrendatarios que cuiden de ellas? -inquirió Nyssa, extrañada-. ¿No criáis ganado ni ovejas?

– Veo que sois una verdadera mujer de campo

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– no el.

– La tierra y las gentes que la trabajan son la mayor riqueza de Inglaterra -aseguró la joven-. Preguntádselo al rey y veréis cómo está de acuerdo conmigo.

– Acepto la regañina con humildad -sonrió Cyn-ric Vaughn agachando la cabeza-. Quizá vos podríais enseñarme todo cuanto necesito saber para convertirme en un granjero modélico.

– Os burláis de mí.

– Nada más lejos de mi intención, señora -protestó él fingiéndose ofendido.

– Entonces, ¿habéis decidido volver a las andadas?

– inquirió Nyssa mientras se preguntaba si Tom Cul-peper habría confiado su secreto a Cynric Vaughn. Si lo había hecho, Cat se encontraba en una situación muy comprometida. Debía averiguarlo-. ¿Estáis coqueteando conmigo otra vez?

– Me parece que sois vos la que está coqueteando conmigo.

– ¿No fuisteis vos quien me aconsejó que me olvidara de Tom Culpeper?

– Os advertí que tiene una amante muy celosa -replicó Cynric Vaughn acercando su rostro al de Nyssa.

– Me pregunto a qué se debe tanto interés por mi vida privada -sonrió Nyssa. Nunca se había comportado de una manera tan descarada, pero no tenía tiem po que perder. Si no conseguía hacer entrar en razón a Cat antes de que la caravana regresara a Londres, corría el peligro de ser descubierta con las manos en la masa.

– ¡Os deseo, Nyssa! -confesó sir Vaughn apasionadamente-. ¡La sola idea de saberos enamorada de otro hombre me saca de mis casillas! Culpeper es un mal bicho. ¡Vos merecéis algo mejor!

– Creía que Tom Culpeper era vuestro mejor amigo -replicó Nyssa-. Además, os recuerdo que soy una mujer casada. Conozco las malvadas intenciones de vuestro amigo Tom y creo que deberíais advertirle que está jugando con fuego.

– Ya lo he hecho -replicó Cynric-. Pero Tom no está dispuesto a renunciar a los favores de su hada madrina.

Habían llegado al campamento. Sir Cynric Vaughn acompañó a Nyssa hasta su tienda y la ayudó a desmontar. Sus rostros estaban muy cerca y, cuando Nyssa hizo ademán de alejarse, su acompañante la sujetó con fuerza y le sonrió con picardía.

– Éste es un juego muy peligroso pero si vos lo deseáis, os enseñaré las reglas con mucho gusto -siseó antes de soltarla y alejarse con paso firme.

– ¿Puedo llevarme el caballo, señora? -preguntó

Bob.

– Sí -contestó Nyssa, aturdida, tendiéndole las riendas-. No le he forzado mucho; sólo hemos hecho un poco de ejercicio.

¿En qué demonios estaba pensando cuando había empezado a coquetear con Cynric Vaughn? Era un hombre peligroso sin conciencia ni moral. No volveré a provocarle, se prometió, furiosa consigo misma. Por lo menos, había averiguado que estaba al corriente de la relación entre Tom Culpeper y la reina Catherine.

Si Catherine era descubierta, todos los Howard caerían con ella. Recordó las palabras de Varian: «Soy el único nieto de Thomas Howard.» Los De Winter eran inocentes pero Enrique Tudor era un hombre cruel y despiadado cuando le convenía. No había dudado en asesinar a Ana Bolena cuando ésta había tratado de interponerse en su camino y evitar su matrimonio con Jane Seymour y apenas hacía un año y medio que había decidido deshacerse de su cuarta esposa. Thomas Cromwell y la condesa de Salisbury, dos personas inocentes, habían pagado con su vida su lealtad al rey. Nyssa se estremeció. Debía averiguar si alguien más conocía las infidelidades de Catherine.

El rey envió un mensaje a Jacobo V de Escocia, hijo de su hermana Margaret, y le invitó a visitar el campamento cuando la vieja abadía terminó de ser restaurada. María de Guisa, esposa del rey Jacobo y embarazada de su tercer hijo, rogó a su marido que no acudiera a aquella entrevista. Ahora que sus otros dos hijos habían muerto y Escocia no tenía heredero, temía que le ocurriera algo. Sus consejeros también le recomendaron no acudir a la cita con el monarca inglés alegando que podía tratarse de una trampa. ¿Quién le aseguraba que Enrique Tudor no aprovecharía la ocasión para hacerle prisionero e invadir Escocia? Jacobo decidió hacer caso a su intuición y a sus consejeros y no viajar a York.

Cada día, los guardias que vigilaban la frontera con el país vecino visitaban el campamento y comunicaban a Enrique que no había rastro de los escoceses. A todos les extrañaba que aquella frontera, escenario de numerosos enfrentamientos, permaneciera tranquila como una balsa de aceite, pero el rey tardó cinco días en aceptar la realidad: su sobrino había decidido no acudir a la cita. Como solía ocurrir cuando las cosas no le salían según lo planeado, Enrique descargó su ira en quienes le rodeaban. Fue la reina Catherine quien, a fuerza de paciencia, consiguió apaciguarle y, cuando el monarca hubo recuperado el buen humor, ordenó emprender el viaje de regreso a Londres. El otoño se les había echado encima y el tiempo cada vez era más desapacible.

Atravesaron el Derwentwater y llegaron a la ciudad de Hull, situada a orillas del río Humber. La caravana real recorrió las verdes colinas casi desprovistas de árboles. Los carros cargados con las tiendas y los baúles subían y bajaban las pendientes mientras los jinetes, ajenos a todo aquel trasiego del que se ocupaban los criados, bromeaban y charlaban animadamente y los perros ladraban mientras trataban de mantener el paso de los caballos.

La ciudad de Hull, un puerto de pesca, había sido visitada por el rey Eduardo I en 1299 y desde ese momento había pasado a llamarse Kingston Upon Hull.1 Nadie imaginaba las razones de Enrique Tudor para detenerse allí, pero, ante el alborozo de todo el mundo, el 1 de octubre el tiempo mejoró notablemente. Las nubes desparecieron y dejaron paso a un cielo azul en el que el sol lucía con todo su esplendor. Soplaba una brisa suave que mantenía el calor a raya y hacía que la temperatura fuera muy agradable. El campamento se instaló frente a la playa y, cuando Enrique Tudor expresó su deseo de pescar, sus subditos no pudieron evitar preguntarse de dónde sacaba tanta energía, aunque se consolaron pensando que en un bote uno podía sentarse y esperar tranquilamente hasta que picaran. Las mujeres aprovecharon el buen tiempo para descansar, tomar el sol, bañarse y lavar la ropa antes de abandonar el lugar cinco días después. Una tarde, Nyssa se acercó a la tienda de la reina y descubrió a lady Rochford y a Tom Culpeper ocultos tras un toldo. Aprovechando que estaban demasiado enfrascados en su conversación para reparar en la presencia de una intrusa, se dispuso a escuchar con atención.

1. La Muy Leal Ciudad de Hull (N. de la T.)

– Debes tener paciencia, Tom, muchacho -decía lady Rochford-. Ella también se muere de ganas de estar contigo, pero éste no es el mejor lugar. Las damas entran y salen de las habitaciones de su majestad a todas horas y no es tan fácil deshacerse de ellas cada vez que deseáis veros a solas. Muchas de ellas están celosas y esperan la ocasión de desacreditarla a ojos del rey. Su majestad tiene un corazón de oro, pero es demasiado ingenua y se niega a creer que muchas no dudarían en traicionarla -se lamentó-. Lo siento, Tom, pero deberás esperar a un momento más propicio para volver a verla -concluyó negando con la cabeza.

– Jane, sabes que nunca pondría su vida en peligro, pero, que Dios me perdone, la amo y no puedo soportar estar tan cerca de ella y no poder acercarme -replicó Tom Culpeper-. ¡Cada vez que oigo al rey fanfarronear sobre cómo la ha usado y cómo gritaba ella de placer me entran ganas de hacer una locura!

– Si no te tranquilizas, lo echarás todo a perder -le regañó lady Rochford-. El rey tiene cincuenta años… ¿Crees que vivirá mucho más? Cuando muera Cat será sólo tuya, pero de momento debes ser prudente.

Nyssa se alejó de la tienda de puntillas. No quería que la descubrieran espiando y tampoco deseaba seguir escuchando aquella conversación. Estaba desconcertada. ¿Cómo se atrevían a desear la muerte del rey? Podía acusarles de traición pero sabía que, si lo hacía, ellos negarían haber dicho aquella atrocidad. Era su palabra contra la de Tom Culpeper y Jane Rochford. ¿Y quién era ella? Era ni más ni menos que Nyssa Wyndham, candidata junto con Cat a convertirse en la quinta esposa de Enrique Tudor y misteriosamente casada con el único nieto del duque de Norfolk.

Lo único que podía hacer era hablar con la reina y tratar de hacerla entrar en razón. ¿Acaso no eran amigas? Cat lo repetía cien veces al día y no se molestaría cuando le dijera que conocía su secreto. Le dejaría muy claro que su intención no era faltarle al respeto ni molestarla, sino ayudarla. Debía hacerle^comprender que era necesario que dejara de ver a Tom porque, si el rey descubría su infidelidad, muchos inocentes pagarían con su vida aquel pequeño desliz de su reina. Gracias a Dios, Cat era una mujer inteligente y Nyssa estaba segura de que enmendaría su comportamiento antes de que fuera demasiado tarde. Definitivamente, tenía que hablar con la reina cuanto antes.


– ¿De qué estás hablando, Nyssa? -inquirió Ca-therine mientras se retorcía las manos nerviosamente-. ¿Qué quiere decir «lo sabes»?

Las dos amigas daban un paseo por la playa. Aunque hacía muy buen día, el horizonte cargado de nubes presagiaba que el tiempo no tardaría en empeorar. Aquél era su último día en Hull. Estaba previsto que la caravana emprendiera la marcha hacia la capital al día siguiente, por lo que Nyssa había tenido que hacer prodigios para quedarse a solas con Catherine y deshacerse de su amante. Durante el banquete celebrado la noche anterior, había dicho al rey que corría el rumor de que Tom Culpeper era un experto pescador, pero que nadie había visto nunca sus trofeos. Ante el regocijo de Nyssa, Enrique Tudor había insistido hasta que Tom Culpeper había accedido de mala gana a unirse a los pescadores al día siguiente.

No le había costado mucho convencer a Catherine de que la acompañara a dar un paseo porque, pasada la novedad de la presencia de su amiga, la reina volvía a dar muestras de aburrimiento. Sabedora de que iba a tener que pasar las próximas semanas encerrada en una carroza y que el buen tiempo no volvería hasta la próxima primavera, se mostró encantada de salir a disfrutar por última vez del aire fresco y el sol.

– ¿Vas a decirme de una vez eso tan importante? – insistió.

– Sé lo tuyo con Tom Culpeper.

– No sé de qué estás hablando -replicó Catherine.

– No lo niegues, Cat. Os vi juntos -añadió enrojeciendo al recordar la escena-. Te juro que no estaba espiando. Fue el día que los hombres salieron a cazar y yo me quedé porque me dolía la cabeza. Cuando me sentí un poco mejor fui a proponerte que jugáramos a las cartas. Te llamé pero no contestaste así que, pensando que dormías, entré en tu habitación y os descubrí juntos. Lo siento mucho, Cat. Perdona mi indiscreción.