– Es verdad -confesó Varían-. Creo que deberíamos aprovechar cada minuto a solas. Así me gusta; buena chica -añadió acariciándole un pecho. Inclinó la cabeza y besó su piel ligeramente salada. Nyssa gimió y cambió de postura para estar más cerca de él. Varían besó y mordisqueó la piel sensible de su pecho hasta hacerla gritar. La obligó a echar la cabeza hacia atrás y buscó la piel suave de su garganta con insistencia.
– ¡Te quiero tanto! -le susurró Nyssa al oído-. No quiero ser otra cosa que tu esposa y tu amante.
Varían estaba avergonzado de la pasión que se había apoderado de su cuerpo pero advirtió que Nyssa estaba tan excitada como él. La joven sollozaba de placer mientras se decía que no podía imaginar una sensación más agradable que la de tener a su marido en su interior. Cuando hubieron terminado, no se separó de su abrazo, contenta de haberle dejado satisfecho. Sabía que no tardarían mucho en volver a dejarse llevar por el deseo y que esta vez sería mejor que la anterior. Siempre ocurría lo mismo: un ansia casi insaciable de poseer al otro seguía a aquellas breves pausas. Como ocurría cada vez que estaba con su marido, se preguntó si habría quedado embarazada. Varían y ella deseaban tener muchos hijos.
Cuando Tillie les despertó todavía no había amanecido. Salieron de su tienda y comprobaron que los criados se afanaban en desmontar el campamento. Tillie y Toby les ayudaron a vestirse con ropas de viaje cómodas y calientes y les sirvieron el desayuno: avena caliente, pan recién hecho, jamón y queso. Sabedores de que pasarían varias horas antes de que volvieran a comer, Varían y Nyssa no dejaron una migaja en el plato.
– He empaquetado un poco de pan y queso y algunas manzanas por si les apetece comer algo durante el viaje -dijo Toby-. Los criados del rey dicen que su majestad desea llegar a Londres cuanto antes, así que supongo que la jornada a caballo será larga y fatigosa.
– ¿Habéis comido algo vosotros? -se interesó Va-rian-. La jornada será tan dura para nosotros como para nuestros criados.
– ¿Cuándo volveremos a casa, señora? -quiso saber Tillie.
– Confío en que el rey nos dé permiso para abandonar la caravana cuando lleguemos a Amphill testó Nyssa-. Me prometió que podríamos pasar las Navidades en casa. Nosotros también echamos mucho de menos Winterhaven.
El buen tiempo que les había acompañado durante su breve estancia en Hull había cambiado. Corría octubre y los días cada vez eran más cortos, húmedos y fríos. Los árboles cambiaban sus colores del verano por los ocres, marrones y dorados del otoño. La temporada de caza había finalizado y la caravana avanzaba a marchas forzadas hacia el sur en busca de los gruesos muros de piedra que les protegerían del frío del invierno.
El tiempo húmedo y desapacible empezaba a perjudicar la pierna enferma de Enrique Tudor, que montaba uno de los caballos que lady Ana de Cleves le había regalado y soportaba el frío, la lluvia y el dolor estoicamente. Ante la desesperación del conde de March, que deseaba recordarle su promesa de permitirles regresar a casa, las únicas personas con quienes consentía hablar eran su esposa y su bufón.
– No nos queda más remedio que esperar hasta que la caravana llegue a Windsor -suspiró resignado-. Ahora no hay manera de acercarse a él.
Nyssa se sintió descorazonada pero trató de ocultar su decepción. La caravana se detuvo un día en Kettleby para descansar y la reina aprovechó para iniciar los preparativos de las fiestas de Navidad.
– Las celebraciones se harán en Hampton Court y durarán doce días -dijo a sus damas-. ¡Adoro ese palacio! Vamos, Nyssa, juguemos una partida de cartas -propuso-. Últimamente siempre me ganas, así que exijo la revancha. Enrique dice que debería mejorar mi juego en vez de apostar tanto.
Nyssa estuvo tentada a recordar a Cat que no pensaba pasar las Navidades en Hampton Court pero decidió guardar silencio. Cat podía enojarse y predisponer al rey en su contra. Era mejor no contradecirla y esperar un momento más propicio. Volvió su atención a la partida de cartas y dejó ganar a Cat hasta que ésta hubo recuperado lo que había perdido en las últimas noches.
– Habéis sido muy astuta esta noche, lady De Win-ter -le susurró lady Rochford cuando se disponía a marcharse-. Es una lástima que no juguéis vuestras cartas con tanta habilidad cuando se trata de asuntos más delicados.
– No sé de qué estáis hablando -replicó Nyssa escudriñando el rostro inescrutable de la dama-. Lo siento, pero los jeroglíficos no se me dan nada bien.
Abandonó la tienda de la reina y se perdió en la oscuridad de la noche. Las tiendas ocupaban siempre la misma situación en el campamento y el camino estaba bien iluminado, así que rechazó la compañía del soldado que se ofreció a escoltarla. De repente, advirtió que alguien seguía sus pasos. Cuando se volvió, dos hombres la sujetaron por los brazos y la apartaron del camino principal.
– Si gritáis, os corto la garganta -amenazó una voz familiar.
¿Cómo voy a gritar si no puedo?, pensó Nyssa, paralizada por el miedo. ¿Quiénes eran aquellos hombres y qué querían de ella? Apenas llevaba joyas.
Aquella noche el campamento había sido levantado junto a las ruinas de un viejo monasterio y sus asaltantes la arrastraron hasta allí. En ese momento asomó la luna y Nyssa descubrió que se trataba de Tom Culpe-per y sir Cynric Vaughn. Emitió un suspiro de alivio y se volvió hacia ellos, furiosa.
– ¡Me han dado un susto de muerte, señores! -siseó-. ¿Cómo se atreven a asaltarme en mitad de la noche como si fueran salteadores de caminos?
Hizo ademán de emprender el regreso al campa mentó pero Tom Culpeper le hincó unos dedos como garras en el brazo.
– No tan deprisa, señora -espetó-. Vos y yo tenemos que hablar. Os habéis mezclado en un asunto que no es de vuestra incumbencia y por vuestra culpa hay una dama que está inquieta y confundida. Estoy aquí para asegurarme de que dejéis de meteros donde no os llaman.
– Y vos habéis puesto en peligro la vida de esa dama
– replicó Nyssa-. Si la quisierais de verdad, dejaríais de verla inmediatamente. ¡Tom Culpeper, sois un egoísta y un oportunista! -acusó-. ¿No os dais cuenta de que.vuestra vida también corre peligro? Lady Rochford conoce vuestro secreto y la muy irresponsable alienta ese comportamiento. A cada día que pasa, el peligro de que el rey os descubra aumenta.
– Pero vos no se lo diréis, ¿verdad?
– ¿Yo? ¿Estáis loco? Nunca traicionaría a Cat ni me atrevería a dar una noticia tan desagradable al rey. ¡Naturalmente que no se lo diré! ¿Es eso lo que os preocupa? Tom Culpeper, sois un tonto.
– No os creo -replicó Tom Culpeper-. Si el rey no se hubiera casado con Cat, vos seríais su esposa. La reina me ha dicho que su tío, el duque de Norfolk, os obligó a casaros con lord De Winter para evitar que el rey os escogiera. Si mi señora cayera en desgracia, el rey volvería a fijarse en vos.
– Tom Culpeper, escuchadme con atención -dijo Nyssa escogiendo sus palabras con cuidado-. Yo nunca quise convertirme en la reina de Inglaterra, ¡nunca! Es cierto que me casé con mi marido porque el duque así lo ordenó, pero le quiero y también quiero a nuestros hijos. Creo que estoy embarazada de nuevo
– mintió-. No apruebo el comportamiento de Cat pero no seré yo quien la delate porque mi familia sufriría las consecuencias. Tampoco lo haré por principios porque soy consciente de que la gente implicada en este asunto desconoce el significado de esa palabra. ¡Y ahora, dejadme marchar! -ordenó-. Mi marido debe estar preguntándose dónde estoy y supongo que no os gustaría que os descubrieran aquí y empezara a hacer preguntas comprometedoras.
– Quizá estéis diciendo la verdad… o quizá no. ¿Quién me asegura que no tratáis de engañarme para que os deje marchar? Antes de eso, os enseñaré una muestra de lo que puede ocurrir si os vais de la lengua -añadió sujetándole los brazos a la espalda y levantándola en el aire-. Toda tuya, Sin. ¿Sabíais que mi amigo Sin os desea?
– Si me ponéis una mano encima, gritaré -amenazó Nyssa.
– Si lo hacéis, diremos que habéis sido vos quien nos ha citado aquí. Vamos, Sin, enséñale lo que es bueno.
Sin Vaughn avanzó y amordazó a Nyssa con un pañuelo de seda. Con una mano le acarició la mejilla mientras con la otra empezaba a desabrocharle el abrigo y el corpino. Le arrancó la ropa interior y le clavó las uñas en el pecho.
Nyssa se revolvió pero Tom Culpeper consiguió mantenerla inmóvil. Quiso gritar pero el pañuelo le impedía articular palabra. Su atacante sonrió y, sin soltarle un pecho, inclinó la cabeza y empezó a succionarle el otro pecho mientras le mordía el pezón. Lágrimas de dolor y humillación resbalaban por las mejillas de Nyssa y apenas podía respirar. Sir Vaughn le clavó los dientes en el otro pecho y la joven arqueó la espalda.
– Déjame seguir, Tom -pidió Sin a su amigo-. Ya sé que te he prometido esperar, pero no puedo. ¡Dios, es deliciosa!
– Ni hablar -replicó Tom Culpeper-. Si la fuerzas ahora, Cat me matará.
– Entonces déjame tocarla un poco más antes de soltarla -dijo levantándole la falda, sujetándosela en la cinturilla y arrancándole la ropa interior. Se arrodilló e introdujo la cabeza entre sus piernas.
Nyssa se dijo que no podía permitir que aquel atropello continuara. Se hizo hacia adelante y, cuando Tom Culpeper trató de enderezarla, descargó un fuerte rodillazo en la mandíbula de Sin Vaughn, que se quebró con un crujido. Sir Vaughn cayó al suelo hecho un ovillo y Tom Culpeper soltó a Nyssa para socorrer a su amigo. La joven se arrancó el pañuelo que le tapaba la boca y trató de recuperar la respiración mientras se bajaba la falda y cubría su desnudez. Cynric Vaughn había perdido el sentido.
– ¿Qué le has hecho, zorra? -espetó Tom Culpeper.
– Si vos o ese animal volvéis a ponerme la mano encima explicaré a mi marido el desgraciado incidente de esta noche -amenazó-. De momento guadaré silencio porque estoy segura de que no esperaría a mañana para mataros. ¿Cómo podría explicar su comportamiento sin delatar a Cat? Tampoco diré nada a la reina porque la muy ilusa cree haberse enamorado de vos y no me creería, pero os lo advierto: ¡alejaos de mí!
– Os recuerdo que tenéis dos hijos. Pensad en ellos •cada vez que os sintáis tentada a hacer una tontería.
– Atreveos a acercaros a mis hijos y os mataré con mis propias manos -prometió Nyssa con los ojos brillantes de ira. Si queréis libraros de mí convenced a Cat de que recuerde al rey su promesa de dejarnos volver a casa.
Después de pronunciar aquellas amenazadoras palabras regresó al campamento. Cuando se encontraba cerca, advirtió que había olvidado recoger su abrigo del suelo pero no se atrevía a volver sobre sus pasos. Tillie le preguntaría a la mañana siguiente dónde lo había dejado y también se daría cuenta de que su ropa interior estaba rota. Decidió contarle lo que había ocurrido y prevenirla contra Tom Culpeper y Cynric Vaughn. La pobre Cat, que sólo veía en Culpeper a un apuesto joven de ojos azules, no imaginaba qué clase de hombre se escondía detrás de aquella apariencia inofensiva.
La caravana continuó su marcha hacia el sur y, tras pasar de largo por Collyweston y Amphill, llegó a Wind-sor el 26 de octubre. La construcción del castillo de Windsor había sido iniciada por Guillermo el Conquistador. Sus muros de piedra sustentados por vigas de madera se levantaban en lo alto de una colina desde la que se divisaba el valle del Támesis. Los reyes que sucedieron a Guillermo I siguieron alojándose allí durante largas temporadas y disfrutando de la excelente caza de la zona. Enrique II sustituyó las murallas de madera por otras de piedra, más solidas, y Enrique III terminó de levantar los muros y añadió nuevas torres. Fue Eduardo III quien convirtió el castillo en una magnífica residencia tras fundar la Orden de la Jarretera, que dio origen a la leyenda del rey Arturo y los caballeros de la Mesa Redonda.
Cuando Eduardo IV accedió al trono la capilla de palacio estaba prácticamente en ruinas y el monarca ordenó iniciar su reconstrucción, aunque nunca la vio terminada. Enrique VIII, el actual monarca, construyó el coro. Jane Seymour, su tercera esposa, estaba enterrada allí, y en numerosas ocasiones el mismo rey había expresado su voluntad de ser enterrado junto a ella. Enrique Tudor consideraba aquel castillo su verdadero hogar desde los años en que era un príncipe joven y apuesto que pasaba largas temporadas allí participando en todo tipo de competiciones y torneos. Aunque había llovido mucho desde entonces, el rey se sentía rejuvenecer cada vez que atravesaba aquellos sólidos muros. La corte asistió atónita al espectáculo del traslado de la cama de su majestad, un mueble que medía ¡más de tres metros cuadrados! El rey era incapaz de subir las escaleras que conducían a las habitaciones del piso superior y, cuando lo hacía, debía ayudarse de una soga y un sofisticado sistema de poleas.
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