– Hazme caso -replicó Bliss-. Es exactamente lo que necesitas. En palacio, todo el mundo viste de punta en blanco a todas horas y en todas las ocasiones. Tienes una piel preciosa, pequeña -añadió inclinándose sobre su sobrina para mirarla de cerca-. Has heredado los ojos azules de tu madre y su rostro en forma de corazón. El color oscuro del cabello, en cambio, es de tu padre, pero el contraste resulta muy atractivo.
– Mamá dice que el cabello de mi padre era más oscuro que el mío -repuso Nyssa. No recordaba a Ed-mund Wyndham, quien había muerto cuando la pe quena sóJo tenía dos años. Anthony, el sobrino de Ed-mund, era el único padre que había conocido.
– Es cierto -asintió su tía-. Tu padre no tenía esos reflejos dorados que adornan tu cabello y tanto te favorecen.
– Heartha dice qué me parezco a él. A veces miro fijamente el retrato de la galería y busco alguna semblanza con él, pero me resulta un extraño.
– Tu padre era un hombre maravilloso -murmuró Bliss, pensativa-. Debes estar orgullosa de ser su hija y de haber heredado su nariz.
– La nariz de mamá no está mal, pero tienes razón -rió Nyssa-. Prefiero la mía.
La condesa de Marwood pasó horas eligiendo terciopelos, tafetanes, brocados, sedas, satenes y damascos. Algunas de estas telas eran lisas y otras estaban tejidas con hilos metálicos. Metros de encaje de color blanco, negro y dorado fueron escogidos para adornar los vestidos de la joven y se decidió que su ropa interior y las medias serían de lana fina, seda, algodón y lino. El cuello de sus abrigos debía ser recubierto de pieles y sus camisones de lino y algodón fueron cuidadosamente bordados. El nuevo guardarropa de Nyssa se completaba con gorros de dormir, sombreros y caperuzas de terciopelo. Los zapatos y botas de cuero fueron confeccionados a medida y, ante el entusiasmo de la joven, su tía insistió en que alguno de los pares se adornara con piedras preciosas.
– ¡Son los vestidos más bonitos que he visto en mi vida! -exclamó Nyssa admirada-. ¿Todo el mundo viste siempre tan bien en palacio?
– Parecerás un gorrión entre pavos reales -rió su madre, que ya se había recuperado del nacimiento de las gemelas-. Nunca trates de brillar más que los poderosos de la corte. Eres muy bonita, Nyssa, y todavía te verás más hermosa con tus nuevas ropas, pero…
– ¡Mamá, estoy tan confusa! -la interrumpió Nyssa-. A ratos estoy impaciente por dejar Riveredge y otras veces tengo miedo de ir a la corte. ¡Nunca he salido de casa! ¿Y si hago o digo alguna inconveniencia delante del rey? Quizá debería quedarme aquí…
– ¿Sabías que yo también llegué a la corte de la mano de tu tía Bliss? Tu padre había muerto el otoño anterior y yo estaba muy triste por la pérdida de mi marido y mi hijo menor. Sin embargo, mi hermana no estaba dispuesta a permitir que me consumiera en casa y me llevó a palacio con ella y el tío Owen. Yo estaba aterrorizada -confesó-. Los límites de mi reducido mundo eran Ashby y Riveredge. Una vez allí, lloré mucho y me sentí fuera de lugar, a pesar de que era una viuda respetable y no una joven inexperta como tú. Deseaba esconderme de todo el mundo y pasar desapercibida, pero tu tía Bliss no lo permitió. Cuando se casó con el tío Owen se trasladó a la corte y se instaló como un pato en un estanque. La tía se mueve por palacio como pez en el agua y te guiará con mano firme por su complicado laberinto de costumbres y protocolos. Debes ser prudente, confiar en ella y escuchar sus consejos con atención.
Nyssa asintió.
– Deja que te dé un último consejo, hija mía -añadió Blaze rodeando los hombros de Nyssa con un brazo-: manten tu reputación intacta. Tu virginidad es el tesoro más valioso que posees y espero que la guardes para el hombre que escojas como marido; él apreciará tu gesto y te lo agradecerá siempre. Todo el mundo sabe que fui amante del rey y quizá los obtusos y groseros te tomen por una presa fácil, pero debes dejarles muy claro que eres la hija del conde de Langford y no una cualquiera.
– ¿Estaba el rey enamorado de ti, mamá? -Nyssa finalmente se había atrevido a preguntar lo que siempre había querido saber.
– No estaba enamorado, sino encaprichado – respondió su madre -. Nuestra relación apenas duró unos meses, pero hemos mantenido nuestra amistad y él me tiene por su subdita más fiel. Espero que tú también le demuestres tu fidelidad.
– Dicen que el rey Enrique era el príncipe más atractivo de Europa, pero a mí no me lo parece – comentó la joven arrugando la nariz -. Está gordo como un saco de patatas y su pierna enferma olía mal el día que vino a visitarnos. ¡No me casaría con un hombre como él aunque me ofreciera la corona de Inglaterra! Compadezco a la pobre princesa de Cleves; no sabe lo que le espera. Sin embargo, el rey parece tenerse por una gran persona. No entiendo cómo pudiste enamorarte de él.
Blaze sonrió. ¡Los jóvenes son siempre tan sinceros y a la vez tan crueles cuando deben juzgar a sus mayores
– Es cierto que el rey ha ganado algo de peso desde la última vez que le vi, pero debes creerme: de joven era un caballero muy atractivo. Me temo que los años no han perdonado al pobre Enrique, pero no debes ser tan dura con él. Es difícil aceptar el paso del tiempo y a nadie le gusta hacerse viejo… y mucho menos al rey.
– ¡Os voy a echar tanto de menos! – exclamó Nys-sa colgándose del cuello de su madre.
– Y nosotros también – respondió Blaze abrazando a su hija -. Pero ya es hora de que abandones el nido y remontes el vuelo. En la corte conocerás a mucha gente importante y podrás escoger a tu marido entre numerosos caballeros de buena familia. Deberá ser un hombre de reputación intachable o quizá un amieo
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de tus hermanos.
– Yo me casaré por amor – aseguró Nyssa.
– A veces el amor viene después del matrimonio, no antes – replicó Blaze -. Me casé con tu padre habiéndole visto sólo una vez y sin haber hablado nunca con él. Sin embargo, Edmund era tan bueno que no tardé en enamorarme de él. Puede que a ti te ocurra lo mismo.
– Pero ¿y si no te hubieras enamorado de él? sistió Nyssa -. ¡Habrías tenido que vivir con un hombre a quien no amabas! Gracias, pero prefiero enamorarme primero y casarme después. Doña Fortuna es muy traidora.
– Mientras escojas un buen partido… – murmuró Blaze -. Nyssa, debes unirte a alguien de tu posición.
– Sólo me casaré por amor – repitió la joven.
– Entonces el elegido será el hombre más afortunado del mundo – sonrió su madre.
El rey, que estaba muy atareado con los preparativos de su boda, sentía que hacía mucho tiempo que no estaba de tan buen humor. La ceremonia iba a celebrarse en el palacio de Greenwich, el favorito de su majestad, y estaba previsto que las celebraciones duraran doce días. La nueva reina debía ser presentada formalmente al rey el 1 de enero en Londres y ser coronada en la abadía de Westminster el 2 de febrero, festividad de la Candelaria.
Enrique Tudor se había instalado en Hampton Court y no dejaba de dar órdenes referidas a las ceremonias y las celebraciones que debían seguirlas. Varias veces al día ordenaba que le fuera llevado a su despacho el retrato de su futura esposa pintado por Holbein. Entonces lo abrazaba sin que al parecer le incomodara la presencia de sus secretarios y ayudantes, lo contemplaba largamente como si fuera un adolescente enamorado por primera vez y emitía un suspiro desgarrador antes de volver al trabajo. Estaba seguro de que la princesa Ana sería diferente a su segunda esposa. Esta Ana sería amable, cariñosa y ambos envejecerían juntos y en buena compañía. Todavía se sentía joven y con fuerzas para tener unos cuantos hijos con la princesa alemana de rostro dulce. Esta vez es la definitiva, se repetía una y otra vez. Algunos cortesanos compartían su optimismo, pero otros le consideraban un tonto romántico por seguir creyendo en el amor verdadero.
El 5 de noviembre un mensajero llegó a Hampton Court trayendo la noticia de que la princesa Ana había dejado el ducado de Dusseldorf, gobernado por su hermano, y que se esperaba que tardara tres semanas en llegar a Londres. Viajaba con un séquito de 263 personas y 228 caballos. Las damas viajaban en sus carruajes y unos cincuenta carros que transportaban el equipaje cerraban la comitiva, pero la caravana era tan numerosa que avanzaba muy lentamente. El impaciente monarca envió un mensajero a Calais y éste regresó a palacio con la noticia de que no se esperaba a la princesa en esta población francesa hasta el 8 de diciembre. Charles Brandon, duque de Suffolk y cuñado del rey, y sir William Fitzwilliam, conde de Southampton y almirante, partieron hacia Calais al acercarse esa fecha para acompañar a la princesa durante el final de su viaje mientras el rey enviaba al duque de Norfolk y a su primer ministro, Thomas Cromwell, a recibir a Ana de Cleves en Canterbury.
A Thomas Howard, duque de Norfolk, no le gustaba aquel matrimonio. Mucha gente, incluido el obispo Gardiner, opinaba que era porque la princesa era protestante, pero la verdadera razón era que el duque odiaba a Thomas Cromwell y estaba resentido por haber sido excluido de los órganos consejeros que rodeaban al monarca. Durante mucho tiempo él había sido el noble más influyente de la corte y miembro del consejo privado del rey. Se oponía a la unión de Enrique VIII y Ana de Cleves porque aquel matrimonio había sido idea de Thomas Cromwell. A partir de ahora sería el primer ministro quien aconsejaría a la reina y no él, Thomas Howard, cuya estúpida sobrina, Ana Bolena, había llevado una vez la corona de Inglaterra. Si la irresponsable joven hubiera seguido sus sabios consejos, seguiría siendo reina.
El duque suspiró apesadumbrado. ¡Le había resultado tan duro mirar a la cara a la panfila de Jane Sey-mour! Había tenido que sufrir en sus carnes la arrogancia de sus dos hermanos, Eduardo y Thomas Seymour, aquellos arribistas de Wolfhall, y sufrir la humillación de ver a una Seymour en el lugar de una Howard. Su único consuelo era pensar que la nueva reina llevaba sangre real y haber conseguido conservar su cargo de tesorero del rey a pesar de que su familia había caído en desgracia.
La reina no llegó a Calais hasta el 11 de diciembre y la comitiva fue escoltada hasta la ciudad pero no pudo cruzar el Canal hasta el 26 de diciembre debido a las fuertes tormentas que azotaban las costas de Inglaterra y Francia.
La princesa Ana combatía las horas de aburrimiento jugando a las cartas. El conde de Southampton le había asegurado que el rey era un gran aficionado a los juegos de azar y la princesa se había apresurado a instruirse en este arte. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por complacer a su futuro marido. En la aburrida corte de Cleves la música, el baile y los juegos eran considerados distracciones frivolas y estaban terminantemente prohibidos. Sin embargo, Ana encontraba las cartas de lo más estimulante, sobre todo cuando había en juego grandes cantidades de dinero.
Los secretarios de palacio, que se habían sentido desbordados para contestar a los cientos de candidatos que solicitaban entrar a formar parte del servicio personal de la nueva reina, se habían visto obligados a rechazar a la mayoría de ellos. Nyssa Wyndham llegó a Hampton Court el 15 de noviembre. El nerviosismo y el temor había aumentado a cada kilómetro que la alejaba de Ri-veredge y la acercaba a palacio. Observaba con atención a su tía Bliss y copiaba todos sus movimientos mientras trataba de ignorar a sus hermanos y a sus primos, que encontraban aquel comportamiento muy divertido.
Owen Fitzhugh sabía que el palacio estaría lleno a rebosar y había alquilado una casa en la población de Richmond. La próxima llegada de la reina había acabado con la oferta inmobiliaria de la ciudad y el conde había tenido que luchar con varios competidores para conseguir aquel modesto alojamiento. Cuando Bliss y yo éramos jóvenes y formábamos parte de la corte, todo era distinto, recordó. La vida de la corte se había puesto por las nubes y no sólo había tenido que alquilar una casa en Richmond, sino que había tenido que tomar otra en Greenwich. Afortunadamente, sus cuñados le había ayudado a sufragar los gastos; después de todo, estaban allí por Nyssa y los chicos.
– ¿Vamos a vivir aquí, tío Owen? -preguntó Nyssa.
– Tus hermanos y tú viviréis en palacio -respondió su tía sin dar tiempo a su marido a contestar la pregunta de su sobrina-. Esta casa es para nosotros dos, Owen y Edmund.
– La vida en palacio no es fácil, Nyssa -añadió Owen Fitzhugh-. Seguramente tendrás que compartir cama con otra muchacha de tu edad y apenas tendrás sitio para tus cosas. Deberás estar a disposición de la reina las veinticuatro horas del día y no dispondrás de un momento para ti.
Nyssa palideció y dirigió una mirada inquisitiva a su tía. ¿Por qué no le había hablado nadie de la dura vida que le esperaba? De repente había dejado de apetecerle ser dama de honor de la reina Ana. ¡Ojalá se hubiera quedado en casa!
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