– ¡Que Dios nos ayude! -exclamó Thomas Howard-. ¿No sabéis de qué se acusa a mi sobrina? El rey la adora y me consta que no hay otra mujer.

– ¿Estáis preocupado por Catherine o por salvar el pellejo? -espetó Nyssa, furiosa.

– El día que tu esposa se muerda la lengua morirá envenenada -dijo el duque a su nieto.

– ¡Os he hecho una pregunta! -gritó la indignada joven-. ¡Dejad de actuar como si fuera invisible! Varían y yo estamos en palacio porque así nos lo ha pedido vuestra sobrina pero daríamos cualquier cosa por regresar a Winterhaven con nuestros hijos. Si la reina que vos aupasteis al trono ha caído en desgracia, ¿quien nos asegura que no nos arrastrará a todos en su caída?

– Tienes toda la razón, Nyssa -admitió Thomas Howard clavando la mirada en los ojos de la joven.

Al ver el rostro serio e inquieto del duque, Nyssa se compadeció de él.

– Tengo motivos para pensar que la reina va a ser acusada de adulterio, señor -dijo bajando la voz-. Lo que no comprendo es cómo se ha enterado el arzobispo.

– ¿Qué…?

Varían rodeó los hombros de Nyssa con un brazo mientras ella relataba al duque de Norfolk lo ocurrido durante el viaje.

– ¿Por qué no he sido informado antes? -preguntó Thomas Howard cuando Nyssa hubo concluido.

– Porque no habríais dudado en delatarla para salvaros -respondió Nyssa-. Le advertí que tarde o temprano la descubrirían pero no quiso escucharme. Esperaba que el día que eso sucediera, Varían y yo nos encontraríamos muy lejos de palacio y escaparíamos de la ira del rey.

Thomas Howard sonrió y asintió. Como él, Nyssa Wyndham había aprendido a desarrollar el instinto de supervivencia y era capaz de hacer cualquier cosa por proteger a su familia.

– Me temo que si abandonáis palacio ahora el rey creerá que huís porque tenéis algo que ver en este asunto. No os queda más remedio que aguantar el chaparrón aquí, como el resto de los cortesanos.

– Lo sé -dijo Nyssa-. Pero nunca os perdonaré si a Varían o a mis hijos les ocurre algo por culpa de los ambiciosos Howard.

– Me lo imagino -suspiró Thomas Howard-. Eres una de esas mujeres que perdonan pero no olvidan. Te aconsejo que no hables de este asunto con nadie; puede que el rey haya ordenado encerrar a Cathe-rine por otro motivo. Hablaré con el arzobispo Cranmer y trataré de sonsacarle -añadió poniéndose en pie.

– ¿Y nos diréis de qué se trata o utilizaréis esa información para salvar vuestro pellejo? -quiso saber Nyssa.

– Os mantendré informados -prometió el duque antes de abandonar la habitación.

– ¿En qué lío se habrá metido ahora? -se preguntó Varían mientras servía dos copas de vino-. ¿Qué habrá hecho para que el rey haya ordenado encerrarla?

Se acercó a la chimenea, tendió una copa a Nyssa y se acomodó en un sillón.

– Cat me hablaba de su infancia a menudo -susurró Nyssa-; Decía que la duquesa Agnes apenas controlaba a las sirvientas y que dos caballeros trataron de seducirla. Le dije que si se sinceraba con el rey antes de la boda, nadie utilizaría esa información en su contra, pero temía que Enrique Tudor se enfureciera y se negara a casarse con ella.

– Entonces, es posible que alguien esté tratando de aprovechar esa información para desacreditarla a ojos del rey. ¿Quién puede estar interesado en arruinar la reputación de la pobre Catherine? -se preguntó Varían-. Tiene la cabeza llena de pájaros pero es una buena chica. Nyssa, nadie debe sospechar que sabemos lo que está ocurriendo. Si alguien descubre que conocemos los secretos de la reina acabaremos envueltos en el escándalo.

– Tienes razón -asintió ella-. Si Dios nos ayuda, pronto se aclarará todo y podremos regresar a Winter-haven.


El arzobispo Cranmer no tardó en volver a llamar a John Lascelles y a María Hall y permitió que el duque de Norfolk presenciara el interrogatorio. Cuando hubo terminado, se volvió hacia él y le pidió su opinión.

– ¿Qué decís ahora, señor?

Thomas Howard estaba muy pálido y parecía preocupado. La descripción de la vida en el palacio de Lam-beth que acababa de escuchar de boca de María Hall era casi increíble. La mayoría de las jóvenes de la familia Howard habían sido criadas por la duquesa allí. Hasta mis perros de caza se habrían ocupado mejor de ellas, se lamentó.

– Es sólo una criada -respondió-. Me gustaría hablar con la duquesa Agnes y darle la oportunidad de defenderse.

– Yo también deseo formularle algunas preguntas -asintió Thomas Cranmer-. Me cuesta creer que haya sido tan negligente e irresponsable.

– A mí también -gruñó el duque.

Thomas Howard corrió al castillo de Lambeth para entrevistarse con su madrastra. Los rumores respecto al pasado de Catherine habían llegado a oídos de la duquesa y la dama sabía que sería severamente castigada si se demostraba que había descuidado la educación de las jóvenes hermanas Howard. Cuando su hijo llegó al castillo, la encontró revolviendo entre las cosas que Catherine había dejado allí y tratando de deshacerse de cualquier prueba incriminatoria.

– ¡Tom! -exclamó disimulando el temblor que sacudía su voz-. ¡Qué sorpresa! ¿Qué te trae por aquí?

– ¿Por qué no me hablaste del comportamiento de Catherine cuando te dije que planeaba hacer de ella la reina de Inglaterra? -espetó él.

– Yo no sabía nada -se defendió lady Agnes-. Además, no es culpa mía; me enviaste a esas muchachas para que las convirtiera en mujeres refinadas capaces de hacer un buen papel en la corte, no para que les diera educación moral.

– Entonces, ¿es cierto que esas chicas corrían por tu casa como cabras sin cencerro? -exclamó Thomas Howard, incrédulo-. ¡No puedo creerlo! ¿Has perdido la cabeza? ¿No se te ocurrió pensar que el escándalo acabaría estallando? ¡Me importa un bledo lo que les ocurra a las otras, pero Catherine…! ¡Es la reina de Inglaterra!

– Tranquilízate, Tom -replicó la duquesa-. Si lo que cuentan es cierto, ocurrió antes de que Catherine llegara a Hampton Court y su majestad se enamorara de ella. Enrique Tudor no se atreverá a cortarle la cabeza; lo peor que le puede ocurrir es que la repudie y vuelva a casarse. Como ocurrió tras la muerte de Ana Bolena, los Howard volveremos a caer en desgracia, pero sobreviviremos, Tom.

– Puede que tengas razón -murmuró el duque, pensativo-. Acabo de hablar con el arzobispo Cran-mer y sospecho que no cejará en su empeño hasta averiguar toda la verdad. No creo que lo consiga, pero si lo hace estamos perdidos.

El arzobispo de Canterbury despidió a John Lascelies y su hermana y se sentó a reflexionar. Las versiones de ambos hermanos coincidían hasta el último detalle. Le inquietaba saber que Francis Dereham, el amante de la reina, era ahora su secretario personal. ¿Qué había llevado a Catherine a darle un cargo tan importante? ¿Estaba pensando en volver a las andadas? Era joven, atractivo y, sin duda, mejor compañera de cama que un anciano obeso.

Aunque no podía probarlo, sospechaba que la reina había cometido adulterio. Un escalofrío le recorrió la espalda. El rey le había pedido que averiguara la verdad, pero esa verdad parecía ser más sucia y desagradable de lo que había imaginado. Desgraciadamente, era demasiado tarde para volverse atrás.

Convocó al Consejo Real y comunicó a sus miembros la gravedad de la situación. Éstos acordaron proseguir con la investigación y prevenir al rey contra Francis Dereham.

– Estoy seguro de que la reina os ha traicionado de pensamiento -dijo el arzobispo a Enrique Tudor, quien se sujetaba la cabeza entre las manos-. Y me temo que, si hubiera tenido la oportunidad, también lo habría hecho en la cama. Majestad, no puedo probar que os haya sido infiel, pero vos mismo habéis dicho que es necesario llegar al fondo de la cuestión. Vuestro nombre debe quedar limpio.

El rey levantó la mirada, la clavó en sus consejeros y, ante la estupefacción de éstos, rompió a llorar.

– ¡La quiero tanto! -sollozó-. ¿Por qué me ha traicionado? ¿Por qué?

Los consejeros intercambiaron miradas de desconcierto. Todos sabían que el rey adoraba a lady Catherine, pero los más cínicos se preguntaban cuánto habría durado aquel amor. Sin embargo, les avergonzaba ver llorar a moco tendido al hombre que gobernaba el país. Su soberano se había convertido en un anciano sensiblero y todos sentían el peso de la edad sobre sus hombros.

Enrique Tudor se puso en pie trabajosamente.

– Me voy de caza -dijo secándose las lágrimas con el dorso de la mano.

El rey abandonó Hampton Court una hora después llevándose a media docena de acompañantes. Necesitaba tiempo para curar su heridas y deseaba desaparecer de la vida pública durante unos días. Tampoco deseaba estar cerca de la reina cuando ésta conociera de qué se la acusaba. Antes de partir, se había refugiado en su capilla y desde allí había oído la voz de Catherine, que le llamaba a gritos:

– ¡Enrique, ten compasión de mí! ¿Por qué no quieres verme? ¡Enrique, ven, por favor!

Alguien le dijo que la reina había empujado al guardia que le traía la comida y que había tratado de escapar para correr en su busca. Sus carceleros se habían mostrado reacios a reducirla por la fuerza pero no habían tenido más remedio que hacerlo. Enrique Tudor se alegraba de no haberla visto en aquel estado de desesperación; sabía que no habría podido resistirse a estrecharla entre sus brazos y perdonarla. Y Catherine no merecía su perdón. El arzobispo Cranmer se había limitado a insinuar que la joven podía haber cometido adulterio, pero en el fondo de su corazón tenía la certeza de que la reina era culpable de tan terrible crimen. Ahora comprendía muchas cosas: ¿por qué había insistido tanto en que se nombrara a Francis Dereham su secretario personal? El tipo parecía un pirata y sus modales eran terribles además de ser arrogante y muy irascible.

El duque de Norfolk se sentía responsable del fracaso del quinto matrimonio de Enrique Tudor. Cuando el rey había expresado su deseo de deshacerse de Ana de Cleves, se había apresurado a buscar a su susti tuta entre las mujeres de su familia. Su ansia por colocar a Catherine en el lugar de lady Ana le había llevado a no perder el tiempo investigando su pasado. Si lo hubiera hecho, habría descubierto que la muchacha no reunía las cualidades necesarias para ser reina de Inglaterra. Su cara bonita y su encantadora sonrisa habían bastado para conquistar al rey pero aquella jovencita le había puesto en una situación mucho más difícil que Ana Bolena. Le gustara o no, Cat era responsabilidad suya y era él quien debía encontrar la solución al problema.

El Consejo Real visitó a la reina y le comunicó cuáles eran la acusaciones que se habían formulado contra ella. Catherine, que no podía dejar de pensar en su prima Ana y en cómo ésta había pagado su infidelidad con su vida, sufrió un ataque de nervios. Afortunadamente, nadie había pronunciado el nombre de Tom Culpeper. Quizá no lo supieran. Las acusaciones estaban basadas en su vida anterior a su matrimonio con Enrique Tudor y Thomas Howard había asegurado que estaba de su parte. Trató de calmarse pensando que los Howard no la abandonarían, pero no le resultó fácil. ¡Tenía tanto miedo!

El arzobispo Cranmer trató de hablar con ella al día siguiente pero Catherine sufrió un nuevo ataque cuando le fue anunciada su visita. Thomas Cranmer no consiguió tranquilizarla ni comprender ninguna de las palabras que la joven balbuceaba entre sollozos.

– Se niega a probar bocado-explicó lady Rochford. -

– Cuando se calme, decidle que volveré mañana y que estoy aquí para ayudarla.

A la mañana siguiente Thomas Cranmer encontró a la reina tan nerviosa como el día anterior. Se sentó a su lado y le habló con voz suave hasta que Catherine empezó a tranquilizarse.

– Señora, no hay razón para desesperarse -aseguró-. No debéis perder las esperanzas. Mirad lo que os traigo -añadió mostrándole un pergamino-. Es una carta escrita por su majestad en la que se compromete a tener compasión de vos si confesáis.

Catherine se lo arrancó de las manos como si estuviera en llamas, lo abrió y lo leyó mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.

– ¡Estoy tan arrepentida de haber disgustado al hombre que tanto me ama! -se lamentó entre sollozos.

– Es cierto que las revelaciones sobre vuestro pasado le han roto el corazón, pero el rey os quiere mucho y ha prometido perdonaros en nombre de ese amor si confesáis.

– Estoy dispuesta a contestar a todas vuestras preguntas para obtener el perdón de su majestad -accedió Catherine finalmente-. ¿Estáis seguro de que tendrá compasión de mí? ¿Merezco ser perdonada? -preguntó sin dejar de llorar. Tenía los ojos enrojecidos pero parecía tranquila y había recuperado la compostura.

– Su majestad os tratará con todo cariño, señora -aseguró el arzobispo-. Todo cuanto tenéis que hacer es decir la verdad. Podéis confiar en mí, Catherine; prometo hacer por vos todo cuanto esté en mi mano.